Al principio de los años 90 del siglo pasado el PSOE llevaba disfrutando de más de una década de hegemonía política en España a la que era difícil verle fin. Estaba desde 1982 al mando del gobierno del Reino, pero también controlaba una gran mayoría de ayuntamientos y Comunidades Autónomas. Ahora bien, este dominio no era homogéneo ni completo. No cubría toda España -la Castilla Vieja, Galicia, las islas Canarias y Baleares, así como Cataluña y Euskadi, funcionaban de modo distinto-, por un lado; por otro, ciertos lugares eran considerados “feudos” socialistas más sólidos que otros. El mediodía español, en primer lugar -y así ha seguido más o menos hasta nuestros días, aunque recientemente Andalucía haya pasado a ser gobernada por otros partidos-; también la España mediterránea peninsular más directamente conectada con la meseta –o menos sospechosa, si quieren-; y, por último, también Madrid, joya de la corona de la izquierda por su tradición popular, obrerista, de gran metrópoli abierta y perseguidora de sueños de vanguardia.
El desgaste y la usura del poder, con todo, empezaban a minar a un partido que se había mimetizado con el régimen y el poder. En 1991 el PP ya consiguió importantes alcaldías, que empleó como punta de lanza para la conquista del premio gordo del poder territorial, que a fin de cuentas son las Comunidades Autónomas, con una capacidad de gestión de fondos y de movilización de políticas públicas incomparablemente superior. El asalto definitivo se produce en 1995 y sólo un año después se culminaría con la llegada de la alternancia en el gobierno del Estado. No sólo el PP reforzaba sus mayorías en la España más tradicionalmente conservadora sino que lograba arrebatar tres feudos históricos al PSOE: Murcia, la Comunidad de Madrid y la cosa esa llamada administrativamente Comunitat Valenciana.
25 años después, en Murcia, al PSOE o cualquier forma política de la izquierda española capaz de respiración pulmonar ya prácticamente nadie los espera. Sólo por medio de maniobras políticas que no parecen contar con mucho respaldo de los electores, mociones de censura mediante para convertir los votos a un partido reciamente liberal como Ciudadanos en muleta política del PSOE, se ha recuperado coyunturalmente el ayuntamiento de la capital provincial, pero ya veremos lo que dura. Mientras tanto, en la Región de Murcia en sí, tres décadas de gobiernos populares y mayorías del 60-65% de votos a partidos conservadores nos contemplan, con un ejecutivo autonómico en que ya se incluyen miembros más o menos abiertamente vinculados a un partido como VOX con toda normalidad. Por su parte, en la Comunidad de Madrid no ha dejado de gobernar desde entonces una evolución de la derecha española peculiar en su castizo desparpajo y lenguaraz apropiación de muchas de las señas de identidad de lo que en otras partes de Europa suele ser tenido por patrimonio de la derecha algo más extrema, mientras sigue preocupada de ir haciendo caja por todas las vías posibles, incluyendo la transformación del antaño rompeolas de las Españas en su gran aspirador. Sobre la sólida hegemonía conservadora allí consolidada, más allá de pequeños accidentes rápidamente enmendados como que en la ciudad la gran crisis económica de la última década llevara al PP a perder coyunturalmente la alcaldía, poco hay que decir que nadie sepa a estas alturas. Pero si alguien ha sido capaz de aislarse de la turra eterna que nos dan y anda despistado al respecto, que mire los resultados de un bloque y otro del próximo martes y saque sus propias conclusiones.
Como es evidente, hay valencianos muy contentos con esta evolución, mientras que otros no lo están tanto. Es lo que tiene esto de la democracia y el reparto de poder. Pero tanto unos como otros no podemos sino constatar esta evolución a la par que deberíamos hacernos la pregunta de por qué razones, y con independencia de que una evolución en sentido contraria hubiera sido para bien o para mal, el comportamiento político y sociológico de la sociedad valenciana no ha sido el mismo que el de la murciana o la madrileña. ¿Qué ha pasado aquí de diferente? ¿Cuál ha sido el fallo del Matrix del pensamiento hegemónico conservador que ha provocado el bug valenciano? O, mirado desde otra perspectiva, ¿qué nos ha permitido rectificar? ¿Qué tipo de fuerzas sociales se han sabido articular para lograr un cambio y regeneración políticos que no hace tanto tiempo casi nadie esperaba? En definitiva, ha quedado claro que el País Valenciano no es ni Murcia ni Madrid pero, ¿por qué?
