El gran día del Anunci del 55 Sexenni de Morella amaneció ayer, domingo, demasiado gris, demasiado frío, sintiendo esa ansiedad anímica que produce la celebración de una fiesta de seis en seis años. El viernes mis tres pequeños vivieron por primera vez la entrada de las carrozas a Morella en un estado de nervios extremo. Cuando las más de cuarenta carrozas comenzaron a asomarse por las torres de Sant Miquel y el Carrer La Font, la piel se pone chinita. Tremendamente erizada. El movimiento de estos vehículos engalanados, coloristas, llenos de vida, nos arrastra a la trampa sentimental de vivir la vida de seis en seis años. Porque se trata de esto. El periodo sexenal entre estas celebraciones engendra cierta melancolía por el paso del tiempo, nostalgia, y mucha tristeza por quienes ya no están con nosotros. Se encoge el alma pero, al mismo tiempo, se abren de par en par los corazones a esta plenitud vital de las fiestas morellanas.
Mis tres pequeños, Aimar, Biel y Quim, enloquecieron al subir a su carroza, a ese gran cohete espacial que les ha llevado al cielo de la gran fiesta, junto a sus padres y madres. Aunque los mayores vivieron separados en dos carrozas por cuestión de grupos de amigos y ‘quintas’. Además de la nave espacial, un gran terreno de juego de fútbol americano con un gigante y luminoso marcador, fue el otro espacio celestial de mi familia, de mis hijos y de sus parejas. Mis pequeños saltaron de alegría incontrolable cuando subieron a la, donde se guardaban ya esos numerosos sacos de 10 kilos de confeti, algunos abiertos para gozar de lleno de estos papelitos de colores. No existe mayor felicidad morellana.