Todo empezó cuando un músico decidió vestirse de su cantante favorito como muestra de devoción, pero el fenómeno de las bandas de tributo ha crecido hasta convertirse en un negocio en el que el espectador acepta pagar gato por liebre y en el que el artista renuncia a su identidad a cambio de poder tocar en una sala
VALÈNCIA.- En la magistral película F for Fake (1973), Orson Welles utiliza el caso del falsificador de obras de arte Elmyr de Hory para cuestionar por qué vale más una pintura original que una copia. Cuando el arte está mediado por la técnica, quizá lo importante, nos venía a decir, es si estamos ante una buena o una mala falsificación. Salvando las distancias —porque este reportaje no habla de fraudes sino de imitadores—, la reflexión nos resulta útil para abordar uno de los fenómenos musicales más llamativos de la última década: la invasión de las bandas tributo. Las hay de todo calado: inspiradas en grupos nacionales o internacionales; en formaciones ya desaparecidas o en plena actividad. Abarcan todo el espectro musical: pop, rock, punk, blues, grunge... desde los Beatles a Amy Winehouse; hasta Héroes del Silencio o El Último de la Fila. Algunas bandas tributo se circunscriben a los circuitos amateur, mientras que otras están totalmente profesionalizadas y recorren el mundo llenando estadios y recaudando cifras millonarias por el camino.
Tenemos las bandas homenaje al uso, que se limitan a reproducir (concepto distinto al de versionar, que implica reinterpretar libremente una canción) el repertorio de un artista célebre. Pero el verdadero resurgir es el de las bandas clónicas, cuya fidelidad al original no se limita a la partitura, sino que engloba todo su arsenal estético: vestuario, peinado, maquillaje, movimientos escénicos y producción técnica del espectáculo.
Algunos han llevado la mímesis hasta el paroxismo. El documental argentino Mundo tributo (Adrián Fares y Leornardo Rosales, 2007) nos muestra a los miembros de Kissmanía empolvándose la cara antes de una actuación. Mientras se afeita los laterales de las sienes para simular las entradas alopécicas de Gene Simmons, el cantante nos explica con toda naturalidad cómo se hizo quitar el frenillo para poder desenrollar la lengua por debajo de la barbilla y reproducir el gesto escénico más característico del músico estadounidense. Otro caso extremo es el del doble de Freddy Mercury en el proyecto One & Dr Queen. Jorge Busetto —quien llegó a cambiarse la dentadura para parecerse más a su ídolo— asegura que cada vez que sale al escenario experimenta una epifanía: «Siento que Freddie me cuida, me guía, siento que me ve, y espero que se sienta orgulloso».
En la Comunitat Valenciana hay buenos ejemplos de bandas clónicas. Los miembros de Green Covers son capaces de transformarse en combos tan dispares como Radiohead, Muse o Coldplay, atendiendo siempre hasta el mínimo detalle. «Yo veo esto como un trabajo de interpretación teatral —explica a Plaza el cantante, Chen Torrijos—. Nosotros hacemos con grupos que admiramos lo mismo que hacen centenares de compañías cuando representan las obras de Shakespeare».
Creado en 2014, Green Covers ha realizado ya dos giras nacionales y prepara en este momento su nuevo proyecto: un tributo a U2 que se presentará por primera vez el próximo 28 de octubre en la sala Moon. Preparar este tipo de espectáculos requiere constancia, dinero y esfuerzo. Llevan sus propias proyecciones y ensayan con claqueta para sincronizar perfectamente sonido e imagen. «Aunque no sean nuestras canciones, hay que trabajarlas mucho para que sean creíbles».
Rafa Vidal es el guitarrista de Law Makers, banda surgida en 2010 para homenajear al fallecido cantante de heavy metal Ronnie James Dio (interpretando principalmente el repertorio que este firmó con Black Sabbath después de que Ozzy Osbourne fuese despedido del grupo en 1979). «Para nosotros es un divertimento. En vez de estar tocando pasodobles en una orquesta, con todos mis respetos hacia ellas, preferimos hacer esto». Vidal insiste también en el esfuerzo extra que conlleva este tipo de proyectos clónicos: «Tenemos que invertir en parafernalia, vestuario, incluso en guitarras que se parezcan a las que tocaban los miembros originales». «No es tocar y ya está, como cuando se hace una cover. Hay que clavarlo todo, porque te miran con lupa». La recompensa, reconoce, está en los cachés y el público potencial que recogen. Impensable en la mayoría de los casos para bandas contemporáneas con repertorio propio.