Hay varias explicaciones posibles. La más habitual durante años, que ha sido muy del gusto de la prensa nacional/española/madrileña desde 2015, momento en que se produce el cambio, es que los valencianos votamos por un cambio “hartos de la corrupción generalizada en Valencia”. Se trata de un relato que pone mucho el acento en unos pecados propios y exclusivos de los valencianos -ya se sabe, esa tendencia fenicia a la trampa como modo de vida- que habrían conducido a una corrupción generalizada y estructural de tintes grotescos y exagerados, como la mirada orientalista tiende a pintar las cosas que pasan aquí por “Levante” que, gracias a una higiénica intervención externa, a cargo de medios de comunicación nacionales/españoles/madrileños y de la acción conjunta de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, fiscalía y los tribunales de justicia, afortunadamente todos ellos en manos de los poderes centrales del Estado, habría quedado suficientemente expuesta como para que la población reaccionara y expulsara a los corruptos de las instituciones.
La explicación, sin embargo, no es del todo satisfactoria. Parte de la base de que esa corrupción que se tenía por valenciana no existía en otros lugares y, en concreto, que no se daba en Murcia o Madrid. Si pueden seguir leyendo, una vez recuperados de la carcajada y no se han atragantado con el café, podemos sin embargo tratar de ser generosos con la hipótesis y considerarla un poco: a lo mejor la clave no era tanto la corrupción como que la prensa la tratara como problema estructural y sistémico de los valencianos, algo que como es sabido en ningún caso se ha hecho con Madrid, siendo este tratamiento efectivamente diferencial el que provocó la reacción. Y es verdad que ahí podría radicar la clave del dispar comportamiento en 2015… con Madrid. Pero no así con Murcia, donde el foco también estaba puesto ya en ese momento, pues a fin de cuentas también son mediterráneos y entran dentro de la categoría de fenicios orientales, pero en su caso sin efecto electoral perceptible. Por no mencionar que, dada la evolución judicial posterior de algunos hilillos de corrupción de nada, incluso con unos medios de comunicación tan empáticos con las formas propias de gestionar del liberalismo castizo a la madrileña, lo que en 2015 seguía siendo un tema vendido como “los valencianos, los baleares y los murcianos, que son unos corruptos, como los catalanes nacionalistas” ahora es ya imposible de tratar obviando que el PP madrileño está más bien para dar lecciones y montar seminarios en la materia a los sospechosos habituales, más que para recibirlos. De hecho, ¡esto es lo que pasaba! Los efectos políticos de esta situación y de que incluso ya se hagan chistes sobre ello en los programas de la tele de denuncia humorística de la cosa, como si tal cosa, incumpliendo el código ético de los mismos de que éstos habían de ser vinculados siempre a los valencianos, al menos en su traducción electoral, ya sabemos los que son. Los que no son, quiero decir. Y, si no se tiene claro aún, pues esperemos al martes y tomamos nota.
Una razón alternativa que explicaría esta evolución tan dispar podría ser la diferente evaluación por parte de los ciudadanos de las consecuencias de la aplicación de estas políticas. Y puede tener, aparentemente, sentido. Lo que en el particular biotopo madrileño pueden ser políticas que lleven a la mejora económica de una mayoría de la población, que por ello las respaldaría con creciente entusiasmo elección tras elección, en otros lugares con otras características pueden llevar a resultados más bien nefastos, que hagan a la ciudadanía abandonar a los políticos que las respaldan. Igual que ocurre con el régimen de luz y agua que necesitan las plantas de casa, que depende de sus condiciones y características, el riego a manta en forma de políticas liberalizadoras, bajada de impuestos y privatización generalizada de la prestación de servicios públicos puede ser muy adecuado si aplicado a un vórtice económico y social mantenido con infraestructuras públicas de gran calidad pagadas por todo el país y protegido por la malla de seguridad social compuesta por la mayor parte de los funcionarios del estado de primer nivel, todos los organismos públicos y el efecto llamada hacia todas las empresas del país que viven del BOE directa o indirectamente. En tales casos, las planteas están preciosas, y aunque en las zonas menos visibles de la maceta pueda haber algunos problemas con el abono y algunos procesos de descomposición, la cosa florece en general de forma periódica que da gusto… y todos contentos. O casi todos los que cuenta, al menos, lo que ya es más que suficiente.
