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LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR

Una habitación (roja) con vistas a L’Albufera

En los discos de La Habitación Roja es fácil encontrar alusiones a Valencia. En Sagrado Corazón evocan el paisaje de L’Albufera, un entorno que siempre forma parte de la redacción de todos estos artículos y también es escenario de varios de ellos

3/04/2016 - 

VALENCIA. Talking Heads tienen una canción llamada Heaven. En ella, David Byrne dibuja una imagen del paraíso en la que la perfección viene dada por la reproducción de aquello que nos hace felices. La letra habla de un bar, el Heaven, en cuyo interior una banda interpreta tu canción favorita una y otra vez. Toda la gente a la que quieres ver está en esa fiesta, y  todos la abandonarán a la misma hora. Los besos de los amantes nunca terminan, se repiten una y otra vez y siempre son lo mismo, sin ninguna diferencia. El estribillo, gloriosa síntesis del más warholiano de los conceptos, dice que el cielo es un lugar donde nunca pasa nada.

Un cielo llamado El Saler

Mi idea pagana del paraíso también es un lugar en el que apenas suceda algo, donde la acción se circunscriba al transcurso del tiempo y poco más. Para mí, la materialización de esa idea es el lago de L’Albufera, donde lo único que se mueve son las nubes y el agua, y  la naturaleza es todo lo que escuchas. Hace tiempo escribí una novela en la que David Bowie aparecía en Valencia en 1976 y vivía una experiencia cuasi mística en L’Albufera. Situé a Bowie en el Parque Natural de El Saler y, poco antes de terminar el texto, yo terminé también allí, viviendo junto al mar, cerca del lago. Cuando Bowie falleció el pasado mes de enero, rescaté ese mismo capítulo para acompañar un obituario en Cultur Plaza. La urgencia por la entrega me hizo releer apenas un texto con más de ocho años de antigüedad y muchas correcciones a sus espaldas. No lo recordaba con detalle, solo la idea general y algunas partes, pero poco más. Tengo una memoria tan desastrosa que a veces me pregunto cómo fui capaz de bautizar así esta sección.

Fotos, cañas y barro

Poco después de que apareciera el artículo, recibí un mensaje de Jorge Martí. En él, el líder de La Habitación Roja me contaba, fascinado por esas casualidades que de vez en cuando nos llenan de perplejidad, que al leer el capítulo de la novela había visto una conexión inevitable con L’Albufera. Es la canción que abre Sagrado corazón, el nuevo álbum del grupo y su letra describe la magia que domina el paisaje del lago y lo convierte en inmune al tiempo. La conversación virtual me hizo recordar de golpe lo que había escrito, el origen del texto con Bowie paseando entre cañaverales, la epifanía que me llevó a imaginar aquello hace ya una década. Es la misma sensación que hoy me hace pensar que habito en una versión rural de las primera películas de Warhol, un espejismo de calma del cual no quiero alejarme por más tiempo del necesario. Cualquiera que haya estado alguna vez en L’Albufera y haya sentido la irrefrenable necesidad de volver e incluso de quedarse, sabe de qué estoy hablando. L’Albufera, la canción de La Habitación Roja, también habla de eso.

Hace años que Jorge vive en Noruega, el país de su mujer, la antropóloga Ingrid Overas, la tierra en la que han nacido sus dos hijas. Así pues, la canción a la que me refiero es también un canto de añoranza a las raíces, a la fuerza indefinible que te señala el camino a casa aunque tu hogar esté en otro sitio. Durante los años que viví en Madrid sentí algo parecido. Al principio pensaba que era morriña por la terreta, cuando a menudo tenía ganas de usar expresiones como destarifar pero desistía a sabiendas de que, en plena meseta, aquello sonaría a chino; también echaba de menos las Fallas en marzo, y poder ver el mar cualquier día de la semana. Finalmente descubrí que lo que sentía era otra cosa, algo parecido a todo aquello, pero mucho más concreto. 


Primero tomaremos Noruega, después El Palmar

Hace unos años, Pau Roca, Marc Greenwood, Jose Marco y Jorge iban a ser retratados en El Saler y en L’Albufera en un reportaje promocional para Universal, uno de los discos del grupo. Jorge me lo comentó durante una conversación y le indiqué algunos puntos que pensé que les podían gustar, basándome en esas fijaciones que tenemos los melómanos, que a veces vemos la portada de un determinado disco allí donde otros solo ven un bosque, un callejón o una playa. Se hicieron las fotos  entre los pinos y en el embarcadero del lago; volverían al Saler no mucho tiempo después, convertidos ya en quinteto con la llegada de Jordi Sapena, para grabar el vídeo de La segunda oportunidad. La elección del entorno para aquellas sesiones no resultó gratuita, no lo fue entonces y tampoco lo sería ahora. La Habitación Roja es un grupo que puede hacer gala de sus raíces sin incurrir en algún error de estilo, simplemente porque han sabido integrarlas con naturalidad su discurso. Cuando Valencia lo tenía difícil para exportar algo que no resultara faraónico o directamente lamentable, ellos estaban grabando algunos de los títulos clásicos  -RadioCuatro, Cuando ya no quede nada, Fue eléctrico…- de su carrera. Su capacidad para resultar asequibles sin necesidad de traicionar su idiosincrasia les ha evitado caer en la trampa de ser un eterno grupo de culto. Hoy son una formación clásica, una de las pocas que ha logrado trascender la música valenciana, consolidarse a nivel estatal y madurar sin agotarse.

Compromiso indie

Por eso mismo, La Habitación Roja también es uno de los nombres locales que han significado algo positivo y valioso cuando las cosas estaban feas aquí, y la verdad es que han estado feas durante mucho tiempo. Han tenido un posicionamiento político claro que manifestaron a la hora de hablar de los gobernantes que teníamos hasta hace poco. Quizá eran detalles demasiado locales como para importarle a quienes ahora critican la falta de compromiso del rock en castellano, pero lo cierto es que en aquellos momentos –anteriores al 15M y los movimientos populares- colaboraron para intentar cambiar la realidad de una ciudad que estaba en las manos que estaba, sin que eso le quitara el sueño a quienes de un tiempo a esta parte están poseídos por un espíritu revolucionario que, al igual que la zarza que vio Moisés, arde sin quemarse.

Ese lugar en Valencia donde nunca pasa nada

Antes hablaba de la nostalgia que puede llegar a sentirse cuando uno está lejos del lugar que en realidad siente que es, más que su casa, su sitio. Lo que yo echaba de menos en Madrid no era Valencia, no era ver el mar desde la Malvarrosa, ni escuchar el sonido de los petardos en Fallas. Lo que yo echaba de menos en realidad era El Saler, el lugar donde pasaba veranos que intentaba estirar lo máximo posible. Añoraba su quietud y su misterio, el efecto que la luz y el clima producen sobre un paisaje que en realidad es siempre el mismo, inalterable, ese remanso de seguridad, un lugar donde nunca pasa nada. El sitio perfecto para desaparecer completamente. Ese mapa sensorial y emocional que ahora mismo tengo ante mí mientras escucho L’Albufera, y recuerdo lo que decía Simone Weil, sobre ese impulso que, cuando estamos solos en plena naturaleza, nos empuja a amar lo que nos rodea. 

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