Jaime Lomas, alter ego de Mick Jagger en los Stoneds, también es consciente de la ventaja de partida que tienen al interpretar canciones de un grupo de largo recorrido como los Rolling Stones. «En nuestro público vemos gente de tres generaciones distintas, aunque la mayoría rebasan los treinta años», señala.
Sin poder considerarse una banda tributo como tal, la paródica Gigatrón —surgida en València a mediados de los noventa— fue sin duda una de las pioneras en España en el arte de meterse en la piel de otros. El grupo liderado por Charlie Glamour comenzó su andadura haciendo histriónicos homenajes a referencias «intocables» del heavy metal como Muro, Obús, Leño, Judas Priest o Manowar. A día de hoy, Gigatrón continúa girando por todo el país y ganando adeptos tanto dentro como fuera de las filas del rock duro.
Las bandas tributo han erigido a su alrededor un mundo propio dentro del sector de la música en vivo, y no son pocos los artistas de repertorio original que han dado la voz de alarma al observar cómo los programadores de salas demandan con creciente alegría los servicios de estos 'replicantes'. Existe otra corriente de opinión, sin embargo, que pone en duda que las bandas tributo estén usurpando espacio a las genuinas. El debate da pie a formular muchas preguntas interesantes que apuntan a la realidad de una industria, la musical, que anda por este siglo como un pato mareado: ¿Por qué las bandas tributo movilizan mucho más público que una con canciones propias? ¿Estamos atravesando el Sahara de la creatividad musical? ¿Será que de tanto escuchar que «el rock ha muerto» y que «todo tiempo pasado fue mejor», nos lo hemos acabado creyendo? ¿A quién aplaude el público cuando termina un concierto de The Musical Box, a Genesis o a los músicos que se baten el cobre sobre el escenario?
Paradójicamente, el auge de este tipo de bandas que deben su éxito al de sus grupos de referencia coincide con el periodo de la historia en el que la producción y el consumo de música es más amplio, diverso y asequible. Plataformas como Spotify, Bandcamp o Soundcloud permiten a cualquier persona con acceso a internet conocer decenas de bandas nuevas a diario. En caso de ser así, ¿a qué nos estamos enfrentando realmente?
Robe Iniesta, líder de Extremoduro y una de las voces más críticas con este fenómeno, ofrecía sus respuestas hace dos años durante una rueda de prensa: «Un indicio de lo mal que está la industria de la música es ver todos los grupos tributo que hay. ¿Por qué están triunfando tanto? Muy sencillo. La gente prefiere ir a un concierto en el que las canciones que se tocan les suenen y las puedan cantar, antes que ir a un concierto de un grupo, aunque sea muy bueno, porque no conocen ninguna canción. Antes, las discográficas tenían dinero y se ocupaban de colocar las canciones en sitios; hacías conciertos y tus discos se vendían en las tiendas. Ahora la discográfica no te hace ninguna promoción y apenas distribución». Huelga decir que Iniesta detesta saber que hay replicantes suyos por el mundo cantando So payaso y Jesucristo García: «Antes me corto las venas que escucho mis canciones cantadas por otros».
La posición de los artistas no es ni mucho menos unívoca. De hecho, existen lo que se llaman «bandas tributo oficiales»; es decir, aquellas cuya credibilidad y virtuosismo han sido refrendadas por los propios grupos originales. (No hay que soslayar tampoco el hecho de que los derechos que se derivan de las actuaciones en vivo van a parar a los autores).
Es paradigmático el caso de la presentación en España del disco How to dismantle an atomic bomb de U2. Tras visionar varias interpretaciones en directo de la banda tributo Please, Bono y los suyos dieron luz verde a Universal para ofrecer a sus clones barceloneses la oportunidad de defender ante la prensa y los seguidores los nuevos temas de su undécimo álbum. No es el único ejemplo de «bendición papal». Peter Gabriel asistió con su hijo a un concierto de The Magic Box para que se sintiese orgulloso «de lo que su padre hacía antes»; el ingeniero de sonido habitual de AC/DC ha elogiado la ejecución impecable de los españoles Bon Scott Revival, y el teclista de Dire Straits, Guy Fletcher, reconoció en una ocasión haber confundido una grabación de los gallegos Brothers in Band con su propia banda.
