Estas Fallas nos han demostrado que realmente somos Patrimonio de la Humanidad, pero también de la inhumanidad. Dedicamos un año de impuestos para construir y conservar una ciudad guapa, y en cuatro días permitimos que sea estéticamente arrasada. Una sencilla y ligera tasa turística sería una gran ayuda para reducir gastos que pagamos dos veces por el desmadre colectivo
Visto lo visto habrá que empezar a admitir que las Fallas ya no nos pertenecen. Son realmente Patrimonio de la Humanidad. Dos millones de visitantes, un importante incremento en desperdicios y sobre todo imposibilidad urbana. Auténtica locura. Nadie esperaba esto. O al menos muchos creíamos que el reconocimiento de la Unesco no iba a tener ese impacto tan brutal empujado por un fin de semana festivo en algunas comunidades y el desbordante interés desatado.
Habrá que acostumbrarse a que lo que hasta ahora conocíamos como nuestras Fallas ya no serán nunca iguales, y que ese proceso de reconocimiento internacional va a significar un cambio relevante en la forma de afrontar en el futuro la fiesta, pero en todos los sentidos: comerciales, estéticos, turísticos, medioambientales, de movilidad… Ya nunca volveremos a vivir unas Fallas al estilo de los setenta, ochenta o noventa que es lo que uno recuerda sentimentalmente.
Siendo fallero de a pie, o sea, me gusta ver y vivir el ambiente de forma anónima y participar sin ruidos de algunas de las tradiciones, lo bien cierto es que he de reconocer que me acabo de declarar “fallero” ausente para 2018, como casi todos mis amigos. Vivir en esta ciudad ha sido agotador, cruel, inexplicable: una pesadilla. No tengo problema en mantener mi sentido de la hospitalidad y tolerancia, aunque comience a mantener ciertas dudas.
A partir de ahora, señores y señoras, hagámonos a la idea de que las Fallas son de las comisiones falleras y de la invasión turística masiva. Lo vivido este año es inenarrable en todos los sentidos. Espero que haya servido para reflotar economías de los establecimientos de hostelería, sobre todo los del centro, y como acicate turístico para el resto de estaciones, pero a muchos ciudadanos de a pie nos ha derrotado. Jamás podía alcanzar a imaginar que una ciudad podría sufrir tal transformación en apenas unas horas. Ni bicicletas, ni anillos, ni buses, metro o incluso acción peatonal. El Carmen, Ruzafa, primera y segunda ronda, terrazas, terrazas, terrazas, desmadre a la valenciana. Que tampoco pasa nada siempre y cuando se mantengan normas de urbanidad, educación a la que aún parece no haberse acostumbrado del todo quienes participan de la fiesta, tanto foráneos como autóctonos.
No puedo negar que la labor profesional de los servicios de limpieza ha sido más que digno y ejemplarizante por muchas críticas que hayan recibido. Son innecesarias y hasta exageradas. Cada mañana mi barrio, céntrico para más inri, estaba más que menos limpio, pero pasadas las huestes había que volver a comenzar. Los intentos de profesionalidad de las brigadas de limpieza -1.500 personas, según datos oficiales- hay que agradecerlos, pero no daban más de sí. Su brutal esfuerzo ha sido derrumbado, doblegado. El martes y miércoles aún continuaban en lo suyo. Y no creo que sea sólo ausencia de planificación. Cualquier fiesta a lo grande que se organiza trae resultados imprevisibles. Se llama “desurbanidad”, esto es, ensuciar también forma parte del paquete de la diversión.
Espero que los beneficios hayan sido realmente satisfactorios, aunque no todos opinen de la misma forma, desmanes incluidos e incumplimientos de bandos municipales añadidos. Era de lo que se trataba, pero convertir las Fallas en un mero y simple negocio temporal me preocupa. Muchísimo.
Venir a Valencia a vivir una experiencia única tiene su atractivo, pero ser preso de la anarquía es difícil de entender. Más aún cuando dedicamos el resto del año a construir y consolidar una ciudad amable, abierta y receptiva.
Han sido una Fallas brutales, locas, disparatadas, de asistencia inexplicable, ricas y recaudadoras. Pero sus conclusiones también han de servir para comenzar a pensar que esto ha cambiado definitivamente y va a ir a más. Nada será a partir de ahora igual. Hacia fuera, y más afuera todavía, el boca a boca es lo que funciona. Y como corra en plan descontrol o ejemplo de ciudad donde todo parece permitido, pues…disloque absoluto.
Así que habrá que comenzar a prepararse. Como también a imaginar alternativas. Si pagamos todos y vamos al puro negocio deberíamos encontrar fórmulas para una irradiación económica más allá de las rondas centrales.
Pero también tendremos que recurrir a opciones para evitar que el libertinaje no sea en el futuro una especie de revolución comercial sin orden ni sentido que acabe expulsando a quienes aún creíamos en una fiesta popular sin más y agradecida para el visitante. De pronto hemos entrado en la Champions. En la que solíamos jugar pero sin llegar a las fases finales. Es una metáfora. Pero aplicable.
Somos una ciudad receptiva y generosa con el visitante, pero ahora más abierta al mundo gracias a esa nueva ventana que nos han añadido, la de Patrimonio de la Humanidad. Quejarnos de carencias económicas para limpieza —un millón más de lo previsto, casi seis—, orden, seguridad y urbanidad bien podría llevarnos a plantear que quien nos vista, enturbia y ensucia sea también solidario en el propio mantenimiento de Valencia. Así que una tasa provisional, aunque fuera mínima, ayudaría a poder continuar manteniendo en orden esta ciudad. Y de paso a nuestra propia economía municipal.
No pasaría nada si nuestros gobiernos se plantearan aplicar cánones que nos ayudaran a recuperar lo antes posible la normalidad y la higiene, y donde todos fueran solidarios con nuestros impuestos o desfases económicos inesperados.
Quien ensucia, destroza y colapsa la vida ordinaria de los ciudadanos anónimos y solidarios, algo debería aportar. Convertir centros históricos, monumentos, alamedas, jardines, playas o paseos en zonas de absoluta locura y desparramo ha de tener un precio. Bastante cuesta al bolsillo de los ciudadanos todo un año el mantenimiento de una ciudad tan guapa como para que vengan en tres días los aliados de Atila y nos cueste otro pico recuperar su imagen. Si vamos por ahí, no sé de qué Patrimonio de la Humanidad hablamos. Más bien, de todo lo contrario. La tolerancia tiene sus límites.
Pero, prepárense para un futuro inmediato de invasión de franquicias rápidas, food trucks, mercadillos, churrerías, puestos de asados, picaresca y miles de negocios eventuales que nos van regalar como añadido nuevos problemas. Si no es que alguien comienza ya a poner remedio a la carrera. Pero el más madera porque somos Fallas de la Humanidad, simplemente no.