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OPINIÓN

Si no llueve en Taiwán no se pueden producir coches en Alemania

Hay un fino hilo que conecta las nubes de una isla del Mar de la China y el corazón industrial de Wolfsburgo en plena lucha contra el cambio climático

22/04/2021 - 

VALÈNCIA. En un mundo donde las cadenas de suministro son globales, hay un fino hilo que conecta las nubes de una isla del Mar de la China y el corazón industrial de Wolfsburgo.  De hecho, el problema es que no hay nubes en Taiwán, puesto que la isla estado vive una fuerte sequía que ha obligado a las autoridades a primar el consumo humano frente al secundario o terciario. De esta manera, el 6 de abril los polígonos industriales en Taichung vieron reducidos un 15% el suministro del agua, algo que afectaba directamente a los fabricantes de chips, un tipo de industria muy intensiva en el uso del agua. En este enclave se asienta TSMC, probablemente el mayor productor mundial de microchips, quién anunció que tenía agua almacenada para continuar con su actividad por ahora. 

A ello habría que añadir que el Gobierno taiwanés apuntó que tenía suficientes reservas de agua como para que este sector produjera sin penurias hasta finales de mayo. No obstante, TSMC, que consume en sus plantas 156.000 toneladas diarias de agua, había dispuesto un plan de contingencia con una flota de camiones que suministraría el líquido elemento a sus plantas. Ciertamente la sequía de Taiwán era otro problema añadido en un 'annus horribilis' para los productores de chips. Una furiosa tormenta de hielo en febrero había paralizado la producción en la otra parte del mundo, en Austin, Texas, una de las cunas estadounidenses de la producción de chips gracias a su combinación de talento local y bajos impuestos. Además, en marzo una factoría en Naka, Japón se había incendiado.

Todas esas causas, unidas a un aumento de la demanda de chips durante la pandemia para atender las fuertes venta de aparatos electrónicos como tablets, habían provocado una escasez de chips en el mercado y, consecuentemente, graves cuellos de botella en las factorías de automóviles de todo el mundo. Sencillamente, porque como me dijo una vez mi mecánico, “los coches son ahora ordenadores con ruedas”. Verdaderamente, un automóvil moderno utiliza microchips para todo, desde la programación del funcionamiento del motor hasta el frenado automático o los sensores para aparcar. Por ello, Volkswagen ha anunciado que iba a producir 100.000 unidades menos, sólo en el primer trimestre, mientras que Audi había enviado a 10.000 trabajadores a casa  porque no podía producir sus últimos y más modernos modelos.


Llamativamente dos de las razones de las paradas en la producción son causas naturales y, seguramente, estos episodios extremos de sequía y frío en distintas partes del mundo son consecuencia del cambio climático. De esta manera, estamos viendo que la acción global de las compañías con sus emisiones de gases de efecto invernadero está pasando su factura a las empresas (y no sólo a las aseguradoras), a la par que a la sociedad en general. Por ello, hay que analizar la situación de una manera holística e introducir una variable, las externalidades negativas, como, por ejemplo, la polución medioambiental. Es decir, ni la cotización de las acciones de las compañías cotizadas ni la Contabilidad Nacional incorporan estos elementos. 

Si, por ejemplo, una compañía petrolera descubre un pozo nuevo, ello impacta positivamente en las cuentas de la empresa (más activos y beneficios), a la vez que cuando ese petróleo o gas nuevos entren en el mercado y se vendan el PIB del país en cuestión subirá porque se transaccionarán más bienes.  La cuestión es que nuestro sistema capitalista estaba 'programado' para operar de esta manera, puesto que el mantra era que había que “maximizar el valor para el accionista” y, conjuntamente, había que hacerlo en el corto plazo, puesto que los inversores meten presión a las empresas cotizadas en la presentación de resultados trimestrales.

