Que se puede traducir «presentadores» o «exhibidores», y la tendencia mayoritaria del momento revela que de sí mismos. Un estudio demoscópico señala que se ha desatado entre los jóvenes la fiebre por cantar; que se vuelven locos por subir a un escenario, lanzar gorgoritos y desplegar coreografía. Pero es evidente que la encuesta, o se ha tricotado a medida, o ha nacido anémica de variables y coyunturas. Porque los jóvenes no sólo se despepitan por cantar, sino por todo procedimiento, maniobra o subterfugio que les permita exponerse al público, hacer espectáculo de sí mismos. Y no solamente los jóvenes: la taumaturgia de la red social exacerba el narcisimo en todas las edades. Así, aunque no lo diga ningún estudio, lo verdaderamente llamativo, lo indubitablemente sensacional, además de la trulla de pipiolos que obsequian a la humanidad con su idiotismo, es la cáfila de vejarrones que ponen a disposición del mundo los arambeles de su decrepitud. Quiérese decir que al magnífico tesoro de la venustez, como al rico y al orate, casi cualquier extravagancia le queda bien; pero a la carcamalidad rampante, hueso y pellejo, eczema y lobanillo, el selfie bobalicón, la boquita fruncida y los zancarrones en danza le dejan al aire más eficazmente que nada la crepitancia y el tableteo.
El autoshow, el autorreportaje, la obsesión por disfrazar de aventura y éxtasis el aburrimiento cotidiano afecta por igual a jóvenes y a carracos. El simiesco regocijo de contemplar su imagen y de saberla multiplicada y repartida los transforma en showpeople, o en autoshowpeople, neologismo abracadabrante y delirio colectivista que les abarquilla el cerebro y lo desactiva para las funciones elevadas. Es el nuevo método alienador, mucho más eficiente que los antiguos bombardeos ideológicos del fascismo y el comunismo, cuando se hacía embaular a la población el ricino emético de las consignas. Ahora no se requiere actividad mental.
El enajenamiento masivo del siglo XXI, arma secreta de los capitalistas y los ecologistas —que son los mismos perros pero menos alambicados porque la presa está inerme— prescinde por completo del pensamiento abstracto, verbal, y se lanza de lleno a la imagen. Ya no es necesario explicar por qué. Para convencer, basta vincular el propósito con la imagen adecuada, con una estampa sensualoide y nada compleja —esto es, lo más expresa y chabacana posible—. La estulticia del populacho es tal que sólo funciona ya lo burdo, lo grosero y lo directo.
Ha costado años y sudores, grandes inversiones en cadenas televisivas y en discográficas que han ido bajando, en una gradación estudiada y pautada, el nivel, pero ya nos tienen donde querían: babeando nostalgia con los cachitos de hierro y cromo, de juego y trono, de plomo y mierda. Se acabaron los aparatos de propaganda. Terminaron los goebbels del embuste repetido. Finalizó el tiempo de la estrategia y la elucubración, de buscar el punto flaco de una sociedad que, paradójicamente, sabía menos que la de hoy pero no se dejaba engañar tanto. No hacen falta ideólogos. No hace falta siquiera engolosinar a la chusma con demasiadas imágenes: ya las genera ella; y las copia, y las pega, y las intercambia, en un buzoneo febril, morboso y compulsivo; y se ríe —milana bonita—, y se descubre y estruja la gorra entre las manos cuando pasa el señorito de turno.
Uno entiende semejante postración en los jóvenes, víctimas fascinadas de las novedades; pero en los viejos, en los carrozas, en los del culo pelado no vislumbra el motivo. No tuvieron televisión, internet ni teléfono de bolsillo; trabajaron duro y recibieron, como todo entretenimiento, la película esporádica en salsa de no-do; y sin embargo han opuesto la misma resistencia que los millennials y sus post- al miasma hipnótico de los píxels, que viene a ser el cero absoluto y descuelgo en plena misa. Los chamanes de Silicon Valley, que saben el peligro que tiene la cosa, mantienen a sus hijos alejados de la conexión hasta el punto de prohibirla incluso al profesorado.
Los retoños de Google, Apple y Facebook aprenden con la pizarra y el papel de siempre, dibujando a mano las letras y los números. Alguien debería decirles que tanta profilaxis digital, tanto hermetismo precautorio no servirá de nada. Basta que observen el tamborileo febril de los viejos, la segunda vida que malviven o la mala vida que se dan en segundo plano, el jolgorio artrítico y présbita que han montado en la nube, lo tontos que se han vuelto a pesar de los pesares. Ni los años, ni la experiencia, ni la infancia callejera: nada combate con éxito el hechizo del dispositivo.
Todos acabarán relatando sus miserias en la red, maquillándose la biografía y ejecutando numeritos de circo; pereciéndose por los megustas y deprimiéndose con las indiferencias; opinando sin criterio y aturdiéndose con el vodevil planetario, ese maremágnum de ceros y unos que habita naves industriales climatizadas y configura la existencia paralela de las multitudes. Todos, independientemente de la edad, van siendo showpeople: gente anodina que se muestra; que intenta, por el camino fácil de la pirueta en la red social, que lo suyo tenga interés.
Los viejos, por el mero hecho de serlo, no están vacunados contra la frustración; son tan vulnerables como los jóvenes. Y la prueba es que unos y otros, aterrorizados por los vergajazos televisivos, el acoso de las modas y la bajamanería política, sobrecogidos a causa de su propio vacío espiritual, huyen por el mismo portillo y buscan el mismo refugio: hacerse showpeople, fabricarse un doble, un clon electrónico de sí mismos, para lanzarlo a la jungla informática y que ahí, en el clon, se las den todas.