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el callejero

El valenciano que cayó en el embrujo de Formentera

Foto: GIUSEPPE FONTANI
25/06/2023 - 

Joan Montero se pasa el día detrás de un tenderete amarillo lleno de pulseras y collares. A su espalda tiene una playa de postal, la de Els Pujols, en la zona más turística de Formentera. Está atiborrada de italianos, restaurantes y tiendas de ropa. Y ahí, al principio del breve paseo marítimo, en una esquina, pasa cada verano este valenciano de 72 años para vender sus pulseras hechas a mano. No pasa desapercibido. Joan tiene un aspecto peculiar. Viste con un escueto bañador. Nada más. Ni calzado, ni pantalones, ni camisa. Y luce una melena blanca que le da, junto a su torso tostado, un aspecto salvaje. Pero luego él es un hombre muy tranquilo que vive feliz en ese rincón de la pequeña isla de las Pitiusas.

A Formentera llegó hace un mundo. Joan tenía 16 años en el ya lejano 1967 cuando entró por La Savina, el puerto de Formentera. Este adolescente necesitaba trabajar y se enteró de que había faena de albañil en Ibiza. Cuando llegó lo mandaron directo al ferry para ir a la isla vecina porque estaban construyendo el Hotel Cala Saona. El negocio era y es de la familia Ferrer. El abuelo, la primera generación, emigró a Argentina con 13 años. Cuando volvió se compró un terreno en Sant Ferran y, tiempo después, en los años 20, montó la histórica Fonda Platé (allí llegó, mucho después, la primera antena de televisión de toda Formentera). Durante la Guerra Civil, se mudaron a Barcelona y su hijo entró a trabajar en el barco del cónsul de Islandia. Con él viajó por el sur de Francia y así fue como llegó hasta Mónaco, donde estuvo empleado como cocinero del príncipe Rainiero, quien años después fondeó con Onassis frente a Ses Illetes y le devolvió la visita.

Ferrer descubrió durante esos años el potencial del turismo y cuando regresó a Formentera compró unas tierras en Cala Saona, donde, en los años 50, montó una modesta residencia donde tiempo después se animó a levantar el hotel en una obra en la que trabajó Joan Montero. El valenciano llegó a Formentera en invierno y se encontró una isla prácticamente virgen. “Era muy verde. Estaba llena de campos de trigo, higueras, viñedos… Era todo bosque y muy bonita, pero no había nada… Ni coches, ni motos, ni luz eléctrica. Al principio iba caminando a todos los sitios. Luego ya me compré una bicicleta. Y después, una moto. En aquel entonces había muy poquitas motos, sólo veías alguna si venía algún hippie. Tampoco había carreteras: todo eran caminos de tierra o de piedras. Para ir desde València tenías que ir en barco a Ibiza o San Antonio. Luego desde Dénia. Y desde hace poco, directo a Formentera desde Dénia”.

Corría descalzo por los acantilados

El Joan más asilvestrado encontró su sitio en la isla, por donde empezó a correr de aquí para allá sin importarle el terreno. Muchas veces iba descalzo y lo mismo daba la vuelta al Estany Pudent que trotaba feliz por los acantilados de La Mola o Es Cap. “Aquí empecé a desarrollar mi cuerpo”, cuenta el Joan septuagenario que todavía conserva un buen aspecto físico. Formentera le gustó y, pese a que volvía a València periódicamente, ya nunca la abandonó. “Desde el momento que llegué tuve claro que quería quedarme aquí a vivir. Para muchas personas Formentera es una bruja que te hace su embrujo y te atrapa. Hay brujas buenas, la mayoría, y una mala. ¿Que cuál es la mala? Quién sabe…”.

