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el callejero

Un hombre de celuloide

Foto: KIKE TABERNER
11/10/2020 - 

VALÈNCIA. Una aceituna parece burlarse de Antonio Llorens, que intenta pincharla con la torpeza de un torero malo y solo consigue pasearla por todo el plato. Ya ha empezado a responder las preguntas con referencias cinéfilas y de cuando en cuando alza la voz y se pone a cantar con la misma naturalidad que su risa estentórea, que el mundo del cine ya identificaba de inmediato, atronaba en las salas de los festivales de Cannes, Berlín, Venecia o Locarno.

Acaba de volver del de San Sebastián, donde ha disfrutado de la última obra de Woody Allen, que es su debilidad, y casi se ofende cuando le pregunto si reconoció todos los guiños que hace el estadounidense, pasando el plano al blanco y negro, a los grandes directores europeos. "¡Los pillé al segundooooo!", exclama. Porque de Antonio Llorens se dice, y él presume de ello sin rubor, que es el valenciano que más sabe de cine.

Antonio, que ha sido crítico, programador y hasta director, es el quinto de cinco hermanos, el pequeño que acompañaba a la abuela Angeleta al cine en el Cabanyal. Un niño que estudió en Agustinos -"solo rodeado chicos", se apresura a matizar-, que era buen estudiante y que no paraba de hablarle a sus amigos (incluido Pedro Uris) de películas, de actrices y actores, de canciones y de ese mundo que el cine es capaz de despertar en las cabezas de los niños imaginativos. Su padre trabajaba en Tabacalera e inflaba la economía familiar con las cajetillas de estraperlo, mejores que las del estanco, "donde vendían tabaco mezclado con ramas". Y entonces pasa a describir una escena de los Hermanos Marx en la que Harpo intenta encenderse un cigarrillo con el teléfono y Chico le dice que es imposible, que es una estaca.

Su abuela y sus hermanos mayores fueron quienes le aficionaron al cine. "Aunque mi abuela era más de Bayarri que de Turia (las carteleras). El señor Bayarri, por cierto, es el responsable de que naciera la Turia, que ya nadie se acuerda. Nació porque en la calle Caballeros había bajos que eran oficinas de alcance. Entrabas y decías 'quiero estampas para un bautizo', te sacaban a elegir y elegías una. Miguel Zamit, un hombre que tenía una imprenta en Meliana, le dijo a Vicente Bayarri, que era su compañero de puerta, si imprimiría su cartelera en la nueva máquina que había comprado. Este le dijo que sí, pero luego se echó atrás y entonces buscó en los círculos universitarios a gente que quisiera hacer una nueva cartelera. Allí encontró a Enrique Pastor, Manolo Mantilla, Julio Guardiola, que era psiquiatra, y José Aibar".

De aquellas primeras películas de la infancia recuerda tanto las escenas y sus artífices como el rostro de la abuela Angeleta. "Se aprendía mucho viendo su cara. El cine era muy importante porque no había televisión. Pedro Uris, que ya era amigo mío en el colegio, me envidiaba porque yo veía todas las películas y él, como era el mayor, no podía salir de casa", explica para detallar cómo eran las familias entonces.

Cuando vivían en la Gran Vía Fernando el Católico solían ir al Versalles, Español, Savoy, Price... "Están todos desaparecidos", dice sin excesiva nostalgia. Y en el Cabanyal, al Imperial, el Lírico... "Yo también hacía de carabina de mis hermanas, mis primas y amigas". Y entonces recuerda una de esas tardes de 'vigilante' de esas parejas que buscaban la oscuridad con deseo, cita Tú a Boston y yo a California y se arranca a cantar a voz en grito, en medio del bar, una canción de la banda sonora de esta película de 1961, cuando él tenía nueve años.

A su lado, Vicent Llorens, su ahijado, le pide que baje la voz y, en un contrasentido, rellena las copas de vino blanco. Aunque, en verdad, nadie se ha inmutado, como si aquello, en lugar del bar Richard, fuera un txoco de San Sebastián. A Vicent se lo dejaron, de bebé, una vez a su cargo. Cuando los padres, Vicente y Celia, volvieron de cenar, se encontraron a Antonio durmiendo como un tronco sin inmutarse por el berrinche del bebé que tenía bramando a su lado. "No volvieron a dejarme un sobrino nunca más", explica divertido Antonio, que no tiene hijos y que nunca quiso formalizar sus relaciones.

Es más, ni siquiera se considera monógamo. "No lo soy. Para nada. Yo nunca me casé, con respeto a todos los que se casaron, pero yo no creo en eso. Las mujeres de mi vida preguntaban antes". Antonio empieza a divagar, a combinar su explicación con una referencia a una película. Se pierde en una explicación, se enreda y al final, abruptamente, vuelve al inicio y sentencia: "Monógamo no soy".