«No creo que le estemos quitando público a nadie. Es más, gracias a los tributos captamos fans nuevos para los grupos originales, porque llevamos su música a municipios o salas donde probablemente no irían a tocar. Por ejemplo, Fito (de Fito & Fitipaldis) diseñó el logo de una de sus bandas tributo. Si pensara que le están quitando trabajo no lo haría», reflexiona Elisabeth Francesch, fundadora junto con Miguel Rañé de la promotora Tinglado Management, que tiene en su cartera a más de cuarenta bandas de imitadores.
por un tributo se puede cobrar 1.600 euros, cantidad que un grupo con repertorio propio puede que nunca cobre
Según esta empresaria, las remuneraciones medias a este tipo de bandas oscilan entre los 1.200 y los 6.000 euros, cantidades que un grupo de jóvenes que defiende sus propios temas tardará años en ganar... si es que lo consigue. «Hay varias calidades de grupos a disposición de los clientes. Algunas bandas llevan ya mucho tiempo y piden cachés a los que muchos no llegan, así que si no puedes pagar a unos Smoking Stones, tenemos alternativas más baratas de los Rolling».
La existencia de las bandas homenaje a grandes grupos de la historia no es nueva, aunque su peso relativo —especialmente en España-— ha experimentado un crecimiento meteórico en los últimos cinco años. Las orquestas de verbena, con repertorios tan flexibles como para abordar desde un pasodoble hasta un éxito pop del momento, han visto en los últimos tiempos cómo algunos ayuntamientos prefieren animar sus fiestas patronales con un tributo a Abba para toda la familia. Basta fijarnos también en las programaciones de salas privadas de todo el país para detectar una inédita predisposición a contratar grupos cuya razón de ser es parecerse a otros.
El Casino de València y el teatro Olympia —que no son una guarida natural de hardrockeros precisamente— han acogido espectáculos de este tipo. El primero, ha programado a Thunderstruck (imitadores de AC/DC) o Spyplane (U2) e incluso pasa un cuestionario a sus clientes preguntando qué banda les gustaría ver homenajeada. Este verano, sin ir más lejos, la sala regentada por los hermanos Fayos programó en julio el musical We love Queen y a principios de septiembre Michael’s Legacy, en el que el valenciano Xim MJ se metía en la piel del Rey del Pop. Y esta es otra de las razones que llevan a un grupo a renunciar a componer temas propios y dedicarse a los tributos: el circuito es más amplio.
Pepe de Rueda, programador y gerente de la sala 16 Toneladas de València, ofrece su propia explicación a la proliferación de bandas tributo. «La vida del músico es dura, así que comprendo que haya gente que para ganarse la vida recurra a ellas. Hay gente que lo hace realmente bien, pero el problema es que se ha abusado mucho de esta fórmula y algunos se lanzan sin prepararse suficientemente. Algunos de los peores conciertos que he tenido en la sala han sido de grupos tributo que destrozaban temas buenísimos», recuerda. En todo caso, De Rueda considera que hay espacio y tiempo para todo tipo de conciertos. «De hecho, nosotros para el cierre de temporada, en julio, preparamos Dier dad! un homenaje muy sincero a Chuck Berry, con quince cantantes distintos y cuatro o cinco guitarristas».
Otra cuestión en la que incide este programador es que grupos tributo no roban público al resto del sector. «No es el mismo tipo de gente. La mayoría son personas que no van habitualmente a las salas de conciertos. Cuando quieren ver a una banda suele ser en grandes estadios».
Por supuesto, están las motivaciones meramente pecuniarias. «Ver a Coldplay o a U2 te puede costar 200 euros, y eso si tienes suerte de conseguir una entrada antes de que se agoten —calcula Chen Torrijos, de Green Covers—. Hay gente que no se lo puede permitir, y además, este tipo de bandas vienen a España cada dos o tres años. Nosotros ofrecemos la oportunidad de escuchar en directo esos mismos temas con una experiencia mucho más cercana».
En un contexto musical marcado desde finales de la década de los noventa por la recuperación de sonidos del pasado (ahí están el brit pop, el revival garage de los sesenta, la nueva new wave, etc.), no es de extrañar que la nostalgia suba enteros en el mercado. Todas las flechas apuntan a que la avalancha de las bandas tributo tiene aún cuerda para rato.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 37 de la revista Plaza