En cambio, ese mismo régimen de riego, abono, oxigenación y luz solar ha dejado, tras tres décadas de aplicación de estas políticas a un sitio que vivía tradicionalmente de otras cosas y no cuenta con ninguna ventaja de la capitalidad -siendo periferia española de la periferia europea como somos-, una Comunitat Valenciana que ha retrocedido en todos los indicadores. Tenemos a día de hoy menos PIB per cápita del que teníamos el siglo pasado en relación al resto de territorios españoles y europeos homologables, peores servicios sanitarios y educativos en términos relativos, menos investigación y desarrollo, menos empleos de calidad, menos industria -y, por supuesto, aún menos industria vinculada a sectores tecnológicamente punteros-, menos porcentaje de renta disponible, mayores tasas de desigualdad, un abandono escolar que es récord en la Unión Europa por primera vez en nuestras historia… y cada vez una peor financiación autonómica, lo que ahoga definitivamente las posibilidades efectivas de desarrollo autonómico que pueda mejorar la situación. Un desastre sin paliativos a poco que tratemos de hacer una mínima evaluación. En estos años sólo han crecido brotes potentes en forma de burbujas inmobiliarias asociadas a la promoción y transformación de suelo, un modelo de turismo con un tipo de rendimiento del capital muy peculiar y generador de ocupación de baja calidad y el puerto de València, que celebra cada ampliación a costa de las playas, el aire y la salud de los vecinos de la ciudad demostrando que la relación entre un puerto enorme e ineficiente y el PIB de su hinterland o el desarrollo de industrias asociadas a su actividad, en nuestro caso, parece más bien inversamente proporcional. Razón por la cual, al parecer, hace falta repetir la jugada una y otra vez, por lo visto, porque los valencianos somos los únicos animales que tropezamos dos veces en el mismo Aurelio… y todas las que haga falta en los mismos diques portuarios y sus desinteresados valedores.
A partir de esta constatación, quizás la explicación de que València sí cambiara políticamente cuando otros no lo han hecho es tan obvia como que, sencillamente, la democracia puede tener muchos defectos pero, a la postre acaba al menos funcionando a la hora de identificar las políticas negativas para un territorio, lo que provoca que los votantes las rechacen. Algo así habría pasado en el País Valenciano. Sin embargo, y teniendo en cuenta el escaso -siendo generosos- esfuerzo transformador estructural respecto de todas estos elementos y cuestiones de rediseño básico por parte de los sucesivos gobiernos del Botànic, uno tiende a poner en cuestión que esta sea la clave. Pero es que, además, echar una mirada a Murcia permite desmentir completamente que éste pueda ser el único factor explicativo de las diferencias entre la evolución política de valencianos, madrileños y murcianos. Porque si la explicación cuadraría con Madrid, con Murcia no tiene ningún sentido: explicándolo de manera expresivamente concisa, ellos están tanto o más en la mierda que nosotros y el modelo los ha destrozado con igual saña, pero no han votado manifestando su hartazgo. Tiene que haber algo más.