Una memoria prodigiosa

Desde niño tuvo facilidad para memorizar todos los datos relativos a una película. Y del mismo modo que hoy le cuesta encontrar palabras como carabina o estraperlo, no duda a la hora de reproducir diálogos exactos y nada convencionales de películas, los años en que se estrenaron o qué secundarios aparecían, aunque fuera brevemente. "Ahora que me están viendo los neurólogos, dicen que el cerebro tiene unos límites, que todos tenemos desgastes y tendencia a olvidar cosas. Se me olvidan las palabras pero en cambio en cine, ahora que está IMDb con las fichas de las películas, no se me olvidan".

El niño que iba al cine de la mano de la abuela Angeleta quería dedicarse a la industria, pero en aquellos tiempos esa aspiración era una quimera en una familia de clase media-baja de los años 60. "Carles Mira (el director y guionista valenciano), al que entrevisté en 1977 en la Turia, me dijo que para dedicarme al cine tenía que ser el hijo malo de una familia buena". Ahora interviene su sobrino para recordar un libro de Abelardo Muñoz en el que cuenta que los cineastas independientes "eran hijos de familias bien, como el hijo de Luis Puig".

Antonio, que tiene un ojo ligeramente estrábico, no juró bandera en los años de la mili por la vista. Aunque recuerda que estuvo en el Hospital Militar con las monjas y que una andaluza cantó con él el himno de la coronación de la Virgen de los Desamparados. Y casi sin acabar la frase, se suelta, otra vez a grito pelado: "La patria valenciana...".

A unos metros del Richard, nada más desembocar en la calle Quart, en el número 23, estaba antiguamente la Filmoteca, donde encontró su primer trabajo junto a Luis García Berlanga y Florentino Soria. Un rato antes ha pasado por delante y se ha parado en la puerta con ese andar pesaroso de unas piernas que primero han sufrido para subir las escaleras del Rialto. Eran los tiempos en los que no existía internet y todo se fiaba a los libros, las fichas de las películas y la memoria de gente como Llorens. "Paco Rabal dijo una vez en un coloquio en Málaga: 'Antonio Llorens lo sabe todo", recuerda imitando la voz del actor murciano.

Hubo un momento en su vida, de adolescente, que tuvo que ponerse a trabajar para ayudar en casa. Así que cogió a su padre y le preguntó: "¿Estudio o trabajo? Porque las dos cosas no puedo hacerlas". Y aquel hombre le respondió que la elección le correspondía a él. "Es tu futuro", le soltó. Y ese mismo verano, con 16 años, entró en el Banco de Vizcaya como botones.

Poco a poco fue mejorando su posición en la entidad. Luego vino una excedencia y su entrada en la Cartelera Turia, donde se acabó convirtiendo en uno de los pilares y donde se ganó el apodo del hombre tranquilo. Allí desplegó su sabiduría y aplicó su criterio cinematográfico sin mirar a los lados, sin pestañear cuando alguien le increpaba porque le había puesto un uno a Qué bello es vivir y la misma puntuación a Torrente. Estuvo 41 años en la cartelera haciendo de todo: crítica y artículos de cine, viajes a los festivales... y entró en el consejo de dirección de la Turia junto a los hermanos Antonio y Vicente Vergara y Vanaclocha, que era el director. Llorens se centró en las películas y les hizo ver la necesidad de viajar a los festivales y mezclarse con la gente del cine.

La Turia, una cartelera con una influencia tremenda en la ciudad, con muchos cinéfilos eligiendo las películas en función de la puntuación que les otorgaban Antonio Llorens y otros, fue su vida. Pero también estuvo como jefe de programación de los cines Albatros. Ahí seleccionaba los largometrajes que se proyectaban y convenció a los propietarios para que se pasaran en versión original, algo muy poco frecuente en València.

Antonio Llorens no tenía estudios y a muchos de los que les fastidiaba su erudición y su influencia intentaban insultarle recordando su bagaje académico. Pero él insiste en que todo está en el cine. Y a él, de paso, le valió, festival va, festival viene, para aprender francés e italiano.

