VALENCIA. En 1979 no era habitual decir que entre tus grupos favoritos se encontraba una cantante transexual. Jayne County me gustaba desde un poco antes, cuando aún respondía al nombre de Wayne. La escuché en un recopilatorio de artistas del underground neoyorquino que un cliente llevó al Mercadillo Avellanas –donde estaba el puesto de discos que yo frecuentaba entonces- para fardar.
Era un álbum titulado Max’s Kansas City, que contenía canciones de gente como Suicide, Cherry Vanilla, Pere Ubu o Harry Toledo, que actuaban regularmente en ese club. Además de actuar, allí County ejercía también como disc jockey, animando las noches del que había sido primero el club neoyorquino más chic de la segunda mitad de 1960, para convertirse en vivero del talento alternativo que afloraría durante la década posterior.
El mencionado cliente me prestó aquel vinilo, una edición americana en pesado vinilo y carátula de cartón en blanco y negro. Me harté de escucharlo en mi habitación, soñando con la sala en cuestión, tan ligada a Andy Warhol y a Lou Reed. El disco se abría con una canción de County bautizada como el local, una especie de quién es quién que concluía con una lista de nuevos talentos asociados a su escenario. Me esforcé por descifrar muchos de aquellos nombres, los fui apuntando en una lista y poco a poco fui siguiéndole la pista a todos los que pude… como pude.
Por aquel entonces, County vivía ya en Inglaterra, un cambio que dio con la esperanza de que el clima artístico propiciado por el punk le confiriera mayor visibilidad. En Nueva York ya había hecho carrera como parte del circuito off off Broadway, donde interpretó obras de teatro junto a otros personajes entonces emergentes como Patti Smith y Debbie Harry. Estuvo en el elenco de Pork, dramatización de lo que era un día en la vida de Warhol en la Factory. La obra, que únicamente se estrenó en Londres, iluminó a Bowie -que por aquel entonces, ya estaba cocinando la invención del ambiguo Ziggy Stardust-, cuando éste asistió a su estreno en el Roundhouse en mayo de 1971. Todo lo que rodeaba a County era fascinante y, además, tenía esa condición que la hacía mucho más intrigante. Era un hombre que se vestía de mujer porque se sentía mujer y en eso quería transformarse.
Traslademos ahora todo ese universo a la Valencia de 1978, que es la fecha en la que más o menos tomé contacto con el personaje en cuestión, al leer una entrevista que en aquellas fechas publicó Popular 1. En mi casa ya estaban acostumbrados a que me gustasen cosas raras, pero así y todo, resulta increíble que nunca tuviera que ocultar ninguno de aquellos discos y revistas, y mucho menos dejar de colgar ciertos pósters en las paredes de mi cuarto. La ausencia de alarma en lo referente a cuestiones sexuales que había entonces, aun cuando la desinformación, los tabúes y los tópicos pesaban muchísimo, no es fácil de explicar hoy. Quizá es que vivía en un entorno privilegiado, quién sabe; el tiempo deforma la realidad vivida, para bien y para mal. Pero lo que recuerdo es que era tal el apetito de información, tantas las ganas de dejar a un lado la represión acumulada durante décadas, que ciertas cosas parecían estar bien vistas, y costaba mucho asociar alguna de aquellas manifestaciones al escándalo. Fotogramas publicaba mensualmente reportajes con desnudos y semidesnudos de actrices y cantantes (Rocío Jurado, Rocío Durcal, Rosa Valenty, Victoria Abril, Bárbara Rey) e incluso de algún caballero (Enric Majó, por ejemplo, posando desnudo en la playa); y si no me equivoco, tan solo dos veranos atrás, en 1976, los lectores de aquella misma revista habíamos quedado hechizados por la belleza de una vedette que triunfaba en el Paralelo barcelonés, una mujer llamada entonces Bibi Andersen.
En aquellos días en los que no estaba muy claro dónde acababa la sorpresa y dónde empezaba el morbo, ciertas cosas no resultaban amenazadoras. No sé si era eso o que yo era un crío obstinado por descubrir una faceta de la vida que hasta entonces se nos había negado en este país. Pero no recuerdo ese rabioso rechazo que a veces provoca en nosotros todo lo que es diferente, porque lo diferente era bienvenido, ya que formaba parte de aquello que se nos había prohibido. Quizá exagere, pero ahora mismo lo recuerdo así. Me recuerdo hablando con mis amigos, analizando –como si tuviésemos la más mínima idea de qué estábamos hablando- la homosexualidad de Lou Reed y Bowie, intentando discernir si Patti Smith era o no lesbiana. Y cuando al final llegó a Valencia la trilogía cinematográfica compuesta por Flesh, Trash y Heat, acudimos puntualmente al cine AEC Xerea para verlas y descubrir, al fin, quiénes eran Holly Woodlwan, Jackie Curtis y Candy Darling, las transexuales que salían en Walk On The Wild Side.
La aceptación y la apreciación de la diversidad sexual y de género es algo que ha formado parte de mi vida desde que dejé de ser un niño. Lo entiendo como parte del privilegio de haberme formado escuchando determinados discos, leyendo a determinados autores y viendo determinadas películas. Todo ese bagaje cultural me enseñó a no tener miedo de aquello que no es como esperamos que sea. Queremos pensar que vivimos seguros, protegidos de cualquier amenaza, a salvo de los extraños y de lo que nos resulta extraño. Y rechazamos a otros para no sentir ese peligro. Nos produce rechazo la sexualidad que escapa a los márgenes convencionales, suponiendo que en materia de sexo se pueda hablar seriamente en esos términos. En el empeño de hacernos civilizados, se nos ha intentado convencer de que tanto la identidad como el deseo son algo unidimensional, como si el complejo ente que somos cada uno de nosotros pudiera resolverse con un simple adjetivo.
Con 17 años, me gustaba Jayne County. Me encantaba su álbum Things Your Mother Never Told You; en la portada –que en versión original estaba impresa en una textura que imitaba a la del papel pintado- se veía a Jayne en una habitación rodeada por los chicos de su banda, maquillada y posando como una reina de Hollywood. Aquel título estaba en lo cierto, había cosas que mi madre jamás me habría contado. Son esas cosas que, como decía la letra de la canción, cada uno de nosotros ha de descubrir por sí mismo. Yo lo hice aprendiendo a disfrutar de lo que era distinto y conviviendo con ello con interés y fascinación, sin miedo. El miedo mejor reservarlo para cuando aparecen en escena los imbéciles, los mezquinos y los iluminados.
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