Probablemente ese “algo más” tenga que ver, a la postre, con la composición social y política del electorado valenciano y de la sociedad valenciana en su conjunto. Con cómo es el país en algunas de sus manifestaciones. Porque, sí, los países existen así, con sus diferencias culturales y de conformación social. Es lo que hay. En nuestro caso, con la existencia de una parte “radical”, habitualmente muy señalada también por la prensa nacional/española/madrileña para estigmatizarla y alertarnos de todos los riesgos que supone para la convivencia tener a un porcentaje minoritario pero apreciable de ciudadanos que no se sienten cómodos del todo con el marco constitucional y las políticas estructurales de riego a manta ya comentadas y que, además, ha encontrado acomodo histórico en partidos políticos a la izquierda del PSOE local que no han tenido miedo a introducir algunos de estos elementos en su discurso, otorgándoles así plena legitimidad como artefactos políticos viables parte de debate público. Por decirlo de otro modo, o apuntando a uno de sus efectos, quizás en València hubo más resistencia, y más activa, porque ya existía una red ciudadana y asociativa moderadamente eficaz y combativa que logró con éxito vehicular en la calle y en les Corts, en los medios y las manifestaciones, modulaciones y críticas que en otros lugares han permanecido más minoritarias, silenciadas y fuera del debate público. En Madrid y Murcia hasta el nacimiento de Podemos, casi nada de eso llegaba a esos foros. Aquí, un partido político como Compromís y también Esquerra Unida, e incluso ciertas facciones del PSPV local, supieron hacer bandera de ello. Compromís, en concreto, casi con un 20% de los votos no sólo ha apuntalado las mayorías políticas del Botànic sino, quizás más importante, lo ha obligado a conectar con unos valores y discursos que también necesitan ser cuidados y regados para que un día germinen del todo pero que son las raíces de una resistencia más fuerte al “modelo 1995”. Es cierto que, de momento, el grueso de las nueces los recogen otros, como por otro lado pasa frecuentemente con casi toda la labor radical de acción política que hace palanca desde la defensa de valores aparentemente excéntricos y alejados de los grandes consensos, pero no conviene minusvalorar los efectos estructurales que puede tener abonar adecuadamente el terreno con estos materiales de resistencia.
El desesperante vacío político que muestran las fuerzas con pretensiones transformadoras y progresistas en toda Europa parece estar llevando, en Alemania, en Francia, en el Reino Unido posterior al Brexit, en Austria, en los países del norte de Europa… a ensayar vías que combinen ese radicalismo respecto de algunos valores, con creciente importancia de la sostenibilidad y la lucha por la inclusión tomada en serio, con cierta moderación económica. Se apoyan de forma creciente en fuerzas jóvenes, y muchas veces en partidos de obediencia no estatal, más centrados en estos dos combates en sus derivadas de proximidad, que articulan alianzas más o menos exitosas. Quizás la diferencia de Valencia con respecto a Murcia o Madrid es que, sea por la razón que sea -porque ya había un sustrato favorable para ello, vaya, y un trabajo previo-, la cosa haya germinado aquí un poco antes. Queda todavía ambición, además, para fer saó aún más en serio. Por su parte, Más Madrid parece estar intentando sembrar algo parecido, y muy probablemente sea esa línea la que pueda ir creando una red política alternativa en condiciones de disputar la hegemonía a la derecha allí en un futuro. Los Verdes en Francia, y no digamos en Alemania, están a lo mismo. El ejemplo escocés o galés ilustra también algunas interesantes derivadas, pero también el de Baden-Württenberg, sobre dónde puede llegar una dinámica ambiciosa en esta dirección a escala subestatal.
Mirando al futuro, encontramos aquí no sólo una posible explicación a por qué el País Valenciano ha evolucionado de forma diferente a Murcia o Madrid, sino también una indicación de por qué los valencianos hemos votado lo que hemos votado y de qué tipo de cosas nos han hecho cada vez más políticamente conscientes. Lo que significa, también, qué tipo de cosas en el fondo queremos que haga nuestro gobierno, para qué lo votamos. Puede el Botànic empezar a ponerse las pilas, porque si no es capaz, tras seis años, de detectar por qué se le votó en realidad y para qué se les quiere en el poder, quizás su andadura en el poder esté llamada a acabar mucho antes de lo que ahora todo podemos suponer. Desatender las razones, fundadas, de sus apoyos más “radicales” y dar sistemáticamente razón a las soluciones de siempre -que suelen ser tenidas por las “sensatas”, las “moderadas”, las “no conflictivas”- es una receta que sólo puede conducir a la decepción. Porque no están ahí por eso… ni para eso. Del hecho de que, además, no resolver los problemas estructurales y graves que tenemos, que se quiera o no verlos y hablar de ellos siguen ahí, especialmente económicos y de inclusión, de manera satisfactoria abrirá necesariamente la puerta a que otros se acaben postulando para hacerlo por vías “radicales” alternativas, además, ya hablaremos otro día.