Suelo cafetear previamente a que amanezca y despierto siempre antes que raye el día, poetizó en unos de sus versos Alberto Caeiro. Reconozco ante tanto desasosiego que leo al escritor lisboeta casi a diario. Sin ir más lejos, cercano a mí, también releo a otro heterónimo proyectado en el tiempo, el pastelero trotskista, por cuyos tweets ya no sé adivinar quién es quién. Todavía distingo el Tajo del Turia, pero cuesta diferenciar con serias dificultades a Pessoa de Lahuerta. Aprovecho estas líneas para felicitarle por haber ganado el Premi Lletraferit por Noruega, su segunda novela. Los dos son lecturas de cafetera. Lecturas de cabecera. Uno en papel y el otro de pulgar. La tarea es gratificante. Mejora la salud mental y física. En un tentempié dominical, postrado en una cafetería que frecuento cuando se puede y las olas del Mediterráneo lo permiten, conocí a José Miguel. Y no fue precisamente en el Café Lisboa. El hombre es un tipo discreto, de mediana edad, pausado, con pinganillo en la oreja y siempre abrigado con un chaleco ataviado de atuendos deportivos. Inicié con él una tímida conversación que acabó en una tertulia aderezada con guiños del pasado, alimentada de referencias históricas y despojada de reflexiones sobre la situación política de desengaño que viven sistemáticamente los ciudadanos de este país.
Muchos de ustedes habrán visitado el interior, bien para echar una carta, recoger un certificado, mandar un giro a sus compatriotas o reposar placidamente la digestión tras una comilona en una de las bancadas situadas en el centro del ágora, para observar con el cap inclinado la preciosa vidriera suspendida desde la bóveda que resplandece con el escudo de la ciudad. O también habrán esperado a un colega en las escalinatas del exterior para escuchar el clásico bando del mes de fuego: Señor pirotècnic pot començar la mascletà. Avanzada la conversación, José Miguel desvelaba un misterio bien guardado declarándose biznieto del arquitecto mayor del Palacio, Miguel Ángel Navarro Pérez. Le dije que tendría la ocasión y el espacio para escribir sobre ello. Como rastreador de historias anónimas de la capital, le prometí que a puertas del inminente centenario que vivirá el Palacio, inaugurado el mismo año (1923) que otro templo de la ciudad, Mestalla, Camp del Valencia, su madre Pilar, nieta de Navarro, podría leer esta misiva en memoria de su abuelo, autor y artífice de este bello parnaso de la libertad, que no ha sido otra que el poder recibir y enviar correspondencia libremente.