Han sido varias décadas sin faltar a ninguna de las semanas del cine en España y a las más importantes de Europa. Llorens era un clásico y campaba por los festivales casi como si fuera uno de la organización, como recoge El Paseante, un documental en el que se sigue al crítico por todos estos certámenes de cine viendo películas, disfrutando de sus fiestas, donde reforzaba su vínculo con todos, y soltando grandes vaharadas de los Fortuna mentolados que siempre llevaba en el bolsillo de la camisa. Ya no fuma pero sí recuerda que eligió este tipo de tabaco, el mentolado, porque era el que consumían Paz Alicia Garciadiego, que era la guionista de Arturo Ripstein, y Francesc Betriu. Antonio no lo sabe, claro, pero al día siguiente de esta entrevista morirá el director de La Plaça del Diamant. El tiempo corre y él, que ha vivido siempre como ha vivido, ya no fuma y ha adelgazado mucho por exigencias médicas.

Antonio volvía de los festivales con una buena crónica y varias películas para los Albatros bajo el brazo. "Yo iba a los festivales a ver cine y a conocer a la gente. Por ejemplo, en Valencia, en Cinema Jove, estuvo el director de Pinocchio, Matteo Garrone, y yo le hablaba en italiano. Ahora es amigo mío". O los críticos de otros países, con los que también entabló una gran amistad.

No le gusta ver series

Cannes es su festival predilecto y la última película que ha visto es la de Fernando Trueba con guion de su hermano David: El olvido que seremos. En la lista de directores más admirados no falta Woody Allen, de quien está ahora leyendo su biografía. Pero hay otros, como José Giovanni. Y de los españoles, Luis García Berlanga y Chus Gutiérrez. "Woody Allen, José Giovanni y Chus Gutiérrez tienen una cosa en común: arriesgan". También fue el primero que se atrevió a distribuir una película de Michael Haneke, hoy director de culto. Al austriaco, asegura, le hicieron él y Sigfrid Monleón, para la Turia, su primera entrevista en España.

Tal era era el peso de la Turia que el grupo Prisa intentó comprarla. No cuajó, claro. Los intereses de unos y otros eran prácticamente opuestos y aquello quedó en un motivo para hacer chistes .

"Vivía muy bien", suelta de repente este amante del cine que jamás lo traicionará con la nueva moda de las historias fraccionadas. "Paco León me dijo que no me podía perder las series. Y yo le contesté que no las puedo ver porque son 400 o 500 minutos. Hasta 100 o 200 puedo aguantar pero 400 no aguanto ni loco. En televisión se emite un capítulo cada semana y eso se ve de otra manera, que es como al cine al principio, que era cine de aventuras. No te puedes acostumbrar a ver series si has visto cine".

Antonio habla casi siempre con un semblante adusto. Pero hay momentos en los que su rostro muta en el de un niño que sonríe pícaro antes de soltar una broma. Otras recuerda a compañeros que ya no están. Le pregunto si se le han muerto muchos, pero él se queda solo con uno. "Se me ha muerto, sobre todo, Aute. A él le mandé la única banda sonora (suya) que no tenía, la de La viuda andaluza, de (Francesc) Betriu". Y entonces vuelve a arrancarse: "Hasta cinco varones logré tener en un día y ahora estoy seis meses sin cazar compañía...".

Ha llegado un momento de la conversación en el que Antonio se vuelve ingobernable. Va y viene por donde él quiere. Ahora habla de los hermanos Marx y de que, a lo largo del tiempo, la gente empezó teniendo a Harpo como su favorito, que luego descubrió la agudeza de Groucho y que, está convencido, acabará rindiéndose al papel más discreto pero imprescindible de Chico. "Él es el tercer clown porque es el que les pone en contacto a los otros dos. Y cuando se descubra, aunque aún tardará un tiempo, será el más valorado. Es el que propicia todo. Los Marx son maravillosos...".

La pregunta de su monogamia le sigue rondando en la cabeza y entonces, tras hablar de los hermanos Marx, la retoma: "La decisión de no ser monógamo viene de Jules et Jim (una película de François Truffaut); es una decisión meditada y decidida. Las películas entonces eran la base de la conducta. Truffaut me enseñó que se puede no ser celoso y yo no lo he sido nunca. ¿Y por qué no soy celoso? Porque no he visto ninguna película ni ninguna historia en la que el celoso sea el ganador. Solo es un sufridor".

Acaba la comida y sale a la calle del brazo de su ahijado. Antonio no tiene carnet de conducir pero siempre ha tenido gente cerca dispuesta a llevarle donde él quisiera. Va camino de su casa, donde ya no hay pilas y pilas de películas y libros. No le hacen falta. Las tiene todas en la cabeza. Su gusto no ha cambiado y da igual lo que diga la masa. "Tarantino es un farsante", escupe antes de despedirse. Antonio y Vicent caminan despacio hacia la calle Quart. El tío deja caer su peso sobre el brazo de su sobrino. Y así, de espaldas, perdiéndose hacia el horizonte, da la sensación de que en cualquier momento vaya a salir el The End.

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