Crece la indiferencia hacia Dios. La mitad de los jóvenes españoles no son creyentes. Vistas así las cosas, la religión ha dejado de ser el opio del pueblo, si alguna vez lo fue. El pueblo ha sustituido la religión por el dogma tecnológico y una espiritualidad de baratijas
Por esas extrañas circunstancias de la vida me colé en la catedral de Valencia el Sábado de Gloria. Me encontré abierta su puerta románica a las diez y media de la noche. Cuando quise darme cuenta estaba pisando la tumba de Ausiàs March, el de "la carn vol carn". Desde un lateral del templo observé al cardenal arzobispo de València, Antonio Cañizares, concelebrando una misa con más de veinte sacerdotes. Cañizares estaba sentado, delante del altar mayor, en una silla majestuosa. Su cabeza se hallaba coronada por una mitra. Desde lejos parecía dormitar.
Pronto me percaté de la presencia de matrimonios muy jóvenes con niños que lloriqueaban en los carritos. ¿Eran neocatecumenales? En las primeras filas vi a feligreses ataviados con túnicas blancas que seguían la ceremonia sin parpadear. Todo tenía un aire extraño e inescrutable para quien desconoce los códigos de ciertas religiosidades ortodoxas, para un escéptico bienintencionado como yo.
Con sigilo fui avanzando por la nave central. A mis espaldas un joven leía el pasaje del Antiguo Testamento en el que Abraham está a punto de sacrificar a su hijo Isaac. Saqué el móvil e hice fotos. La gente, que sostenía cirios con sus manos, permanecía ajena a mis movimientos. La ceremonia, más allá de consideraciones teológicas, era de una belleza inusual en la vida civil, que ignora la importancia del rito, de la liturgia, de las formas consagradas.
Salí un poco aturdido de la catedral. Una mujer desgreñada pedía ayuda en la entrada. “¡Por favor, ayúdenme, duermo con mis hijas en la calle!”, gritaba como si fuera una cantinela aprendida y recitada desde hace siglos. Algunos turistas bárbaros pasaban a su lado sin prestarle atención.
La plaza de la Reina estaba concurrida a esas horas de la noche, pese al mal tiempo. La entrada inesperada en la catedral me trajo a la memoria una información reciente sobre la pérdida de religiosidad de los españoles.
Los católicos son aún mayoría, pero su peso es inapreciable en la economía, la política y la cultura. La Iglesia ha perdido la batalla frente al laicismo
El estudio Laicidad en cifras, 2018, elaborado por la fundación Ferrer i Guàrdia, revela que los creyentes representan el 69,5% de la población, mientras que “los ateos, agnósticos y no creyentes” alcanzan ya el 27%. Lo más destacado del informe es que el 48,9% de los jóvenes de entre 18 y 24 años se declaran “no creyentes”. La mayoría de ellos ha sustituido el dogma religioso por el tecnológico. Otros estudios de similar naturaleza agregan que Cataluña y el País Vasco encabezan el número de ateos, circunstancia del todo punto comprensible en comunidades nacionalistas donde Dios ha sido sustituido por el opio nacionalista.
De acuerdo con estos estudios, España ha dejado de ser católica o va camino de serlo, como pronosticó el masonazo de don Manuel Azaña. Esto se explica por la irrelevante influencia de los católicos en la sociedad. Puede que sean mayoría (de hecho, yo me incluyo entre ellos, con toda las cautelas), pero su peso es inapreciable en la economía, la política y la cultura. La Iglesia, que sigue controlando la escuela privada, ha perdido la batalla frente al laicismo, que es una de las puntas de lanza del marxismo cultural.
A mí, sinceramente, me parece una tragedia la indiferencia hacia Dios —dado por muerto tantas veces— y la religión. Lo vemos en los colegios públicos y los institutos, donde la mayoría de los niños y adolescentes desconocen quién fue Moisés y el significado de la palabra “evangelizar”. El analfabetismo religioso está más extendido de lo que algunos quisieran admitir. Y no sólo el religioso sino también el cultural, artístico e histórico. Si esos escolares van al museo del Prado, no entenderán nada de sus cuadros. Pero tampoco les importará demasiado.
El catolicismo como forma de vida, como palanca para situarse en el mundo, está cerca de su despedida, pero no hay nada serio que lo vaya a sustituir. El mesianismo tecnológico, el placebo democrático y una espiritualidad de baratijas carecen de su altura estética e intelectual. A diferencia de países como Francia y Alemania, en España no ha cuajado un humanismo ateo. No ha cuajado, entre otras razones, porque no hemos tenido una Ilustración como Dios manda, ni una Revolución francesa que cortase las imprescindibles cabezas.
El catolicismo ha regado la Historia de sangre y belleza, de amor y opresión, como gran empresa humana con sus luces y sombras, dejándonos como legado el Cristo de Velázquez, la Piedad de Miguel Ángel y la Divina Comedia de Dante. Sólo con estos triunfos estéticos estaría justificado su papel histórico.
Ahora cabe preguntarse qué dejaréis vosotros, los ateos y los agnósticos, a las futuras generaciones, a las que habéis privado de una brújula para manejarse en el misterio de la vida.
La respuesta es sencilla: nada.
Esto se acaba. La Iglesia católica se apaga como un cirio en una parroquia de barrio. La fe parece ser cosa de nuestros abuelos. Ir a misa es de sujetos extravagantes. La mayoría de los jóvenes pasan de la religión. Bastante tienen con el opio de sus pantallitas