Tragedia en el horizonte

Sin embargo, este paradigma tan cortoplacista se ha puesto en cuestión desde muy diversos frentes. Como muestra, en septiembre de 2015, Mark Carney, el Gobernador del Banco de Inglaterra, expuso en un fascinante discurso "el cambio climático es la tragedia en el horizonte. No necesitamos un ejército de actuarios para decirnos que los impactos catastróficos del cambio climático se sentirán más allá de los horizontes tradicionales de la mayoría de los agentes, imponiendo un costo a las generaciones futuras que la generación actual no tiene un incentivo directo para arreglar". Este discurso tan rompedor, por el calibre del policy maker que lo pronunció, apuntaba a que el calentamiento global era un riesgo muy serio para la economía global y la estabilidad financiera, por lo que las empresas y los reguladores deberían de actuar con rapidez para intentar contener el potencial daño económico, aunque pareciera lejano e incierto.

En décadas pasadas, cuando un Gobierno decidía impulsar la lucha por un medio ambiente mejor lo hacía con subsidios (a las instalaciones solares fotovoltaicas o a los campos de turbinas eólicas) o con incrementos de precios (como los impuestos a los carburantes). A la vez, las empresas privadas arrinconaban estas acciones en sus fundaciones y a términos como Responsabilidad Social Corporativa, aunque, no las situaban como el eje de su negocio principal.


Pero el trabajo de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático permitió que se firmara en abril de 2016 el Acuerdo de Paris que establece medidas para la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, lo cual generó un compromiso político internacional que iba más allá de los ciclos habituales de la política. Lentamente, cuestiones como las métricas ASG (Medio Ambientales, Sociales y de buena Gobernanza) se han incorporado en la conversación gubernamental y empresarial, como lo prueba que BlackRock, uno de los mayores fondos de inversión del mundo, con cerca de 8,7 billones de dólares bajo gestión invertidos en miles de compañías, esté dispuesto a votar en contra del equipo directivo y los miembros del consejo cuando las empresas de sus carteras no progresen lo suficiente en la divulgación de información sobre sostenibilidad. Simplemente, porque el “riesgo climático es riesgo de inversión”, sin dejar de lado la rentabilidad monetaria esperada, ya que la “transición climática ofrece una oportunidad de inversión histórica”.

¿Cómo aterrizamos todas estas grandes ideas en Europa y en nuestro día a día? La UE ha creado un detallado marco de acción denominado Pacto Verde Europeo (EU Green Deal), el cual define una ruta de actuación y un objetivo final. Este objetivo será conseguir que Europa sea el primer continente climáticamente neutral en 2050, lo que implica compensar todas las emisiones de carbono.

El Pacto Verde

Para ello, el Pacto Verde ha identificado un listado de actividades económicas que deben ser cambiadas. Por ejemplo, para 2025 se prevé haber instalado 1 millón de estaciones públicas de recarga de combustible para 13 millones de vehículos de cero o bajas emisiones, igualmente, los alimentos deberán de mostrar información sobre su procedencia, valor nutricional y huella ambiental. Pero, tal vez la idea más interesante sea la de intentar convertir el ahorro de los ciudadanos europeos en una palanca para 'hacer el bien'. ¿Cómo? Los proveedores deberán de vigilar la 'sostenibilidad' de los productos financieros que ofrezcan y se crea un etiquetado 'ecológico' para los productos financieros. De hecho, habrá un estándar de 'bonos verdes', por lo que ya se habla de empresas de sectores 'marrones' y de sectores 'verdes'. Así, los emisores de 'bonos verdes' ya consiguen mejores precios en mercado como lo prueban recientes emisiones de deuda de Volvo. Sin embargo, el punto de no retorno es que desde marzo de 2021 se exigirá que a los asesores que cuando interactúen con sus clientes se les pregunte si son sensibles a conceptos de sostenibilidad ASG y si están interesados en contratar esos productos.

Por concluir amable lector, si come comida orgánica, recicla y le preocupa su huella de carbono, ahora, ya puede ahorrar como piensa. Es decir, con su dinero podría invertir en fondos que apuesten por temáticas como las energías renovables, la gestión del agua e, incluso, la igualdad de género. Ello ayudaría a que el Mediterráneo no se desertifique o a que pueda volver a llover en Taiwán, pero, también a que hubiera una mayor representación de mujeres en puestos directivos.

Felipe Sánchez Coll es profesor de Finanzas en EDEM

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