Estamos desprotegidos. Trafican con nuestros datos más personales. Ahora nos persiguen a través del teléfono móvil para vendernos todo tipo de mercancías con absoluta impunidad
No estamos a salvo de nada ni de nadie. Muy al contrario, estamos perpetuamente vigilados desde que pisamos la calle, controlados y hasta acosados comercialmente. Es posible que hasta nos roben la identidad. Es más, de un tiempo a esta parte tengo la sensación de que todo el mundo dispone de mis datos personales por muchas leyes “proteccionistas” que nos recomienden estar al tanto de dónde nos metemos cada vez que entramos en un diario digital o en una página de compra-venta. Imagino lo que será pisar digitalmente una red de contactos o de alegría visual. Un riesgo no, más bien un castigo vital sin fin.
Nos vigilan cámaras, alarmas y hasta trafican con nuestros datos más personales. Y nadie pone solución. Ni nos protege por mucho que nos digan que gracias al sistema estamos ampliamente seguros. Me río.
Durante varias semanas, por ejemplo, me ha perseguido un número de teléfono. Suena kafkiano, lo sé. Pero es cierto. De otros he conseguido finalmente zafarme aunque no sin discutir. Pero del último no lo he logrado hasta hace apenas unas horas de cuando escribo estas líneas. Al menos se han tranquilizado.
Aparecía una media de tres o cuatro veces al día en mi teléfono personal. A diferentes horas, nunca coincidentes ni repetidas. Tampoco continuadas. Además, no era oculto. Me facilitaba su número de identificación. Sin embargo, cada vez que yo llamaba para intentar aliviar mi curiosidad después de la insistencia daba señal de estar ocupado, lo que intensificaba mi deseo. Llegó a convertirse en una pequeña obsesión.
La cosa tenía su miga. Si yo contestaba, nadie se dirigía a mí desde el otro lado; si era yo el que llamaba, comunicaba y por tanto nadie me daba los buenos días, las buenas tardes e incluso las buenas noches. Ni siquiera podía escuchar un golpe de respiración que al menos hubiera dado un poco de morbo al asunto. Pero no podía dejar de contestar ya que consideraba que la llamada podía ser importante. De hecho, tanta insistencia sería por algo urgente, me decía a mí mismo ya somatizado interiormente el asunto. Pero no.
Al final descubrí que era una máquina y que aquella llamada sólo era para preguntarme la última vez que había acudido al dentista, si quería recibir un diagnóstico gratuito del estado de mis dientes y de paso si podía estar interesado en contratar un seguro dental o en su defecto uno para mi pareja por lo que recibiría otro gratuito de por vida para mi mascota. Tal cual. ¿Le puedo hacer unas preguntas personales?, insistió finalmente una señorita de voz dulce ante mi perplejidad pero sin dejarme contestar. Por sus dotes y facilidad de controlarme mentalmente desde la distancia, a buen seguro que habría recibido una profunda y completa enseñanza de cómo acosar a un anónimo a cambio de una ligera comisión en caso de lograr su objetivo: mi boca.
No dudo que estuviera haciendo su trabajo. De algo hay que vivir, pero el acoso tiene un límite y sus jefes deberían estar perseguidos o al menos los consumidores deberíamos disponer de algún instrumento inmediato para protegernos porque colgar no es suficiente y denunciarlos nos mete un problema añadido y además nos hace perder el tiempo. Así que funcionan con absoluta impunidad.
Hasta ahora había recibido ofertas de todo tipo, pero de salud bucal era la primera. He sido tentado por mi “asesor personal de telefonía”, mi “nuevo proveedor” de agua, me han preguntado cuántas veces se ha quemado mi casa y hasta me han sugerido hacerme socio de un club de buenos comedores con el primer plato gratis, pero preguntar con tanta guasa sobre mi estado dental era lo que se dice rallar la esquizofrenia después de tanta insistencia. Mira que se preocupan por mí, llegué a pensar ingenuamente.
Así que, con las mejores formas que pude le pedí a la señorita que, por favor, eliminara mis datos personales de su agenda y no me llamara nunca más. Como respuesta recibí que eso no podía ser posible porque era una máquina la que, bien programada, seleccionaba los números a los que debía de llamar en cada momento y que si tenía algún problema me dirigiera a una dirección que cuando quise apuntarla ya fue tarde. La conversación se cortó de forma abrupta. Sin embargo, le dio tiempo a asegurarme que si ellos disponían de mi contacto sería porque yo se lo habría facilitado. Y se quedó tan pancha.
La única solución que me han dejado es la de cambiar de línea para poder continuar disfrutando de cierta o supuesta intimidad. Por tanto tengo que convivir con dos terminales. Al menos hasta que todos mis contactos, que son bastantes, dispongan de mi nuevo número. O se olviden de mí.
No sé quien trafica con nuestros datos, pero hemos de ser conscientes de que así es. La pregunta es para qué queremos o nos engañan con tantas historias o leyes como la de Protección de Datos que como particulares nos condena pero como sufridores apenas nos deja margen de actuación.
La pregunta que me hago es cómo huir de tanto control. Cómo es posible que mis datos personales sean objeto de tráfico y sobre todo saber quién se beneficia con su venta porque entiendo que si circulan por ahí con tanta facilidad e impunidad es que alguien se ocupa de hacerlos circular y que por ello obtendrá un buen beneficio. No creo que sean tan tontos de regalarlos. El mundo está lleno de listos y a nosotros nos convierten en todo lo contrario.
Resulta paradójico que mientras nos encapsulan a base de medidas, normativas europeas de todo tipo que deciden hasta el calibre óptimo de un melón y la cantidad de agua que ha de recibir, nuestra intimidad esté expuesta y sea motivo de tráfico y mercancía. Y lo peor, nadie haga nada por evitarlo.