El pasado 15 de marzo, la Asamblea Popular Nacional de China (máximo órgano legislativo de la República Popular de China) clausuró las dos únicas sesiones que requirió para la aprobación de una nueva legislación de inversiones extranjeras. De sus 3000 diputados, 2929 votaron a favor. Esta mínima discrepancia es habitual, ya que un 100 % de votos favorables no solo es antiestético, sino también ridículo. Por todos es conocido que la Asamblea Popular Nacional de China no es el lugar donde se produce el debate político en torno a la redacción de las leyes, no es la sede del debate parlamentario a la manera occidental. Esta discusión tiene lugar de forma subterránea, discreta, pero no por ello menos despiadada, en una serie de diferentes comités y, en todo caso, escrupulosamente a puerta cerrada. Y esta preparación y cocina normativa puede extenderse durante años reflejando las sutiles pero a veces abismales diferencias de las distintas corrientes que existen dentro de Partido Comunista de China, siempre en pugna y siempre prevaleciendo unas sobre otras. Algo así como lo que se llamaba la democracia orgánica de la dictadura franquista.
En esta ocasión, el proceso se ha realizado en un tiempo asombrosamente récord, en solo tres meses. Este dato evidencia la importancia que tiene para el Gobierno chino esta normativa, así como su precisa oportunidad. Por otro lado, esta nueva ley va a reemplazar un bloque normativo esencial para el desarrollo económico de China y que ha sido clave en el crecimiento y el éxito sin precedentes del país asiático: las llamadas “las 3 leyes empresariales” que entraron en vigor al principio de los años 80 del siglo pasado. Ya desde 2014 —recién llegado yo a Pekín—, se inició el rumor (cosa muy habitual en China) de que se iba a producir un cambio relevante en materia de inversiones extranjeras. Como abogado de negocios, estaba especialmente interesado en que el sistema se liberalizase, ya que esto implicaría un inevitable incremento de las inversiones españolas, al facilitarlas. De hecho, ya en enero de 2015 el Ministerio de Comercio (Mofom) circuló un borrador de la nueva normativa que todos abogados extranjeros en China nos dispusimos a revisar con detalle. Se organizaron seminarios, presentaciones a clientes, se prepararon notas y, sin embargo, tras ese comienzo vibrante, el tema empezó a languidecer sobre todo por la falta de mayor actividad al respecto por parte las autoridades chinas durante casi tres años. Sin ningún aviso, otro borrador de normativa de inversiones extranjeras (curiosamente, más corto y más favorable a los intereses de los inversores extranjeros) volvió a publicarse por sorpresa en diciembre de 2018.
Sin duda, los acontecimientos se han precipitado y el Gobierno chino ha querido responder con esta nueva normativa de forma tranquilizadora a las críticas que recibía de Occidente. En efecto, el nuevo borrador y la fulminante entrada en vigor del nuevo texto tienen lugar precisamente en el momento álgido de la guerra comercial entre los Estados Unidos y China. Para Pekín era esencial dar respuesta a alguna de las demandas más que justificadas de sus socios comerciales, así como rebajar la tensión. En este sentido, la norma se sensibiliza con determinadas cuestiones que hasta este momento el Gobierno chino jamás había reconocido de forma expresa y oficial como problemáticas y contrarias al más elemental principio de reciprocidad que debería regir las relaciones entre los Estados. Me refiero a los flagrantes robos de secretos industriales por parte de empresas chinas o la transferencia forzada de tecnología, así como la vulneración sistemática por parte de empresas chinas de la propiedad industrial, por nombrar solo algunas cuestiones especialmente sangrantes. Por otro lado, es cierto que la nueva ley de inversiones extranjeras también aparca determinas disposiciones del borrador de 2015 que habían resultado especialmente inquietantes, tales como la expresa prohibición de las estructuras societarias que descansaba en las VIE (“Variable Interest Entities” que se usan habitualmente permitiendo el control indirecto de inversores extranjeros en determinados sectores que les están legalmente prohibidos por ser extranjeros y que se han utilizado sobre todo en el sector tecnológico) o la inaceptable disposición que permitía la intromisión gubernativa a través de una revisión basada en la necesidad de preservar la seguridad nacional.
Sin duda, se trata de una respuesta diplomática brillante de Pekín. Y, dentro de esta línea, se incardina la multiplicación de visitas a Europa de altos mandatarios chinos. Una de las más recientes y más relevantes a finales de marzo pasado fue la reunión en París del presidente Xi Jinping con el presidente de la Comisión, Jean Claude Juncker; el presidente de la República Francesa, Emmanuel Macron; y la canciller alemana, Angela Merkel, así como la visita final a la Eurocámara. Es razonable afirmar que uno de los temas que el presidente Xi Jinping habrá explicado a sus homólogos europeos es seguramente el de los cambios introducidos por su nueva normativa aplicable a las inversiones extranjeras. Y estoy seguro de que la reacción de sus anfitriones europeos habrá sido de prudente satisfacción.
A continuación y de forma muy resumida, haré referencia a algunas de las cuestiones novedosas que me han llamado más la atención de la nueva regulación. En primer lugar, se establece de forma clara la prohibición de la hasta ahora tan criticada transmisión forzosa de tecnología. Es cierto que el Gobierno chino nunca lo admitió, pero existía una práctica perversamente extendida por parte de determinadas agencias administrativas chinas de obligar a los inversores extranjeros a la transferencia forzosa de tecnología a su socios chinos locales como el precio a pagar para la entrada en el mercado chino. Esta situación parece acabarse con la nueva normativa de inversiones, que —invocando principios voluntarios de cooperación empresarial— procede a su prohibición. En segundo lugar, se establece un genérico principio de no discriminación y de igualdad de tratamiento aplicable por igual a los inversores extranjeros y a los chinos. Se trata de un cambio de enormes consecuencias que va a contribuir a incentivar las inversiones extranjeras en China, haciéndolas más competitivas y más seguras. Sin embargo, este principio no se aplicará a aquellos sectores y actividades que todavía se incluyen en las llamadas listas negativas todavía vetadas a los inversores extranjeros y que son estratégicas (sectores como los negocios por internet o actividades financieras en la sombra, y una todavía larga lista de actividades restringidas en las que la participación extranjera es limitada). Es cierto que las autoridades chinas se han comprometido a la progresiva disminución de esta lista, pero esto es algo que todavía está pendiente. Y, en tercer lugar, se introduce una restricción al derecho del Gobierno chino a expropiar las inversiones extranjeras, ya que, salvo en circunstancias especiales, se obliga a la Administración al pago de un justiprecio justo. De esta forma, se trata de poner los principios para equiparar la potestad expropiatoria del Gobierno chino —hasta ahora exorbitante— con la de otros países serios.
Son, sin duda, buenas noticias para hacer negocios en China, para contribuir a la apertura de su economía y para contribuir a reducir la excepcionalidad del país asiático y equipararla con otros economías avanzadas. Sin embargo, se ha criticado que la nueva normativa adolece todavía de ambigüedades (premeditadas o no), de imprecisiones y de vacíos en relación con cuestiones que preocupan a los inversores extranjeros. También inquieta que el enunciado de los principios de dicha norma deba necesariamente ser objeto del pertinente desarrollo normativo, por lo que, en muchos aspectos, se ignora todavía cual será la forma final y efectiva de ellos. Como siempre respecto de China, seguiremos atentos para confirmar que los cambios propuestos son una realidad.