Un techo para los sintecho durante el confinamiento

15/04/2020 - 

VALÈNCIA. Si algo ha hecho la crisis del coronavirus es poner ante los ojos de la sociedad un espejo que no siempre nos gusta lo que refleja. El confinamiento es duro para todo el mundo, pero hay sectores de la población que ni siquiera tienen la posibilidad de confinarse. Estamos hablando de la gente sin hogar. Su vida es dura, muy dura. Viven en la calle, comen de la caridad o de lo que la administraciones públicas les proveen, mientras sobreviven como pueden.

No tienen el calor de un hogar cuando hace frío, ni el refugio de un techo cuando llueve a mares. Viven con un ojo siempre en sus pocas pertenencias para evitar que se las roben, y con otro en la espalda para que no les agredan. La epidemia les ha dejado sin uno de sus sustentos principales, el poco dinero que muchos de ellos sacan de pedir por las calles, ahora vacías de gente.

El Covid-19 no es clasista ni elitista, ataca a ricos al igual que a pobres, pero como siempre, la población más desfavorecida está más expuesta. Las administraciones se han tenido que poner las pilas para evitar que este maldito virus no se cebe con ellos. El Ayuntamiento de València ha puesto a disposición de estas personas el Complejo de la Petxina, y está habilitando otros espacios para los que tienen mascotas.

En lo que habitualmente es una residencia para deportistas de élite viven ahora personas sin hogar. Cinco comidas al día y controles médicos han obrado el milagro. Muchos de ellos parecen otros tan solo 20 días después de llegar. Tras la buena acogida de las medidas entre este colectivo, la Concejalía de Bienestar Social, con ayuda del ejército, han habilitado un segundo espacio. Lo que era un campo de baloncesto, ahora es una habitación gigante plagada de camastros y una zona común.

Todas las personas con las que ha hablado Valencia Plaza saben que es solo una tirita, algo temporal, pero muchos de ellos han decidido tomar las riendas de su vida y tratar de salir del pozo. Es tan solo una esperanza por el momento, aunque lo realmente importante es que no se quede en un espejismo.

Historias de vida

En la puerta del complejo está Mª Jesús, de 19 años. La joven está apoyada en un farola esperando su turno. Una pequeña maleta es su único equipaje. Mª Jesús ha vivido desde los doce años en un centro tutelado de la Generalitat, pero desde que cumplió los 18 y tuvo que abandonarlo la calle es su único hogar. La noche anterior a acudir a la Petxina durmió debajo de un tobogán en un parque. Llovía.

Su vida ha sido una pesadilla desde que a los seis años su hermano mayor comenzó a darle palizas. Unos golpes que la obligaron a pasar por el quirófano cuando le fracturó la muñeca. Entre golpes de su hermano e insultos de su madre fue creciendo hasta que, con doce años, su padre la violó. Fue entonces cuando los servicios sociales la sacaron del primer infierno en el que esta chica ha vivido.

Pero cumplió los 18 y llegó el segundo infierno. "Como lo que me da la gente. He llegado a cruzar la ciudad andando para ir a robar naranjas al campo. Me moría de hambre", nos explica entre lágrimas. Los trabajadores sociales escuchan estupefactos su historia. "No te preocupes, ya se acabó, ahora estás aquí", le dicen mientras hablan entre ellos para buscarle un piso de transición, lo que evitaría que vuelva a la calle. Ella llora, es la primera vez en un año que alguien le muestra un poco de cariño.

Gloria

En el patio, haciendo deporte, está Gloria, de origen colombiano. Nos sentamos con ella en la cafetería. Su historia comienza cuando llegó a España junto a su sobrino Giovani y otro miembro de su familia. Otra inmigrante les alquiló una habitación por 200 euros. Después llegaron otros cuatro miembros de la familia. Su casera les alquiló una habitación y una sala de su casa a 800 euros.

