VALÈNCIA. Luis Notario no sonríe. Nunca. Ni siquiera en la cordial bienvenida, cuando choca el codo y un perro grandote emite unos ladridos graves, como de bajo, mientras se acerca a olisquearnos. Suena música blues en los altavoces que hay en una explanada dispuestos como si fuera el cementerio de El bueno, el feo y el malo. Pero aquí, en el Autocine Star, no hay buenos, feos ni malos. Solo Luis Notario y unos pocos empleados que van haciendo sus tareas por detrás.
El dueño de este negocio que el próximo verano cumplirá 40 años se sienta en el banco de una de esas mesas de merendero donde hay restos de una Coca-Cola y un mendrugo de pan con algo. Allí, la mirada oculta tras unas gafas de sol negras, las clásicas Ray-ban Wayfarer, recibe las preguntas como quien se enfrenta a un interrogatorio en un cuartelillo de barrio. Y explica que tiene 68 años, que ha estado toda su vida en València pero que nació en Guadalajara. El único hijo de un carpintero y una ama de casa. Un padre que se mudó a València para fabricar lámparas hasta el día de su jubilación.
Una familia, dos padres y un hijo, aficionada al cine como tantas otras en una época, los años 60 y 70, en la que tampoco había una oferta de ocio desmesurada en la ciudad.
Luis estudió Arquitectura Técnica y luego Arquitectura. "Pero no acabé y después me dediqué a la construcción. Primero trabajé en una constructora y luego en una promotora. Más tarde ya me decidí a montar el negocio. Me sorprendió que fuera tan bien porque yo tenía pensado seguir con el otro trabajo y que esto fuera un extra. Pero esto requirió mucho trabajo desde el principio y ya tuve que elegir porque no podía seguir con los dos empleos".
La inspiración le vino en Barcelona, en un autocine que le convenció, con la audacia de los 28 años, de que ese podía ser un buen negocio. Nada de romanticismos. Solo una vía para ganar dinero. "Para ver cine te vas a los Babel...", explica en una de esas tres mesas de merendero situadas entre el bar y la explanada donde, en un rato, empezarán a llegar los coches para ver La caza y Padre no hay más que uno 2, la película de Santiago Segura que ha despertado a los cines del largo y penoso letargo de la pandemia. El fenómeno de masas al que se agarran todas las salas de España. Aquí, en este autocine de Pinedo, casi en la orilla del mar, aguanta tres semanas en cartel para salvar un verano complejo, sin casi estrenos, sin grandes producciones de Hollywood y con limitaciones en el aforo. Ahora mismo con restricciones del 60%. O lo que es lo mismo, una pérdida diaria de dos mil euros.
El Autocine Star lo parieron cinco socios, pero poco a poco se fueron disgregando y le vendieron su parte a Luis Notario, quien, en 1980, vio en ese rincón de Pinedo, donde solo había un cementerio de automóviles rodeado de huerta, un buen lugar para levantar una pantalla de cine que hoy mide veinte metros de ancho por diez de alto.
Un año después, el 29 de junio de 1981, abría sus puertas el nuevo autocine después de haber copiado los planos de un libro de arquitectura que ilustraba este modelo inspirado en los autocines de Estados Unidos, donde ya existían desde los años 40. "Me acuerdo que ese primer día el cine era muy parecido al de ahora pero sin el arbolado", advierte Luis en alusión a los eucaliptos, árboles de hoja perenne que no ensucian en otoño y que dan sombra todo el año. "Desde el primer día hubo público. Se repartieron muchas invitaciones y se enteró mucha gente. Hay que tener en cuenta que era 1981 y había muchas novedades en València. Veníamos del complejo de estar encerrados como los cubanos y, de repente, al abrirse todo, la gente empezó a montar negocios".
'Alien, el octavo pasajero' fue el punto de partida y hoy, 39 años y miles de películas después, el autocine es un negocio estable con seis empleados. No ha habido grandes cambios. Los más significativos, más allá de la evolución del parque móvil en España -era la época del Ford Fiesta, el Renault 5 o los Seat 131, 124 o el Panda-, se han producido dentro de la torre blanca que emerge en el centro de la explanada. Allí dentro hay una oficina angosta y, en la segunda planta, un habitáculo donde se sitúa el proyector. En un lado resiste uno antiguo, casi una pieza de museo, con el viejo rollo. En el otro, el más moderno con una hendidura para introducir un disco duro que contiene la película. El sonido llega a los espectadores por dos vías: los altavoces, que son como estacas clavadas en la tierra llena de gravilla, y una frecuencia de radio que puede sintonizar el que prefiere quedarse dentro del coche.
