El tiempo es el valor con el que comerciamos en el mercado capitalista. No me imagino al jefe de una tribu prehistórica diciéndole a sus cazadores: ¿Que ya habéis conseguido un mamut? ¿Pero si no hace ni dos horas que salisteis de caza? Venga, volved al trabajo que hasta las siete de la tarde no acaba vuestra jornada laboral… O a un hombre medieval en un mercado diciéndole a un alfarero: te compro seis horas dándole al torno. Obviamente, el alfarero lo miraría como a un loco y le respondería: mira, los botijos valen lo que valen, si quieres uno te lo llevas y si no me dejas en paz. Lo más parecido a comprar el tiempo de alguien era comprar su vida entera: esclavizarlo. Un mamut, un botijo o una persona tenían un valor. El tiempo, como tal, no.
Sin embargo, hoy día muy poca gente vende cosas tangibles. La mayoría vendemos nuestro tiempo sin ver nada extraño en ello. Conozco gente que pasa una parte de su jornada laboral calentando la silla. Navegando por redes, por ejemplo. No por pereza, sino porque su función no llena ocho horas diarias. Y sin embargo, las empresas los obligan a estar de cuerpo presente: ¡te pago ocho horas y haces ocho! Vaticinaba Keynes en Las posibilidades económicas de nuestros nietos (1919) que en 2030 trabajaríamos una media de 15 horas semanales. Que gracias a la creciente mecanización (y eso que no tuvo en cuenta la revolución digital) aumentaría la productividad y por tanto la riqueza, así que apenas tendríamos que trabajar y podríamos dedicar casi todo nuestro tiempo al ocio.
Pues bien, ya estamos en 2019 y la cosa no parece avanzar en esa dirección. ¿Qué falló en el pronóstico de Keynes? Pues básicamente que el ser humano no se conforma con nada: la ambición. Si una jornada de trabajo de 15 horas es rentable para la empresa, el empresario no se va a conformar con ser rentable: querrá ser asquerosamente rico, como tantos empresarios obscenamente ricos existen, con tanto dinero que no podrán gastar en toda su vida ni la de sus hijos y nietos. Así que no van a pagarte un buen sueldo por 15 horas, aunque les salga rentable: intentarán exprimir tu tiempo al máximo hasta salir en la revista Forbes.
Por otro lado la ambición del trabajador. ¡Han sacado un nuevo televisor de plasma con lucecitas! ¡Mi vecino ya lo tiene, debo conseguirlo para no ser menos! ¡Oh Dios, mi coche tiene seis años y mi cuñado va a comprarse un monovolumen, seré el hazmerreir de la paella del domingo! En fin, ya saben de qué les hablo. Queremos cosas, muchas cosas, tantas cosas como sea posible. De primera mano y caras si puede ser. No nos conformamos con cualquier cosa. Queremos un monovolumen grande para ir los fines de semana a un chalé grande a ver todo el día una tele grande porque estamos demasiado cansados para hacer y ver otra cosa. Los anuncios se cuelan en nuestro cerebro modelando nuestros deseos. En una sociedad consumista necesitamos medirnos los coches y las casas y los chalés y las teles a ver quién los tiene más grandes. Así que nadie va a conformarse con vivir una vida digna. Si no es un poco indigna, un poco caprichosa y contaminante y amoral, pues no nos llena del todo.
Por otro lado está el sistema: ese ente indefinido que suele arrimarse a los que más tienen. Imaginemos que trabajamos 15 horas a la semana. ¿Qué hacemos con el resto? Contaban los terratenientes de esclaverías americanas que si la recolección de algodón acababa debían buscar otras ocupaciones para los esclavos, aunque no sirviesen para nada. Porque su utilidad era mantenerlos ocupados el máximo tiempo posible. El tiempo libre te deja pensar. Un esclavo ocioso piensa en la revolución, en escapar, en librarse de sus amos. Un esclavo cansado se pone Telecinco para no pensar mucho y se queda medio dormido en el sofá.
¿Saben que es lo peor de todo? Que trabajamos 40 horas y parte del dinero que ganamos lo gastamos en pagar a gente para que haga lo que a nosotros no nos da tiempo a hacer. Calentamos la silla o hacemos obscenamente rico a alguien a cambio de que otra persona cuide a nuestros hijos o a nuestros padres. De que Glovo nos traiga un helado porque no encontramos tiempo para ir a tomárnoslo a la heladería. A cambio de que Amazon y el chico del supermercado nos traigan la compra porque estamos cansados para ir a comprar. De alimentarnos con comida basura o precongelada en lugar de dedicar una horita a cocinar de verdad… ¿Han calculado lo que cuesta todo esto que no podemos hacer por estar trabajando? ¿Todas estas cosas importantes que nos harían sentir mejor? Porque ha llegado la hora de plantearnos si nos compensa. Si queremos dedicar la vida solamente a trabajar dejando de lado cosas muy importantes que no hacemos mientras tanto. Porque el trabajo dignifica, vale, pero igual no tantas horas. Y no a costa de la familia o la salud
¿Que qué podemos hacer? Pues por ahora ponerle nombre al problema y decidir si queremos seguir así. Porque el cuerpo es sabio y hace tiempo que nos está avisando: dolores de espalda, estrés, ansiedad, mala hostia, bruxismo, caída de pelo y un exabrupto cada vez que suena el despertador. ¿Es eso forma de estar en el mundo? Y el diazepan no es la solución, que no les engañen. El diazepan es un parche. La solución es conseguir un poco de tiempo para nosotros. Igual es hora de hacer algunos cambios en nuestras vidas. Y si para ello hay que hacer cambios en el sistema, pues bienvenidos sean. Cada vez hay más gente que se está dando cuenta de que solo vivimos una vez y gastar todo el tiempo trabajando no es, tal vez, la mejor opción. Poco a poco debemos, entre todos, ir encontrando soluciones, que pasan también por nosotros, por cambiar ciertos hábitos de consumo: ¿de verdad nos compensa cómo vivimos? ¿De verdad vale la pena lo que nos cuesta –y no hablo de dinero sino de tiempo- todo lo que tenemos? Me temo que trabajar tantas horas nos hace más pobres. Diga lo que diga la cuenta bancaria.
(lo peor es que gran parte de los lectores dirán que este artículo no tiene sentido, que hay que trabajar, que vaya tonterías digo: nos han robado hasta la imaginación para imaginar una vida diferente a la que llevamos)