VALENCIA. La cita con el gran pianista ruso -cita que se está repitiendo casi todos los años- se ha convertido en una verdadera adicción para muchos aficionados. Porque no sólo se supone, con poco riesgo de error, que el concierto será de los buenos, sino, también, que sorprenderá. Esta vez, como de costumbre, la sorpresa no vino por las obras en sí, que suelen ser conocidas, sino porque las desnuda de arriba abajo, dejando al descubierto cosas que estaban ahí y que lecturas como las suyas sacan a la luz. Especialmente al oírlo en directo, porque en los discos se pierde buena parte de su magnetismo. Tiene, además, pocos registros en el mercado, porque es bastante reticente a grabar.
Los adictos a Sokolov ya saben, en cada ocasión, que les va a conmover con esa profunda coherencia que tienen sus interpretaciones: hasta el más mínimo detalle parece estar conectado con la arquitectura estructural de cada obra, o, mejor, con la personalísima visión que el ruso tiene de ella. Es curiosa, asimismo, la fuerte capacidad de transmisión emocional en un personaje cuya manera de saludar y de caminar, sin regalar ni una sonrisa, parece indicar, por el contrario, una timidez y hasta una rigidez extrema. Pero no. A todos esos desconocidos que están sentados en la oscuridad de la sala, regala sin cansarse lo mejor que tiene: música, una música siempre intensa. Y cuando acaba el programa, aunque no sonría tampoco ante los encendidos aplausos de un público entusiasmado, vuelve a regalar música, mucha música, multitud de propinas. Este martes dio seis. De Schubert y de Chopin. Cuarenta minutos añadidos al recital: esa es su mejor sonrisa. Por eso, y tras 16 actuaciones en Valencia, la gente acude contenta al Palau cuando actúa el ruso, no sólo porque va a escuchar a uno de los pianistas más grandes del momento, sino porque siente que se está convirtiendo, temporada a temporada, en un viejo conocido, y que en pocos minutos establecerá un cálido contacto con él. A pesar de su gesto adusto.
El programa de esta velada se centró en Schumann y Chopin (en la imagen lateral retratado por Delacroix), iniciándose con la Arabeske op. 18 del primero. Esta, interpretada muchas veces con un estilo tranquilo y grácil que, indudablemente, también le conviene, quedó convertida, en manos de Sokolov, en una pieza con un sustrato dramático, pero igualmente delicada y, a veces, hasta frágil. Un fraseo elaborado con gran libertad y el tajante ataque de algunos acordes le otorgaron un tono en cierto modo doloroso. De forma similar a lo aplicado en el Andantino de Clara Wieck –que tocó en la misma sala en 2010- abrió aquí, en cada episodio, un mundo distinto y, al tiempo, conectado con los demás.
Sin apenas interrupción con la Arabesca, casi como si fuera su continuación, atacó la Fantasía op. 17 de Schumann, partitura de considerables dimensiones que pone a prueba las capacidades de cualquier pianista. El tema principal del primer movimiento se basa en un motivo asociado al nombre de la mujer que amaba (Clara Wieck, en la imagen lateral inferior), y el propio Schumann señala, en el epígrafe, que debe tocarse con mucha pasión y fantasía (Durchaus fantastisch und leidenschaftlich vorzutragen). Le dice a Clara en una carta: “el primer movimiento es quizás la obra más pasional que he compuesto hasta la fecha, un profundo lamento por ti” (cabe recordar que se encontraban separados en el momento de la composición, por imposición del padre de ella). La Fantasía surgió, por otra parte, como homenaje a Beethoven, del que, para agasajar a Clara, escoge un motivo del ciclo “An die ferne Geliebte” (A la amada lejana), y otro del Quinto Concierto para piano y orquesta, uno de los preferidos por la reputadísima pianista. En la publicación, sin embargo, la Fantasía fue dedicada a Franz Liszt, quien, en correspondencia, dedicó a Schumann su gran Sonata en si menor. Sokolov trazó con una profundidad y una libertad fuera de lo común todas las atmósferas presentes en este primer movimiento, tanto en las secciones más agitadas como en las de carácter cantabile. No tuvo, quizás, esa limpieza sobrehumana con que toca la Fantasía su compatriota Evgeny Kissin, pero, a cambio, la cuidadosa elaboración del concepto, nota a nota, y la fuerza de transmisión resultan mucho mayores.
El segundo movimiento supone un reto diferente por el complicado entramado polifónico que debe ponerse de relieve, y contiene alguno de los pasajes más difíciles, técnicamente hablando, de toda la obra. No es de extrañar que Sokolov, magistral intérprete de Bach, pudiera desentrañarlo con éxito. Supo combinar y clarificar las distintas voces presentes, contrastar ataques muy distintos, utilizar una gama riquísima para colorear el sonido, ejecutar soberbiamente las tandas de acordes y, sobre todo, alcanzar una altura tal en el vuelo poético que el oyente se olvidó de las dificultades técnicas que estaba superando el pianista. En el tercero la música es menos accidentada, Schumann parece ensimismarse, y Sokolov le siguió con dulzura por esa meditativa senda llena de tristes arpegios.
La segunda parte se centró en Chopin, iniciándose con los dos Nocturnos del op. 32. Especialmente destacables resultaron en ambos los claroscuros, la limpieza del pedal y el dibujo de las melodías con un sutil abanico de colores. No hay palabras para describir toda la belleza que se plasmó en ambas piezas. Vino luego la Sonata núm. 2, con su núcleo generador, la Marcha fúnebre, compuesta con anterioridad. Justo Romero, en su libro “Chopin, raíces de futuro” sitúa la grabación de Sokolov para el sello Naïve como una de las mejores, a pesar de que –ya se ha señalado antes- los discos no logran reproducir del todo el intenso feeling de este pianista. Lo equipara Romero a referencias legendarias como las de Cortot, Rubinstein y Pollini, situándolo por detrás de nombres tan ilustres como los de –entre otros- Rachmáninov, Brailovski, Benedetti-Michelangeli, Ashkenazy, Argerich o Pogorelich. El directo, como sucede muchas veces con los grandes, fue, naturalmente, mejor que el disco, aunque en esta ocasión los dos primeros movimientos mostraron a un pianista un punto menos fluido y con más roces que en lo escuchado antes. En la Marcha fúnebre, sin embargo, se alcanzó la cumbre de la velada. Sokolov levantó de un plumazo todas las capas de polvo y de vulgaridad que interpretaciones poco afortunadas han ido depositando sobre esta partitura. A pesar de la fuerza tremenda que desplegó en ella, no dejó ni un resquicio para lo histriónico ni, mucho menos, para la cursilería, abordando un tema tan difícil como el de la muerte con un dramatismo recio y, al tiempo, recatado. A destacar la forma en que ofreció el cantabile de la sección central, como tímida divagación de belleza cristalina que al final se desvanece en un pianissimo. Hizo aparecer suavemente, de nuevo, el tema de la marcha, que al final retoma la prestancia y la terribilità, aunque con varias recaídas en el vacío hasta acabar desvaneciéndose. El último movimiento, Presto, lo tocó de la única manera en que parece cobrar sentido: como el veloz y brevísimo vértigo hacia la nada que supone la muerte.