Con ese dinero podrían haber alquilado una casa perfectamente, pero nadie alquila a personas sin papeles que, por la falta de ellos, se ven abocados a trabajar en negro. El problema para esta familia, que trabajaba como cualquier otro ciudadano del país, fue que el novio de la casera la maltrataba delante de ellos.

Gloria y su familia la convencieron para denunciar. Un juez impuso una orden de alejamiento, pero al poco tiempo la mujer decidió volver con su maltratador. Él le puso una condición, que echara a la familia a la calle. Y así lo hizo. De la noche a la mañana se quedaron sin un sitio donde dormir. Desde entonces, su casa son las escaleras que hay al lado de un conocido centro comercial de València. Además, a todo eso hay que añadir que con el Real Decreto se quedaron sin trabajo.

Sus palabras nos recuerdan demasiado a la de otros inmigrantes que hemos entrevistado estos días: "Yo lo único que quiero es poder trabajar. Llevo desde los doce años trabajando. Lo que de verdad nos tiene jodidos es el coronavirus". Gloria espera que pase la pandemia para poder encontrar un trabajo que le permita, aunque sea, volver a alquilar una habitación para su familia.

 
En la Petxina, la generosidad entre los más vulnerables emerge como un géiser. Giovani es peluquero y le ha cortado el pelo a todos sus compañeros. En el patio, que parece una reunión de la ONU, gentes de diferentes nacionalidades hablan tranquilamente y se cuentan historias de vida. Son historias que por el momento no tienen un final feliz, pero el calor de una habitación y el trabajo diario que los trabajadores sociales hacen con ellos está obrando el milagro.

Ejemplo de ello es el caso de una mujer, cuya historia escuchamos de boca de uno de los funcionarios pues ella prefiere mantenerse al margen. Adicta a las drogas y al alcohol llegó que casi no podía andar. Ni un mes después la vemos haciendo ejercicio. La buena alimentación y el descanso han recuperado físicamente a estas gentes que se vuelven a sentir personas plenas. Las sonrisas iluminan el espacio. La felicidad comienza a abrirse paso.

Rabi

A la hora de comer nos sentamos frente a Rabi, un joven marroquí de 20 años que lleva dos años en España y que vive en la calle desde enero. Rabi cruzó de Marruecos a Ceuta escondido en los bajos de un camión cuando tenía 17 años. Le costó casi tres meses conseguirlo. Todos los días se escondía, y todos los días lo pillaban hasta que, finalmente, consiguió cruzar.

 
Una vez en Ceuta volvió a empezar el periplo. Así, escondido en los bajos de un segundo camión llegó a Málaga. De ahí viajó a Madrid donde la policía lo paró y lo llevó a un centro de menores. Rabi nos dice: "En cuanto cumplí los 18 años me echaron a la calle. Me pagaron un billete de tren a València para que me fuera de allí".

Cuando llegó a la capital del Turia estuvo en un albergue, pero como les pasa a todas estas personas, el techo tiene fecha de caducidad, y desde enero está viviendo en la calle. Ha solicitado los papeles por arraigo, pero no cumple los tres años en España hasta enero de 2021. Unos meses que para él se avecinan como la escalada de un 8.000. Pero él no pierde la sonrisa mientras nos dice: "ya llegará y podré trabajar y tener una casa".

Los sueños y esperanzas de la gente sin hogar son mucho más austeras que las de cualquier otro ciudadano. Viven al día, pero no renuncian a salir del pozo. Para ello, los trabajadores sociales se dejan la piel jornada tras jornada. La tarea es titánica, pero nadie pierde la esperanza. De hecho, la primera medida es ampliar el plazo de las estancias más allá de que termine el confinamiento.

Poco a poco se está construyendo el muro de la esperanza. En la Petxina hay muchísimas más historias que contar, pero el espacio es limitado. Nos dicen que esperan que este reportaje sirva para visibilizar una realidad a la que la ciudadanía suele dar la espalda, que vean a las personas que son. Eso esperamos.

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