Ahora suenan los Beatles por los altavoces. Es media tarde y aún falta más de una hora para que lleguen los primeros vehículos al Autocine Star, que coge su nombre de un cómic de los años 80. El dibujo convertido ya en un icono del cine es obra de Daniel Torres, un insigne dibujante valenciano que en aquellos años ochenta se hizo popular gracias a uno de sus personajes, Claudio Cueco, que evoca al cine negro y que ya le convirtió en un historietista internacional. "Torres no me prestó atención en aquella época y no conseguí que me vendiera los derechos hasta los años 90".
Allí dentro, ordenados al centímetro, han llegado a meterse cuatrocientos coches. Luego le expropiaron una parte del terreno para hacer un aparcamiento y vio reducido su aforo a 350. Hoy, por culpa del virus, 210. Y año tras año, mediante el método de ensayo y error, fue definiendo el tipo de cine que más gustaba a su público, donde abundan las familias.
Notario, a quien le asoma la barriga por debajo de la camiseta negra, sin rastro ya del maratoniano que fue, no recuerda grandes anécdotas de estas cuatro décadas, aunque no olvida la noche de la Pantanada de Tous, en octubre del 82, que se vio obligado a cerrar "por miedo" después de estar pegado al transistor en busca de "la información que faltó esa noche". Lo que no se le escapa es que antes los inviernos eran más rentables que los veranos, pero que ahora es al revés. "El sofá, Netflix y Telepizza son mucha competencia", reconoce.
En cambio, habla sin resquemor de la competencia, los dos autocines más antiguos que el suyo en la Comunitat Valenciana: el Drive In de Dénia y El Sur en Mutxamel. Pero no soporta que haya uno en Madrid que presuma de tener la pantalla más grande de Europa. "La gente se lo creerá pero es mentira. Somos seis autocines en España y en Alemania hay bastantes más, y, al ser más rico, construyen más al estilo americano. Pueden hacerte un cine para más de 500 coches y la pantalla va en función de dónde esté la última fila".
A él parece que le vayan los clásicos y dentro del bar, junto a los baños, hay un mural con personajes inconfundibles que le encargó a un artista de Manises: Marilyn Monroe, James Dean, Rita Hayworth, los enamorados de Titanic, Humphrey Bogart y los protagonistas de Cinema Paradiso.
-Luis, ¿ha habido mucho amor aquí?
-¿Amor qué es?
-Gente que no venía a ver la película.
La pregunta le molesta. De repente, sube las cejas, echa la espalda hacia atrás y empieza a despotricar. "Eso es algo de muy mal gusto. Es como si yo fuera a entrevistar al dueño de una discoteca y le preguntara si se vende mucha cocaína en los baños".
-Solo sería una pregunta.
-Una pregunta de mala educación y sin ninguna base. Estoy harto de que la gente piense eso y no lo puedo evitar. Y estoy harto de que lo pienses y me lo preguntes.
-Yo solo he hecho una pregunta educadamente.
-Es una pregunta maleducada: "Oiga, ¿aquí vienen las putas a follar?".
-Yo no lo he preguntado así.
-Sí. Como una entrevista que me hizo Carlos Pumares y me dijo que aquí venían los novios por la noche. Y yo le contesté: "Pues se equivoca. También hemos oído hablar toda la vida, en los cines normales, de la última fila". Por qué no vas a Spook o a la Sala Canal y preguntas: "Oiga, aquí la gente folla en los váteres".
No entra en razón y empieza a remontarse a 1972, cuando los españoles iban en caravana a Perpiñán a ver 'El último tango en París', que estaba censurada en España. O las colas que, dice, se montaban en la puerta del cine Suizo "para ver desnudos en una película". Y que considera que unos y otros, "de misa los domingos", eran gente "con una mala educación".
Pero vuelve a las discotecas y a que ningún periodista le ha preguntado nunca al dueño de ninguna si se trafica cocaína en su negocio. "Y lo sabemos todos, que en las discotecas se vende cocaína en el váter, pero no es conveniente preguntarlo. Yo en la época del bakalao me compré un todoterreno que parecía un tanque, viejo y de hierro, para que no me mataran en la carretera. Porque ahora se está vendiendo una idea romántica de aquella ruta del bakalao, pero no tenía nada de romántico. Era un sitio donde la Guardia Civil les cerró y en algunas discotecas hubo hasta muertos. O gente que salía andando como zombis".
Cae el sol y se acerca la hora de la apertura. Un trabajador refresca el suelo con una manguera. Está limpio. No hay ni una colilla. El perro, una mezcla de mastín y labrador, está tumbado, dormitando junto a la pared. Luis coge el coche para ir a la torre, a cincuenta metros, donde están la oficina y el proyector. Parece que se le ha pasado el enfado, aunque luego dirá que no le hemos hecho las preguntas que tocan, que no le hemos pedido opinión por la nueva realidad y por cómo intentan sobrevivir los cines. Pero esa ya es otra película.