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el callejero

¿Una cerveza? Pues toma una mía

Foto: KIKE TABERNER
18/04/2021 - 

La casa de Ignacio Núñez es una de esas casas en las que la televisión está puesta sin que nadie le preste atención. Se suceden los vídeos musicales como si estuviéramos en los 90 mientras este joven de 32 años pasa por delante sin apagarla ni mirar qué demonios están emitiendo. En la pared de enfrente del televisor, al otro lado del salón, hay una pequeña cava refrigerada llena de botellines. Son de cerveza EMI, su cerveza. Porque Ignacio, que no Nacho -"a mí me gusta Ignacio", apostilla-, elabora él mismo la cerveza que se bebe en su casa.

Su casa, en realidad, es la casa de Reme, su madre, quien no solo lo aguanta en su hogar sino que, además, ha probado todos los brebajes que ha estado sacando su hijo de la olla desde que llegó la pandemia. "Mi madre es la catadora oficial", sigue la broma Ignacio.

A él le habían regalado en Navidad un kit para hacer cerveza en casa. Ignacio lo recibió, fingió una cara de entusiasmo y lo tiró en un armario. Cuando llegó el confinamiento y el aburrimiento se expandía a la misma velocidad que el virus, Reme empezó a hacer limpieza por toda la casa y comenzó a deshacerse de todos los trastos inservibles que se iba encontrando. Cuando topó con el kit, se fue a por Ignacio y le lanzó un ultimátum: "O le das uso o lo tiro".

Reme se iba a arrepentir de esa frase. "Entonces cogí y me animé, y la verdad es que estuvo divertido, me gustó y ya me puse a buscar más información por internet". La primera cerveza fue una lager y como era la del kit venía todo medido y calculado y solo había que ir siguiendo los pasos que ponía en las instrucciones. 

La primera cerveza salió redonda. Entonces llenó dos vasos, brindó con su madre y se la bebieron felices y satisfechos. Pero Reme había despertado a un monstruo. Ignacio se emocionó y comenzó a buscar maltas por internet. Encontró a un vendedor en Murcia y después a otro en Madrid. En cuanto tuvo todo el material, se puso a cocinar a ojo. "Las primeras cervezas fueron un desastre. No se podían beber de lo malas que estaban. Utilizaba la primera, la del kit, de referencia, y me iba guiando como podía. Pero no sabía cómo se filtraba ni como se hacían muchas cosas y la mitad era poso. Me la bebía yo porque si no me la bebía yo, quién se la iba a beber, pero no me salía. Hasta que al final, probando, probando, te acaba saliendo".

Cuando empezó a atinar, se fue creciendo. Que si una IPA, que si una Brown ale, que si voy a subirle la graduación...

El cervecero neófito acabó comprándose una olla eléctrica alemana que es específica para la elaboración artesanal. Una inversión de 230 euros que era la demostración de que esta afición ya no había quien la parara. "Vas aprendiendo poco a poco, leyendo mucho en internet y practicando, rodando... Así es que como averiguas que el cambio de temperatura es el que le proporciona diferentes propiedades a la cerveza. Si, como no sabía ni cómo se filtraba, exprimía las maltas al máximo, ignorando que así lo que hace es exprimir el grano de tal forma que acabas extrayéndole azúcares malos. Porque la cerveza tiene un montón de amenazas contaminantes".

El orgullo es más sensible que el paladar y, al final del proceso, después de la fermentación, Ignacio se la bebía supiese como supiese. "Hacer una cerveza cuesta cinco o seis horas de elaboración, como para tirarla después...". Al principio solo hacía cinco litros cada vez, pero entonces llegaban los amigos y se los pimplaban en un rato. Así que subió cada elaboración a veinticinco litros. Pero si producía más, también necesitaba más botellines. La solución también estaba en internet. "Encontré a un chaval de una peña en Quart de Poblet que tenía 22 cajas de Damm con los cascos vacíos. Aunque, claro, estaban sucios. Pero como me salía por la mitad del precio normal, me los quedé. Ahora me sale el casco a 24 o 25 céntimos y esos me salían por 10. Así que tenía que aprovecharlo. Pero luego ves que solo en lavavajillas, agua, luz y el rato que te tiras frotando... no sé si compensa. Eran 600 botellines".

