No hacía falta que la revista Forbes eligiera a València en el primer puesto del ranking de las 40 principales ciudades del mundo. En la capital del Turia se vive de puta madre desde tiempos inmemorables. Inclusive, en aquella ciudad de invierno gris y atragantado, de cielo plomizo, seatizada, con un xicotet Manises, con una estación de autobuses de inspiración soviética, con un alcantarillado de pena y sin caudal de agua en el río que conocí.
Eso lo sabemos todos los valencianos. No hace falta que nos lo cuenten. Ahora el cuento es otro, quizá la mercadotecnia necesite a la capital mundial de los escultores del fuego para otros fines. El barómetro y por consiguiente escrutinio de dicho reconocimiento público, no hay que ponerse medallas, se mide de las positivas valoraciones de los residentes no paridos en la Cigüeña. Por cierto recalcar que el aprobado fue justito en la oferta del mercado laboral local.
Me importa más bien poco o nada lo que destaque entre líneas dicha publicación. Me preocupa más que mis vecinos vivan como se merecen, con dignidad y con unos servicios públicos que funcionen. No pido más. Ni pido menos. Ni supermanzanas. Ni estadios de fútbol. Para vivir en condiciones en cualquier ciudad se necesita de dos requisitos imprescindibles: vivienda y trabajo, y el ocio, personal e intransferible, germina de la espontaneidad de cada uno.
La vivienda, en alquiler o propiedad, es uno de los primeros y afamados problemas de los jóvenes valencianos metropolitanos. Tema de portada de la clase política a las puertas de una de las más que calientes elecciones que se avecinan, y no es ninguna comedia. La culpa fue del bogavante. No soy defensor de las estadísticas. Cada uno las interpreta a su manera. Prefiero abanderar a los casos reales. Exponerlos.
En apenas dos semanas me he encontrado con tres de ellos que invita a una seria y severa reflexión por parte de todos. El primero se desarrolló en un despacho de abogados de la ciudad. Fui el gancho entre comprador y vendedor. La negativa del propietario a incluir en el contrato la opción de alquiler fue eliminada porque no existían garantías jurídicas frente al posible impago. La operación se truncó.
La segunda fue más boyante, el dueño y señor de la finca pretendía de sus inquilinos estancias cortas frente a temporadas de larga duración. Quería ganar más en menos. Turistas a vecinos. Sin comentarios.
Y la última, la más atendida, de la voz y la experiencia personal de Luci, un joven nacido en Timisora, que entre la multitud de seguidores de un equipo de béisbol americano pasaría desapercibido.
El ciudadano rumano lleva aficando desde el 2003 en aquella España de la opulencia y del bogavante. En aquella España que la mano de obra era necesaria para levantar imperios. Imperios que se desplomaron como el de Mariscos Recio o Rumasa. Después de las bromas vino la exposición.
El imberbe muchacho lleva pernoctando entre Madrid y València veinte años, trabajando como un chino, circula de habitación en habitación, compartiendo piso desde que aterrizara en Barajas. Triste pero real. Así es la nueva vida que no espera, ¿la de cuatro días sin salir de una habitación?