VALÈNCIA. Magüi Mira (Valencia, 1945) pide unos segundos para ordenarse las ideas antes de arrancar la entrevista, porque en estos momentos hace malabares mentales con tres direcciones de escena en gira: su aproximación contemporánea al clásico de Blasco Ibáñez La barraca, con un subrayado de la crisis de vivienda actual y los desahucios; la reflexión sobre el poder a través de dos mujeres en Malditos tacones; y la que del 18 al 30 de noviembre la trae al Teatro Olympia, La música. Su adaptación del texto homónimo escrito en 1965 por la dama del desgarro amoroso, Marguerite Duras, supone el regreso de Ana Duato a las tablas tras 20 años de ausencia y el debut en los escenarios españoles de Darío Grandinetti. Pero sobre todo una muestra más de la inagotable necesitad de contar historias de la octogenaria directora y dramaturga, para la que el teatro es, sobre todas las cosas, un lugar donde gozar.
- Ana ha declarado que guardabas esta obra como un 'tesorito' desde hacía tiempo. ¿Por qué ahora?
- Marguerite fue una mujer que rompió moldes en Europa. No tienes más que recordar la película Hiroshima, mon amour (Alain Resnais, 1967), de la que fue guionista y con la que cambió la mentalidad de muchísima gente en ese momento. Fue una mujer libre, y siempre ha estado en mi cajón de los deseos. La música es una obra desconcertante y al mismo tiempo muy real sobre una mujer que descubre el placer del sexo. La trama se sitúa en el momento del reencuentro entre una pareja distanciada durante dos años que se vuelve a ver en un hotel para firmar los papeles del divorcio. Ahora hay firma digital, pero yo, en Valencia, me divorcié igual. Uno firmaba en el mismo sitio que se había casado.
- Pensaba que íbamos a hablar en profundidad del amor, pero parece que le das más importancia al sexo, que en otras entrevistas has calificado como droga.
- Es que la obra va de sexo. Esta mujer descubre la máxima temperatura del placer en una pareja. Comprueba que el sexo es la entrega salvaje y profunda, sin protección ninguna, cuerpo a cuerpo. Su marido la ha sometido a un matrimonio posesivo, con situaciones de celos, momentos en los que la ha espiado y maltratado -te diría, incluso, que hay violencia de género, con llamada de los vecinos a la policía-. Su relación se volvió muy brutal, no había entendimiento, pero no pueden evitar un altísimo voltaje sexual. Y esa noche lo vuelven a descubrir, pero ella no quiere volver a esa relación completamente dañina para ella. Como muchas de nosotras, ha vivido un proceso maravilloso en el que ha ido recobrando su identidad. Viene a descubrir que hay otra vida y ha de aprender a manejar esa libertad. Él la necesita para vivir y ella sabe que con él se queda sin vida.
- Ana Duato y Darío Grandinetti llevan años volcados en el cine y en las series, ¿cómo ha sido engrasar sus herramientas para regresar al teatro?
- Había una relación maravillosa entre los tres, pero nunca habíamos abordado ningún trabajo juntos. No es fácil, porque hay que encontrar un lenguaje común, ya que el teatro es suma, cada uno depende del otro. Hay que ir a la marca, igual que en el cine, establecer unos acuerdos manteniendo la verdad. Pero ahí está la magia y la belleza del arte escénico. Cada decisión la tomamos tanto a nivel emocional como físico. Ana es una mujer que tiene la delicadeza y la inteligencia para que puedas imaginarte que su personaje ha podido someterse a un hombre sin perder ese pulso de ser libre. Al final de cada función conquista al público. Darío es maravilloso, un grandísimo actor. Lo que aporta es fascinante, porque su personaje no asume ni entiende que ella ha abierto una ventana y ha visto un paisaje nuevo que quiere transitar.
- ¿Nos explicas el título?
- Sí, porque además no hay ninguna música... Marguerite considera que está escribiendo sobre la partitura del amor. Lo que quiere contar es la evolución de una mujer que al principio esperaba sentada a que su marido volviera, pero luego se atrevió a ir a tomar una copa a un bar para escuchar lo que le decían los camareros; después, se atrevió a meterse en la cama con un hombre que no era su marido; y finalmente, llega a descubrir que ya puede tomar sus propias decisiones y sentir el mismo placer que su marido y los hombres que va conociendo.

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- Para el montaje has elegido el Andante Opus 100, de Schubert, mientras que Duras se decantó por música de Beethoven. ¿Por qué?
- Porque, fíjate, con todo el amor y el cariño que le tengo yo a la Duras, lo que encontré en Beethoven era demasiado épico. Schubert me brindó la belleza que estaba buscando.
- ¿Cómo has afrontado su texto sin caer en el exhibicionismo o el culebrón?
- La Duras hacía de todo, menos culebrones. Y Ana y Darío están muy dotados inteligentemente hablando, así que en sus interpretaciones desaparece el culebrón, porque vas a la esencia de lo que quieren estas dos personas atadas por un sexo brutal. La atracción la ves, la palpas, pero no caemos nunca en el serial, porque hemos trabajado desde la belleza. Es poética pura, pero sin perder la crueldad -porque a veces hay momentos muy duros-, sin perder la verosimilitud. Y utilizo esta palabra, porque la verdad es la que ocurre en la calle: en el escenario es arte escénico. Somo un arte que no tiene número. El cine, por ejemplo, es el número siete, pero creo que si carecemos de él es porque lo llevamos en el ADN.
- La escenografía es muy sobria, el escenario está muy desnudo, ¿por qué has decidido apostarlo todo a los actores?
- Sí, no tenemos más que una mesa, ni siquiera hay sillas, pero el espacio suma porque resulta desgarrador, algo que fue y ya no es.
- Los personajes no comparten hijos, pero sí tienen dudas sobre qué hacer con los muebles.
- Efectivamente, los muebles son una metáfora. ¿Qué hacemos con los muebles? ¿A quién se los damos? ¿Te los quedas tú o los cojo yo? Es la manera que tienen de seguir hablando de nosotros, de si hay alguna posibilidad. Es un arma arrojadiza llena de simbología. Está muy bien que tú lo asocies con unos hijos que nunca tuvieron... Cuando vas a formar una pareja, lo primero que te imaginas es la casa donde vas a vivir, el nido con el que al final todas las especies vivas pueblan el planeta. Siempre hay un lugar que sueñas.

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- Hablando de poesía, los intercambios dialécticos en comedia son pura coreografía, con la cadencia en el tono, las réplicas y los silencios muy medidos. ¿Es similar en el drama?
- Se trabaja exactamente igual. Como te decía, los actores tienen que ir a la marca. Nadie improvisa, porque estamos poniendo en escena un viaje que hacen los dos de principio a fin: empiezan de una manera hasta llegar al final, que es el no encuentro. No obstante, todo eso hay que pactarlo exactamente igual. En ese pacto no quiero decir que no haya libertad: esa es la magia del teatro, que la libertad siempre existe, pero, lógicamente, hay una dirección escénica que es mi trabajo. Puedes tener un texto maravilloso y una idea maravillosa, pero si autoría, dirección, actores, espacio y luz no hacemos el mismo viaje, no hay armonía y no llega al espectador, que es de lo que se trata, porque trabajamos para el público. Estamos contando. Yo, por lo menos, lo que pretendo es que esta historia remueva y haga gozar al espectador, porque yo creo que, por encima de todo, el teatro es espectáculo.