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Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

Una habitación propia

28/01/2022 - 

Cuando se abre un espacio de silencio en casa, no les censuro a los chavales el abuso del móvil porque me permite ponerme a escribir. Su padre me pide que los riña yo por una vez, está cansado de hacer el papel de malo. Mientras oigo sus argumentos, descubro que paso la vida nadando entre dos culpas y dos condenas inescapables. Hay un sentimiento de culpa que es oficial y otro que es clandestino. El primero lo genera mi dedicación a la escritura. Abandona usted a su familia para acabar su novela. Veredicto: culpable. El segundo, que no viste de blanco ni se presenta en sociedad, que nunca llevaría los zapatos limpios ni olería a lavanda, responde ante un tribunal secreto y sin rostro. Allí comparecemos unos cuantos andrajosos, quizá escritores, quizá sólo gente que intenta sacar cabeza con sus sueños y no se rinde. Abandona usted su novela para atender a su familia. La vista judicial se celebra en una catacumba. Veredicto: culpable. Y así van las cosas en mi neurosis, que se ha hecho sangrante desde hace unos años. Como creadora-con-hijos arrastro, según Lina Meruane, un trabajo asalariado y dos ad honorem, o sea: sin salario (y sin cuarto propio).

Una cosa he aprendido leyéndola y es que lo mejor de la vida, lo más preñado de claves para entenderla, queda siempre fuera. En la periferia de nuestro campo visual. Afortunadamente, siempre puede llegar alguien que lo haya visto de pasada pero se lo haya quedado mirando. Que lo traduzca a tu idioma y te lo traiga al oído como un suculento plato, elaborado, libre de impurezas. Meruane, la autora de Sangre en el ojo, cocina como nadie una de estas ideas exiliadas en los márgenes: la de que los hijos quizá no. Los hijos, ¿a qué santo, si ya nos encontrábamos libres y completas? En Contra los hijos, la chilena (escritora sin hijos) hace un viaje valiente por estas reflexiones que a todas se nos han quedado siempre fuera, las madres y las no madres (las unas demasiado exhaustas para mirar bien, las otras acaso demasiado atormentadas) ¿Está la maternidad sobrevalorada? ¿Cómo resuena esto en boca de la que tuvo hijos? ¿Y en la que no los tuvo? La cosa se puede ramificar hasta el vértigo, ¿desde dónde hablaría la que los tuvo y fueron enfermos, o malvados?, ¿la que los tuvo siendo más niña que sus propios niños, aunque no cumpliera los treinta?, ¿los cuarenta?

La cuestión principal es que Lina le abre la tripa al lobo y deja que salgan criaturas y vísceras. Pienso, qué cosa, en el lobo de Los siete cabritillos. Mi mente está sabiamente adiestrada para activar metáforas de este tipo si se habla de la maternidad. Si se cuestiona la maternidad, más bien. Y este es el primer nivel de la excursión: descubrir una programación mental celosamente planificada, con miles de años de veteranía en los cerebros de todas nosotras. Maternidad traicionada. Lobos. Heridas sangrantes. Cabritillos en riesgo.

Lo único que saco en claro es que la mística de la feminidad necesita ser puesta a debate. El ángel del hogar sentado por fin en el banquillo. Lo mejor que ha hecho este ensayo por mí es mostrarme lo ridícula que he sido en mi aspiración de madre total, madre perfecta, “la madre-máquina de existencia cronometrada… que, camino a casa tras ocho o diez o doce horas de trabajo intensivo (precedido, si alcanzó, por una madrugada en el gimnasio), acelera para cumplir el tiempo de calidad que los colegios han inventado para sobrecargarla”. He sido, por entregas, esa caricatura. He dado el espectáculo abalanzándome sobre bandejas de empanadillas que otras madres desdeñaban en los cumpleaños de bolas, encuentros a los que ellas acudían amarradas a sus bolsos Vuitton y yo a mi hipoglucemia. Y me he visto con una mano en la de mi retoño y otra en un temario de oposición (arrullada por el sonido de un carrusel). Sé de buena tinta que ese modelo de madre es tan falso como las princesas Disney, que no se puede sostener sin enfermar, siempre acaba enseñando brechas. Pero, esos momentos en blanco, esos entreactos delgados en los que mi periscopio captaba la desproporción, el reclamo y la farsa, sufrían un barrido rápido. Ese momento ventana en que una se ve y se sabe ridícula, en que cambia maniáticamente las piernas en el banco de los columpios porque teme caer fulminada, se activaba el autolavado.

El ensayo de Meruane no es sesudo ni riguroso, deja que se filtre su emoción y el desorden de sus citas, muchas de ellas deliciosas (Virginia Woolf, por supuesto, pero también Mary Woodstonecraft y sus “apacibles bestias domésticas”, Simone de Beauvoir denunciando las cómplices entre las propias oprimidas, Elfriede Jelinek y otras menos canónicas como Patricia Galvâo, Orna Donath, Elisabeth Balinter o Leila Guerriero). Cuando esboza un recorrido histórico no roza lo académico ni el aburrimiento, pero parece no dejarse ninguna en su hall of fame de las madres escritoras. Lucia Berlin la más grande, la más vapuleada, cuatro hijos y miles de mudanzas, oficios basura y litros de alcohol. Gloriosamente imperfecta y, por eso mismo, inalcanzable.

¿Por qué hemos permitido que los hijos nos conviertan en esto? Su argumento principal pivota alrededor del dato histórico de que el niño, como tal, no llegó hasta el siglo XX. Antes de ser nosotras las explotadas lo eran ellos. Y una vez las clases medias les han permitido ser tan depredadores como los antiguos adultos, ¿cómo salimos de ésta? Parece que la balanza esté volcada al otro extremo y puede que alguno (más bien alguna) se haya quedado carente de derechos y de fragilidad. La adolescencia, nos recuerda, nació en 1904 con el mito de Peter Pan a través del estreno del dramaturgo James M. Barrie. Desde entonces este mal no parece dejar de crecer, poblando las clases medias de padres exhaustos y niños vampiro que reclaman servicios y derechos sin freno. ¿Sería posible un término medio?

“Jalonadas entre la necesidad de ser madres o ser libres”, nos describe la chilena, pero se le queda en el tintero la mención del instinto de cuidado, que no tiene género aunque la sociedad nos haya hecho creer otra cosa. Los chicos hostigan y acorralan ya desde el patio a cualquier niño que deje ver su empatía natural y su gracia para con el otro. La sociedad no abandona sólo a las madres, sino a muchos hombres y a todos los seres vulnerables, junto a sus cuidadores. Recelad, en conclusión, mujeres del mundo, cuando seáis aplaudidas por ser madres, igual que los sanitarios recelábamos de los aplausos en la pandemia; el Estado no vendrá a sacaros del atasco. Vale la pena dejar de lado la euforia de los halagos y mirar a través de ellos.

Por suerte una va tirando del humor, que siempre será la mayor de las defensas. Una de las profesoras de mi hija convocó un día a las mamis para una merienda escolar creyendo que cada una podría aportar un tipo de galleta casera. Galletas caseras, nada menos. En mi bandeja del correo floreció una lista donde cada obediente madre apuntaba lo que iba a traer: chocolate, almendradas, hojaldradas. Príncipe cookies, escribí yo, medio grogui, después de echar una ojeada sonámbula a mi despensa. Aún no había leído a Meruane, pero sirvió para que mi hija y yo nos riéramos una semana.

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