Llega a ser tal la obsesión por parte del equipo de Gobierno de la ciudad intervenir con la piqueta, a la velocidad de la luz, sobre la cara amable de plazas y calles de la ciudad de València, que uno no sabe en qué zanja esconderse. Al incesante ritmo que trabajan las obras, los ciudadanos vamos un paso por detrás, cuando normalmente deberíamos ir por delante. Sinceramente me siento abrumado ante tanta democracia participativa. Hasta hace seis años era impensable. Como también era inimaginable que el Alcalde de València hubiera nacido en Manresa, o que gobernara Compromís, la coalición de la camiseta protesta. Cada vez que la arrolladora piqueta dirige la orquesta compuesta por el sonido del ladrillo y la acústica del cemento, la ciudad va perdiendo ritmo. En su día, ejercité una severa crítica a la anterior alcaldesa por ser absoluta y mayormente fiel embajadora de mover cosas, trasladar edificios y derribar ilusiones, sin uniformidad, sin criterio, a base de impulsos y víctima de la impaciencia mientras gobernó aquella València de grandes eventos, acabando siendo eventual y efímera.
Ahora, tras lo percibido, el equipo de Ribó empieza a emular las trazas de Rita. La movilidad no solo puede ser el principal agente urbanizador de esta ciudad. Algún arquitecto, comerciante, historiador, paisajista, entre otros, estará de acuerdo conmigo. En tal misión deben participar más agentes. Esto ya empieza a tener el sabor y color de los maltrechos planes de Educación edificados e impuestos en cada legislatura por el parchís político que dirige nuestro país. Saber hacía dónde vira la ciudad no debe ser objeto de ninguna ideología ni modas de lo absurdo. Debe ser planificado con orden y sentido para no dañar la imagen y memoria histórica de València. La ciudad está empezando a padecer, empiezo a encontrarla incoherente, sin fachada y acomplejada lanzando claros guiños a otras capitales europeas.
Cada día que paseo por la avenida de Aragón, esquina Avenida Blasco Ibáñez, me echo las manos a la cabeza cuando veo el trampantojo del nuevo Ayuntamiento, aquel edificio derribado por una insensatez, por una vacilada de acoger una Champions League en Mestalla, derribado por una permuta con el solar de los Jesuitas. Demasiados agentes implicados. Demasiada velocidad. Demasiados contratos. Demasiada democracia participativa. El más preocupante de todos los proyectos proyectados desde una perspectiva histórica es la materialización que pueda llevar a cabo el nuevo concurso público para la próxima reurbanización del Paseo de la Alameda. A mí me genera cierto estupor por lo que pueda degenerar la remodelación de dicho simbólico paseo afrancesado en el enclave más señorial al otro lado del río verde.
Con una ágil y ávida lectura de las hemerotecas, retrocediendo en las páginas doscientos años atrás, aquella València monumental, alzada por los planos de Palacios y Conventos, ha sido trasquilada. Mutilada por aquella idea del progreso que definió Rodin, como la peor de las hipocresías de la sociedad. Desaparecido el Palacio del Real, derribado el Palacio de Ripalda, destruida la ermita de la Soledad y Los Viveros en estado off, la Alameda se ha convertido en un parking residual de vehículos, en una arteria embotellada, urbanizada y contaminada por el colesterol del motor. El paseo es un símbolo y patromimonio recreativo de esta ciudad y creo que, después de la Plaza del Ayuntamiento, la Alameda es un espacio natural e identificativo de varias generaciones de valencianos del Cap i Casal.
Necesitaría un acordeón de papel para enumerar y resaltar las principales acciones vivídas en esta bella y afrancesada arboleda de largos paseos a la orilla del río Turia. Que es necesaria una intervención quirúrgica sobre la fachada de la Alameda, sí, pero desde la sensatez, el consenso y la cordura, y no desde las prisas que suelen ser malas consejeras. Si la próxima cirugía plástica perjudica el origen natural del paseo, al menos siempre nos quedará, para la memoria histórica y colectiva de la ciudad, la Oda que el dramaturgo español Leandro Fernández de Moratín dedicó al Paseo de València. Aquel espacio que también en uno de sus viajes inmortalizó Alexandre Laborde con las siguientes letras: el lugar de cita de la buena sociedad de una ciudad opulenta, singular en España por el gusto del placer, el lujo y la ligereza de sus gentes.