La fascinación por la producción de cerveza, lejos de remitir, fue en aumento y, un día, Ignacio se sentó con el ordenador en el sofá mientras en la tele estaría puesto vete tú a saber qué y diseñó, con más o menos gracia, una etiqueta para cada tipo de cerveza.

Ignacio perdió a su padre y a su tío en 2018. En apenas unos meses murieron los dos. Su padre, Emilio, falleció durante una operación de corazón cuando acababa de empezar a disfrutar de la jubilación. Y a su tío Miguel, que era corredor, se lo llevó un cáncer de pulmón. Los dos eran buenos cerveceros e Ignacio pensó que sería un bonito homenaje que la marca de sus cervezas fuera EMI. Solo por ellos dos. Pero un día alguien le hizo caer en la cuenta de que el nombre, en verdad, también incluía la inicial, además de las de Emilio y Miguel, de Ignacio.

Este joven aprendiz lleva trece años trabajando como camarero en el Bar Ricardo, uno de los más conocidos de la ciudad. Acabó el instituto y con 18 años entró como refuerzo los fines de semana. Ya no se fue y hoy siente a los compañeros, con los que lleva años llevando viandas de la barra a la mesa, como una segunda familia.

El dueño ya le ha dicho que le lleve la cerveza y la pone a la venta. Pero Ignacio no es tan atrevido y aún está sopesando si quiere dar ese paso que acarrearía una inversión considerable y dejar de cocinar en casa para instalarse en una planta baja más amplia y mejor acondicionada para que la producción saliera rentable. No quiere correr. Primero quiere seguir puliendo su producto y su obsesión es darle más brío a sus cervezas, subirle los grados para que sean más potentes. Después quiere hacer un curso on line de cervecero. Y entonces, si los números salen, lanzarse a la aventura. Aunque su novia, que es diseñadora industrial, ya le ha advertido que ni se le ocurra vender un tercio con esas etiquetas rudimentarias, que ya se encargará ella de crear algo más sugerente. E Ignacio, que hizo lo que pudo, levanta los hombros resignado y recuerda que las primeras doscientas que mandó a la imprenta, encima, se equivocó y ponía cerceza en lugar de cerveza.

Ignacio cuenta todo esto en la terraza de su casa. Aquello está atiborrado de plantas como la casa está atiborrada de recuerdos. Su madre aparece de repente con los dos perros que había sacado a pasear y bromea sobre la afición de su hijo. "Yo soy la catadora", asegura. Él mientras, va abriendo los botellines para que probemos toda la gama: la brown ale (una cerveza tostada oscura), la marzen (tostada suave) y la lager (la más suave).

Hoy está con nosotros pero esa imagen, la de Ignacio abriendo cerveza y sus acompañantes bebiéndoselas, se ha convertido en algo muy común. Desde que empezó a afinar su elaboración, todos los amigos quieren quedar en su casa. "El otro día me llamó Chema, el del kiosco, y comenzó a preguntar qué hacía, si luego iba a hacer algo, que cómo estaba... Hasta que le solté: 'Chema, ¿te quieres venir a casa y abro unas cervezas?'. A los cinco minutos estaba llamando al timbre".

En diciembre tuvo un resbalón y se hizo un esguince de rodilla. Se tuvo que pedir la baja y entonces aprovechó para cocinar cada dos días. Aumentó la producción y la almacenó en una casa que tienen en el campo. Porque necesita cinco semanas de reposo: una fermentando en el barril y cuatro más en la botella. Cuando volvió al Ricardo, retomó su rutina: trabajo de martes a sábado, el domingo para la familia y los amigos y el lunes para cocinar la cerveza. Luego la mete en la botella, le añade la dextrosa -un tipo de azúcar- y llama a su hermano Emilio, que también vive con ellos y que es el encargado de ponerle la chapa a todas las botellas.

Ignacio ya es el amigo más popular de la pandilla. Y al final va a resultar que la persona que le regaló aquel kit para hacer cerveza terminó cambiándole la vida. De momento bebe lo que él elabora, que siempre sabe mejor, y quién sabe si algún día, en el Ricardo, tendrá que poner unas Emis en la bandeja y llevárselas a los clientes mientras observa su reacción con disimulo.

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