VALÈNCIA. La ocasión de escuchar a la orquesta de la Comunitat Valenciana (OCV) en el renovado Palau de la Música era algo especial y la sala Iturbi presentaba una fenomenal entrada. Sería deseable que la formación orquestal del vecino teatro, al menos en una ocasión se dejara caer por la sala con mejor acústica de la ciudad y, por qué no, que la orquesta de Valencia visitara el auditorio de les Arts para mantener una entente cordiale entre ambas instituciones.
Todavía me sorprende pensar que estuve cerca de abrazar la tesis principal del muy entretenido pero errado libro de Norma Lebrecht El mito del maestro, relativa al hecho de que lo que imperaba en el resultado de una gran interpretación era el aura, el magnetismo, la personalidad que desprendía el director de orquesta. Nada más lejos de la realidad. La dirección orquestal es un complejo oficio en el que el carisma puede tener su parte de importancia, pero la “idea intelectual” de la música que se está interpretando comunicada en los ensayos y los conocimientos estrictamente técnicos son lo más importante. No quita que el directo, de vez en cuando, también produzca magia. Ello se explica que en una misma velada hayamos asistido a unos Wesendonck Lieder de hondura y a una sinfonía Patética de una trascendencia más cuestionable.
Comenzó el concierto con el breve y poco más que “ambiental” preludio de la ópera de Albéniz, Merlín, que sirvió para poco más que presentar a la magnífica orquesta de la Comunitat Valenciana y su fenomenal cuerda, en la que cada pequeña intervención era una lección de peso y corporeidad.
Toda una revelación ha significado el debut en Valencia con los Wesendonck lieder wagnerianos, de la norteamericana Jamie Barton. Pocas frases del lieder inicial, El ángel, precisó para atraparnos con su bello instrumento para finalizar con los dos últimos lieder, los absolutamente geniales Penas y Sueños, en una plenitud vocal y expresiva absoluta en todos los sentidos. Una mezzosoprano con oscuridades de contralto, de importantes y anchos medios, que, a pesar de poseer un instrumento de gran presencia en unos graves densos y carnosos, a su vez mantiene un ejemplar control del agudo tanto en los fortes como en el piano, sin que tenga que modificar la línea de canto con lo que logra un natural control de los reguladores que dan mucha coherencia y sensación de suficiencia en su lectura.
Pudimos, así, escuchar toda clase de matices y un fraseo puramente wagneriano. Éxito incontestable y esperamos que, de nuevo, se deje caer por Valencia, y por qué no, suba al escenario de Les Arts. Gaffigan y su profesores de la OCV contribuyeron, sin duda, al éxito con un simbiótico acompañamiento, sirviéndose de la de la orquestación pergeñada felizmente por el director vienés Felix Motl en 1880 apenas tres años antes de la muerte del genio. Sin duda, para quien escribe estas líneas, fueron los instantes más felices de la tarde.
Puede extraerse belleza de una obra y sin embargo abordarla con cierto distanciamiento sin adentrarse en demasía respecto a lo que se esconde detrás de las notas. No hay duda. Quizás es la lectura elegida por un director joven como Gaffigan y le apetece hacer en esta fase de su carrera. No es una cuestión de incapacidad, pues la tiene sobradamente, tal como vimos en una honda y compleja Resurrección de Gustav Mahler, sino a elección personal. Acercarse al dolor más descarnado impone respeto pues es asomarse al abismo. Lo hizo Bernstein, Mravinsky, Giulini, Celibidache, Termikanov, recientemente fallecido o, incluso, Gergiev. Muchos al final de sus carreras. Quizás eran directores, que eso del pathos lo tenían muy presente en sus lecturas postreras, y posiblemente la forma de abordar esta sinfonía sea una elección más personal que musical dada la enorme carga de experiencia humana que hay en sus pentagramas.
Gaffigan, en su visita al Palau de la Música, ha centrado en sacar a relucir la belleza indudable de esta obra, de la que, sin embargo, es imposible sustraerse a su melancolía. Pero, señores, estamos ante la obra sinfónica más desesperanzada de la literatura y eso no se vio. Ya se adivinó en un primer movimiento premioso, más hedonista que anticipador de lo que debía venir después, y eso que la ligereza y vivacidad no es necesariamente enemiga de la intensidad y la desesperación. No hubo atisbo de furia en el climax del allegro. La cuerda sacó a relucir todas sus excelencias en el vals del segundo movimiento. Sin embargo, como obra programática que es, no pueden leerse los movimientos de esta partitura genial sin relación unos con otros. En este Allegro con grazia ha de intuirse el drama a través de la melancolía y sueños incumplidos que destilan sus compases al ritmo del vals pero con ese inquietante ostinato del timbal como reloj que marca el tiempo que resta de aparente felicidad. Así como el subidón frívolo y lisérgico de la marcha del tercero, culminada grotescamente, es una suerte de premonición de aquello de “cuanto más se suba, más alta será la caída”. La primera vez que se escucha la Patética se revela, al final, el sentido de toda la superficialidad hiperbólica del tercer movimiento, y, sin embargo, cuando ya se conoce la obra, el oyente ha de anticipar mentalmente el dolor que vendrá, en esta música genialmente absurda e intencionalmente vacua.
Si el movimiento de cierre de la sinfonía, tal como dice César Rus en sus excelentes notas al programa, tiene la naturaleza espiritual de un réquiem, tal como diría el propio Tchaikovsky, en la visión que de la obra de Gaffigan puede ser un lamento más de una vida con sus desdichas, no lo dudamos, pero no vislumbramos ningún fin, no percibimos la destrucción. No se percibió el abatimiento sin solución, el fin de trayecto que cuenta esta música. El adagio lamentoso no refleja una crisis personal, sino una depresión, la última. No, no es la cuerda la que nos evoca la idea de la muerte, son las maderas, que en esta lectura sonaron más bellas que fúnebres. No hay un estremecimiento sino una admiración por un sonido bello.
Recuerdo una interpretación fabulosa de la Sexta sinfonía, en este caso de Gustav Mahler, a cargo del “psiquiatra” Giuseppe Sinopoli que dejó al público, que llenaba la Iturbi, exhausto. La sala era consciente de una lectura referencial pero también el desaparecido director italiano nos había arrebatado hasta las ganas de aplaudir. Este jueves, sin embargo, la sala estalló en júbilo, y, quizás, no faltaban razones para ello, pero, tras una música que nos habla de la desolación personal de su autor, ¿lo habría comprendido Don Piotr?
Ficha técnica:
Jueves 16 de noviembre de 2023
Obras de Albéniz, Wagner y Tchaikovsky
Jamie Barton, mezzosoprano
Orquesta de la Comunitat Valenciana
James Gaffigan, director musical