Ni los elementos musicales ni los escénicos tuvieron entidad suficiente para sostener una partitura ya resentida por la transcripción
VALENCIA. Muchas causas concurrieron este viernes para malograr el primer concierto de abono en el Palau de la Música. Tras una sinfonía de Manuel Palau que pasó sin pena ni gloria, se abordó la ópera Goyescas de Granados. Es decir: la versión que su creador extrajo de la maravillosa obra homónima para piano -y de alguna tonadilla no menos seductora- añadiéndole páginas, como el Intermezzo, que se han hecho bien populares.
Viene a cuento aquí el dicho italiano: traduttore, traditore (la traducción traiciona o puede traicionar), porque las transcripciones (traducción de lo escrito para un instrumento a otro, o de un instrumento a una orquesta) arruinan con frecuencia las partituras. Hay excepciones, naturalmente: Ravel se contaría entre los escasos compositores con capacidad para orquestar, sin pérdida alguna de sustancia, lo que no estaba pensado para orquesta. Pero Granados no es Ravel, y sus Goyescas resintieron el cambio.
El genio de Granados encontró en el piano y el canto unas herramientas singulares para expresar su particular visión acerca de Goya, una visión quizá anecdótica, pero no por ello menos sincera y llena de vida. Entre otras cosas porque la música con la que se vierte es expresiva y chispeante, y porque brota del piano con una naturalidad pasmosa, como si los sonidos nacieran ya con el color de este instrumento y ningún otro les conviniera. También la voz humana le sirve de vehículo, siendo capaz, en algunas de sus tonadillas, de concentrar en su interior pequeñas pero intensas escenas, en la estela de las miniaturas creadas por el Lied centroeuropeo, pero con un colorido que, ahora sí, puede evocar ciertos contornos de Goya.
Poco de esto consiguió trasladar el compositor de Lleida desde la partitura para piano a su ópera Goyescas. Se dirá que, con todo, tiene varios momentos muy hermosos. Y es cierto. Pero un aluvión de problemas parecieron conjurarse para no poder disfrutarlos. En primer lugar, la escasa –por no decir nula- entidad dramática del libreto, firmado al alimón por Fernando Periquet y el propio compositor. En segundo, la pésima articulación de solistas y coro, a los que, aun cantando en castellano, no se les entendía nada. Tampoco se utilizó el sobretitulado que otras veces ofrece el Palau, ni se incluyó el texto del libreto en el programa de mano. La breve sinopsis que facilitaba este resultó bastante ilegible en la penumbra de la sala, todavía más con el nuevo color verdoso y poco contrastado del tipo de letra. En definitiva: quien no conocía la historia, se quedó a cuatro velas.
La puesta en escena había despertado mucha ilusión en la concejalía de Cultura. Glòria Tello, que también es presidenta del Palau de la Música, declaró sentirse "molt il·lusionada amb esta temporada tan especial, carregada de qualitat i de propostes noves". Y añadió que "l'hem iniciada per primera vegada en l'abonament del Palau, reunint música i escena, començant un nou cicle que agradarà moltíssim als melòmans i també al nou públic. Com sabeu esta temporada obrim les nostres portes perquè volem que el Palau de la Música siga la casa de totes i tots". Se completará "amb una simfonia del nostre gran compositor Manuel Palau, a qui volem recordar quan es va a complir el 50 aniversari de la seua mort".
Posiblemente, tales ilusiones quedaron truncadas tras la sesión del viernes. Se contrató a una coreógrafa, dos directores de escena y una pareja de bailarines para hacer una versión semiescenificada de Goyescas, algo bastante difícil porque el escenario estaba al completo entre la orquesta y el coro, teniendo que acoplarse los personajes al escasísimo espacio disponible. La puesta en escena se limitó entonces a un subir y bajar por las escaleras laterales (el único sitio que aparecía libre para transitar), unos focos que cambiaban de color sin saber muy bien por qué, un vestuario espantoso y una danza que, en el mejor de los casos, se ganaba el calificativo de sosa.
Todo ello se hubiera podido soportar, sin embargo, si voces y orquesta hubiesen funcionado bien, compensando al melómano con la golosina que más valora. Pero no fue así. La orquesta, dirigida por Cristóbal Soler, presentó una sonoridad desabrida. En la Coral Catedralicia el empaste brilló por su ausencia, pero no los desajustes. Los solistas que encarnaron a Rosario y a Fernando, por su parte, lucieron unos registros desiguales, una tirantez notoria y una técnica vocal bastante pobre. Cristina Faus se desenvolvió bien como Pepa, con un instrumento redondo y bien proyectado, aspecto este último compartido con Carlos Daza (Paquiro).
El Palau de la Música lleva haciendo óperas en versión de concierto o semiescenificadas casi desde sus inicios, a pesar de las limitaciones que impone una estructura de la sala pensada para la música sinfónica y, por tanto, carente de foso y de maquinaria escénica. Cuando no había en Valencia un teatro de ópera, el hacerlo tenía sentido como mal menor. Pero desde que Les Arts entró en funcionamiento, la ópera en el auditorio de la Alameda sólo debería programarse, de vez en cuando, como un saludable ejercicio para que la Orquesta de Valencia no perdiera las notables habilidades adquiridas en el acompañamiento de la voz. No puede hacerse, sin embargo, cualquier título ni de cualquier manera. Porque montajes como el del viernes no generan un público nuevo, por más que digamos del auditorio que es “un Palau obert”. Más bien provocan el rechazo de los ya asiduos.
Las producciones escénicas cuestan dinero, incluso las más modestas. Y la gente, por otra parte, ya no está dispuesta a tragarse un espectáculo con cuatro foquitos y dos mantones de Manila. Mucho más dignas –y más baratas- son las clásicas versiones de concierto, con unas limitaciones que denotan, ya desde el rótulo, una radical falta de pretensiones en el aspecto teatral. Ha habido algún caso, sin embargo, de montajes escénicos más que aceptables en la misma sala. El recuerdo de El martirio de San Sebastián, (Debussy), por ejemplo, en la versión firmada por La Fura dels Baus, acompaña a todos los que tuvimos la suerte de presenciarlo en noviembre de 1997.
Pero ahora no hay dinero para tales fastos. Hágase entonces aquello para lo que fue construido el edificio, y para lo que dispone de los mimbres adecuados: música sinfónica, de cámara (cuyo ciclo, desaparecido, atraía a un público muy distinto del de la Sala Iturbi) y solistas. Dejemos de lado los embrollos escénicos, puesto que ya se ocupan de eso en Les Arts, y porque las puestas en escena son lo suficientemente complejas como para arredrar a cualquiera que no desconozca la dificultad del cruce entre música y teatro.