Lo que señalamos como diseño es esa capa artificial construida sobre nuestro medio natural, la interfaz mediante la que nos relacionamos con el entorno, con lo salvaje, con la esencia que deberíamos preservar
VALÈNCIA. Superada la moda de los flamencos y de otras malogradas tendencias de los últimos años, es cierto que los veranos se ven envueltos de un imaginario general un tanto kitsch donde el menú ilustrado de platos combinados o la carta de helados ochentera comparten protagonismo con otros pretenciosos iconos estivales para turistas, la mismísima Comic Sans como tipo de letra oficial y elementos de merchandising de marcas de cosmética o de refrescos como elementos playeros, un batiburrillo que viene conformando lo que es el diseño de las vacaciones en este país que tanto ha cultivado el turismo como industria estival por antonomasia.
Más allá de que conceptualmente choque con que la Comunitat Valenciana sea cuna de algunas de las mejores generaciones de diseñadores de las últimas décadas, siempre podremos achacar estos excesos de caspa a las hordas venidas de fuera, pero es cierto que al llegar las vacaciones parece que se abre la veda del mal gusto y pasamos a tolerar cualquier estampado de toalla sobre el que echarnos, mientras que de septiembre a julio en casa solo luzcamos como riguroso uniforme el negro o el blanco corporativo de diseñador. En verano, todo vale, que no mira nadie y lo que queremos que vean lo podemos fingir en Instagram, y nada importa el atrezzo de nuestro campamento base a primera línea de playa o el equipamiento del ayuntamiento de turno para acondicionar las costas.
Si miramos alrededor, desde la atalaya que nos supone nuestra propia toalla en esa cotizada primera línea, el entorno que nos proporciona el verano ha pasado de ser un medio natural a la colonización del ser humano y su mal gusto. Entrando en la parte ética de esa conquista del medio y más allá de toda esta parte kitsch que decíamos, nuestra propia interacción con los orígenes de nuestros entornos deja mucho que desear, y esa interacción entre lo natural y lo artificial es el diseño, el cómo nos relacionamos con la propia naturaleza mediante útiles, inútiles o herramientas, desde una hamaca a proyectar un paseo marítimo, de cómo acondicionar un puesto de salvamento al mobiliario urbano de papeleras, duchas o parques, desde la funesta publicidad por avionetas a la amalgama de sombrillas en Benidorm, y de las marcas turísticas de los municipios costeros a la publicidad que encuentra su vía de escape en folletos o flyers que terminan en el Mediterráneo junto a todo tipo de desechables y envases de la última comilona frente al mar.
Nuestro mundo se creó hace miles de millones de años y ha ido formándose desde entonces, pero es la capa añadida por el ser humano la que conocemos como diseño, a menudo inspirado en la propia naturaleza (que en su parte más funcional nos lleva todos esos millones de años, como estudia la biomimética) pero otras veces atroz y desafortunado, contaminante visualmente y también fatal para el medio ambiente, lo que supone un despropósito proyectual por completo, una responsabilidad sobre la que no pensamos lo suficiente. De hecho, si esta interacción con el medio se vuelve vacía pasamos a producir cosas tan innecesarias o tan paradójicas como elementos de plástico para proteger envases naturales (tan eficientes de por sí como un coco o un plátano) o el cenicero para espacios en los que no se debería fumar o diseños gráficos para endulzar las vacaciones, y este mal diseño (por innecesario y no funcional, por puramente decorativo o ni siquiera bello) nos lleva al caos como sociedad con algunos grandes ejemplos en las capitales del verano y los destinos turísticos más cotizados de nuestras costas.
Decíamos que parece que se perdone el mal gusto, y es que tras el sacrificio por la operación-bikini llega la temporada de redenciones. El entorno debería condicionar nuestro comportamiento y por tanto nuestros diseños (es parte de un proceso proyectual sostenible, honesto y respetuoso), pero el verano estandariza y no hace caso a racionalizar procesos, y en el reino del no-diseño el intrusismo es el rey.
Inexplicablemente en algo que deberíamos cuidar tanto, siendo el turismo el gran reclamo patrio, deja de tener sentido todo esto del diseño cuando nos dedicamos supuestamente a agradar al visitante. Y es tal vez el problema. Buscamos la parte emocional de las personas y nos ha llevado a respuestas equivocadas un diseño que está centrado en esas personas, que son sus usuarios, así que, ¿y si centramos el diseño en nuestro entorno?
Quizá deberíamos diseñar para reconectar con esa naturaleza y de la manera más sostenible posible, proyectando sobre esta idea los doce meses del año, pero aprovechando los patinazos del verano para evidenciar la falta de un compromiso del diseño con el entorno natural.