Digan lo que digan, uno no es dueño de su cara. Tu rostro está en subasta. Cada cual ve cosas diferentes en ti. Es inútil luchar contra esto. Al final no queda más remedio que resignarse y aceptar que un desconocido te ponga cara de cura o de lo que sea
En este verano en que morimos de calor, tuerto de buenas noticias, si exceptuamos la maravillosa constatación contable de que el Barça es una ruina, algunas veces uno vive anécdotas chocantes que le alivian el tedio.
Estando de vacaciones en la ciudad de mis padres, que es también la mía, una tarde de este mes fui a pagar una persiana a una tienda de las de toda la vida. Es uno de esos pequeños comercios que pasan de padres a hijos y sobreviven milagrosamente teniéndolo todo en contra.
El dueño me estaba esperando. Era un hombre grandullón y miope, dado a pegar la hebra y con la retranca de algunos manchegos. La tienda estaba poco iluminada, casi en penumbra, por elementales razones de ahorro energético en un país en que el consumo de luz está reservado a las clases pudientes.
Después de intercambiar los saludos de rigor, el persianero dio por sentado que yo no vivía allí. Me extrañó la seguridad con que me lo dijo porque no llevo escrito el lugar de mi residencia en la frente. Le respondí que estaba en lo cierto, que yo vivía en València. Fui a pagarle para zanjar el asunto, y el hombre insistió en preguntar.
—¿Usted es eclesiástico?
Me quedé patidifuso tras escucharlo. ¿Eclesiástico? Hacía años que no había oído esta palabra y, por supuesto, nunca referida a mi persona. Tenía constancia de que el escritor Rafael Sánchez Ferlosio había publicado, antes de morir, una colección de ensayos con el título Altos estudios eclesiásticos, si bien no tenía intención de leerlo. Poco más podía añadir a mi relación con el adjetivo “eclesiástico”.
La verdad es que me hizo gracia que el persianero manchego viese en mí a un alto representante de la Santa Madre Iglesia. Si me hubiera llamado cura, quizá me hubiese molestado por lo prosaico del término, pero eclesiástico suena distinguido.
“En este tiempo sombrío para la Iglesia, en que los templos están vacíos, estaría dispuesto a tomar los votos a condición de no ser célibe”
Le saqué de dudas diciéndole que era un funcionario raso. Cierto es que profesaba la fe católica, añadí, y que de cuando en cuando iba a misa, pero esto no tenía nada que ver con ser ministro de la Iglesia. Él y su empleada me sonrieron, y no supe qué pensar. A lo mejor el persianero era un guasón y quería divertirse a costa de alguien, y yo, que me lo merecía por ser funcionario, había sido el elegido. Le pagué casi 400 euros por el trabajo y me despedí a la manera laica. Ya puesto podía haberle dicho: “Quede con Dios”. Pero sólo me salió un “¡hasta luego!”.
De regreso al domicilio paterno pensé en lo que me había sucedido. ¿Qué tenía yo para ser confundido con un cura? Con el bozal puesto sólo pudo verme los ojos y mi pelo corto sin tonsura. De mi ropa desenfadada tampoco podía desprenderse la condición de religioso. Iba vestido con camiseta muy ceñida y bermudas, y calzaba alpargatas. Quien me haya leído verá que soy contradictorio. Siempre he defendido la elegancia en la ropa, y ahora me vestía como un inglés paticorto de los que venían a Benidorm antes de la pandemia. ¡No tengo perdón de Dios por haragán!
Si mi ropa distaba de ser la de un clérigo al uso, de los que llevan clériman y alzacuello, ¿qué podía haberme delatado? ¿Mi papada frailuna? ¿Mi incipiente tripilla vaticana? (Es conocido que los clérigos son amigos del buen yantar.) ¿Qué no me apease del usted en el país del tuteo falangista? ¿O era tal vez mi tono bajo de voz, monocorde, como el que emplean algunos parrocos al rezar el rosario ante la feligresía femenina?
¿Qué había hecho yo para merecer una cara de eclesiástico?, me preguntaba mirándome en los escaparates de tiendas que se traspasaban. Entonces recordé que alguien había escrito que, alcanzada cierta edad, uno es responsable de su cara. En ella lleva escrita la tragicomedia de la vida. Cada fracaso, cada decepción, cada traición se refleja en el rostro, como hijos de Dorian Gray.
Narcisista como soy, de tanto mirarme comencé a reconocer al curita que pude haber sido. Ayudaban el pelo corto y canoso, la papada significativa y el rostro ovalado. Para ponerme en situación, comencé a leer la Biblia con voz meliflua, como la de un capellán de mejillas sonrosadas que hace bromas con sus hermanas, las monjas.
En este tiempo sombrío para la Iglesia, en que los templos están vacíos y escasean las vocaciones, yo estaría dispuesto a tomar los votos a condición de no ser célibe, como estaba permitido en los primeros siglos del cristianismo. No obstante, mi ejemplo sería Lope de Vega, que se ordenó cura después de la muerte de un hijo y su esposa, pero eso no le impidió seguir conviviendo con otra mujer, Marta de Nevares, en su casa de Madrid, que visité este mes y que os animo a conocer.
Así, cuando el próximo Papa se vea forzado a admitir el casamiento de los curas que lo deseen, me pondré a su servicio como ministro de la Iglesia, y defenderé, por el rito tridentino, la buena nueva del Evangelio en un continente en que los cristianos volveremos a ser una secta, como en los primitivos y buenos tiempos, aunque no serán emperadores romanos sino los hijos de los actuales talibanes (aquí los llaman de otra manera) quienes nos echen a los leones.