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el callejero

Taxis blancos, días oscuros

Foto: KIKE TABERNER

Subimos al coche de Javi Torres para recorrer una ciudad triste y en blanco y negro. "Esta tarde me he tirado dos horas y media parado", se lamenta mientras conduce por las calles lúgubres de València

29/03/2020 - 

VALÈNCIA. Kempes, Puchades y Mundo otean desde un balcón, dónde si no, el anodino discurrir de esta vida infectada. Es el balcón de Mestalla y un día cualquiera –¿acaso hay diferencias?– de esta tediosa cuarentena. Acaba de hacerse de noche y València es una ciudad en blanco y negro. Como tantas otras. Como si Uderzo se hubiera llevado con él todos los colores del mundo. No hay vida. Esta se oculta tras las cortinas, pues allí dentro es donde ahora transcurren los días. Fuera, por la tarde-noche, no hay nada. València es, como todas, una ciudad entregada a los taxistas, conductores de autobús y unos pocos riders que esperan aburridos en cualquier banco a llevar comida de no se sabe dónde. Y policía. Mucha, mucha policía.

Javi Torres es un maratoniano del taxi. Se despierta a las cinco, enciende el taxímetro a las seis y no lo apaga hasta que le ha arañado las últimas monedas al día. A veces a las ocho. Pero a veces también a las diez, apurando hasta el último minuto de las dieciséis horas permitidas. Trabaja más que el sol para cubrir las expectativas que se impone cada mes: pagar la factura de la licencia, la cuota de los autónomos, la letra del coche, la hipoteca y 400 ‘lereles’ de gasolina. Todo eso y una vida con su mujer, que es pensionista, y dos adolescentes. Leído así, de seguidilla, parece que hagan falta cuatro taxis para tanto gasto.

El virus, encima, le ha birlado las Fallas y le manda a casa los días impares. Así que hay que apretar el acelerador. “Yo no pierdo el tiempo. A mí me pone muy nervioso perder el tiempo”, explica este conductor valenciano obsesionado con ir sumando una carrera tras otra. Aunque ahora, en el ocaso del día, otro día, sean carreras en solitario. No hay alicientes en València, hoy una ciudad triste. Aquí, a diferencia de Barcelona u otras capitales, todavía no han irrumpido los jabalíes ni los pavos reales. Aquí, por la noche, solo hay gente paseando al chucho, ahora más que nunca, el mejor amigo del hombre (confinado). Transeúntes que caminan con los hombros encogidos, como queriendo pasar desapercibidos ante los implacables censores de balcón, siempre con el dedo en el gatillo de su lengua para acribillar al que pasea sin merecerlo.

Foto: KIKE TABERNER

A las 19.32 horas se encienden las farolas de la Plaza del Ayuntamiento. Javi, que lleva varios días viendo la plaza sin gente, la calle de la Paz sin gente, la Porta de la Mar sin gente, no presta atención a su entorno. En el asiento de detrás, en cambio, el cliente, después de muchos días sin cambiar de calle, parece que esté en un safari en Kenia. Las jornadas, para el conductor, se fraccionan más que nunca entre la mañana y la tarde. “Por el día aún hay faena, pero por la tarde... Hoy he estado dos horas y media sin coger un cliente. Pero es que el domingo me tiré casi cuatro horas. Por eso intento aprovechar la mañana al máximo. Hoy he comido a las cinco”.

El casco antiguo es un páramo y al Negrito de la fuente dan ganas de pararse a darle algo de conversación. Al menos las buenas noches. No hay garitos abiertos. Ni bares. Ni restaurantes. Allí no hay un alma. Javi, harto de tanto zigzag, escapa del Carmen sin preguntar y se marcha en busca de las grandes avenidas.

No parece muy preocupado por el coronavirus. No lleva guantes. Solo una mascarilla caída y una botellita de esos desinfectantes que duran minutos en los supermercados. “Yo, en realidad, soy muy hipocondriaco, pero mi mujer, que fue auxiliar sanitaria, me da mucha tranquilidad porque me dice que es como un constipado, que muere mucha más gente por la gripe. Y aquí, en el taxi, en ocho años nadie me ha pegado ni un catarro. Igual lo pasas y ni te enteras. Yo prefiero no pensarlo”.

Foto: KIKE TABERNER

De repente, interrumpe la conversación. Las lucecitas de un carrusel de seis coches patrulla le pegan un brochazo azul a la ciudad en blanco y negro. Están en la puerta del Clínico. Poco después, girando por el inicio de Blasco Ibáñez, nos sorprenden los aplausos. Ya son las ocho. También suena el himno de España. La vida se asoma a la calle por unos minutos. Ya casi no queda ni el recuerdo de Distrito 10, cuando València era una fiesta. Unas farmacéuticas salen con sus batas blancas a aplaudir a la calle al lado de la Quirón. Un poco antes de llegar a las universidades sin alumnos, los jardines sin enamorados enroscándose como culebras, el estadio sin goles.

En la zona universitaria no hay ni camellos. Siguen al tajo, pero también se han adaptado a los tiempos de pandemia. Evitan las tardes y las noches porque la ciudad parece bajo el toque de queda y es fácil llamar la atención. Prefieren las mañanas, más multitudinarias, para encontrarse discretamente. Algunos tiran de ingenio y se visten con monos de trabajo por si les para la ‘pasma’. Otros cargan con una de esas mochilas cúbicas de los riders para llevar la mercancia. Y la mayoría comparte un grupo de Whatsapp donde se informa de dónde está haciendo controles la policía. Los encargos, como si fuera papel higiénico, son más voluminosos para reducir el número de visitas.

Hemos llegado al mar. Allí, junto a la enorme Pamela de Manolo Valdés, tampoco hay nada. No hay corredores, ni ciclistas, ni skaters. Las Arenas es un hotel sin lujo ni clientes. Covid-19 no entiende de clases. Javi mira el hotelazo cerrado con un triste folio explicativo pegado con celo tras sus pequeñas lentes metálicas. Aunque tiene algo más que un par de ojos. De golpe toca un botoncito y una pantalla se apropia del espejo retrovisor. “Yo lo grabo todo. Por si me pasara algo. Hace un tiempo medio atropellé a una niña que me salió de repente entre dos coches. Fue en Nazaret y ahí te puedes meter en un lío. Pero vino la policía, vio las imágenes y se acabó el problema”.

Foto: KIKE TABERNER

Los marcadores del coche van avanzando. Veinte euros, veintiuno, veintidós... 180 kilómetros, 190, 200... Su Toyota Prius+ sigue de ronda periodística. Las cuentas empiezan a cuadrar. Son las ocho y media y el viaje se acaba. Hay más coches de la cuenta en Peris y Valero. Hay que parar. Un policía nos enfoca con su linterna y pregunta que adónde vamos. Recién terminada la respuesta, sin mirarnos, da una orden –¡circulen!– y se va.

–Javier, ¿ahora te marchas a casa?

–No, ahora me voy al 9 de Octubre, a ver si pillo algún cliente más.

Y arranca a por más carreras en solitario a través de la triste ciudad en blanco y negro. Hace aire, pero no molesta: todo el mundo está en su casa. 

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