Han pasado 56 años de su llegada a la isla y Joan Montero ha acabado convertido en un símbolo de Formentera. No es el fotografiado faro de Barbaria, pero casi. Algunos turistas pasan y le piden hacerse una fotografía a su lado. Él atiende a todos con cortesía. Es un hombre tranquilo y querido. Hace un rato se ha comido un buen plato de fideuà que le han traído de Fandango, el restaurante que hay justo al lado y que en poco tiempo se ha convertido en uno de los locales de moda de la isla. Es muy posible que Joan no tenga ni idea del precio de ese mismo plato de fideuà en una de las codiciadas mesas donde cuarentones y cincuentones celebran la vida.

Joan vive con modestia, la que aprendió de sus padres, un albañil y una ama de casa. “Tengo un hermano que vive en Formentera de payés; tiene un terreno en La Mola y hace vino, verduras, higos secos… y otro que en verano es el cocinero del Sa Sequi -un chiringuito próximo a La Savina- y que luego pasa el invierno en Granada. Y también tengo una hermana que lleva más de treinta años sin venir a Formentera”.

Él vive en Els Pujols, en un apartamento muy cercano a su parada, desde hace cincuenta años. Cuando llegó la primera vez, aquel rincón de la isla no se parecía nada a la zona consagrada al turismo que es ahora. “Todo esto era un bosque de pinos y sabinas. Y por el medio, paralelo a la playa, cruzaba un camino para llegar a los embarcaderos de los pescadores -aún queda alguno-. Todo era arena, romero, pinos, sabinas… Había dunas de arena muy altas. Pero ya no existe eso y aquello tan verde ya no está”.

Albañil, camarero, cocinero…

Suena el teléfono y Joan contesta: “Aló”. Es el momento de cotillear disimuladamente los colgantes dorados que cuelgan sobre el torso desnudo. Lleva varios con la forma de la isla de Formentera y otros con la silueta de una sargantana. Bajo el tenderete hay una botella de licor de hierbas Marí Mayans. Junto a los abalorios para hacer las pulseras, una botella de agua, una bolsa de arroz La Fallera, un mechero y una fiambrera con monedas. Luego cuelga el teléfono con el dedo índice en el que lleva un anillo dorado y reanuda la charla.

La primera vez que vendió pulseras fue en los años 70. En aquella época cogía algún día libre y colocaba las pulseras sobre un trapo que estiraba en el suelo al lado del recién inaugurado Sa Volta, otro hotel de otra familia Ferrer de la isla. “Pero yo ya trabajaba. Aquí he estado empleado de albañil, cocinero y camarero. También he estado en una discoteca que está aquí detrás -en Els Pujols- que ahora se llama Pineta, pero que entonces se llamaba Magoo, y pasé allí doce años.

Cuando vino mi hija tuve que dejar el trabajo de hostelería. Aurora no tenía mamá ni nada y la cuidaba yo. Cambié de trabajo y de todo. En verano hacía la temporada aquí y en invierno me iba a Algemesí a coger la naranja y, de paso, a correr carreras y maratones”.

Joan adquirió cierta popularidad entre los corredores valencianos en los años 90. Durante aquella década, cuando correr aún no era una moda, era muy corriente en las carreras populares escuchar el sonido de la planta del pie chocando contra el asfalto. Los corredores se giraban y se sorprendían al ver a aquel tipo tan singular que corría descalzo -entonces era algo insólito- y con el pelo largo. Tres décadas después muchos aún se acuerdan de él y algunos socios de Correcaminos, el veterano club de corredores de València, acuden a saludarle cuando viajan a Formentera para participar en su solicitado medio maratón.

A él le da pena recordar sus años felices como corredor. Una enfermedad le impide correr y se pone triste cuando alguien le habla de carreras o cuando se encuentra por casa los viejos trofeos de sus tiempos de corredor. Su primer maratón, en la tercera o cuarta edición de València, fue en 1983 o 1984. Luego vinieron muchos más. “Cuando iba a Algemesí en la temporada de la naranja trabajaba todo el día, pero luego llegaba el fin de semana y aprovechaba. He llegado a correr tres carreras entre el sábado y el domingo. Una vez coincidió que hice el sábado la media maratón de Canals, me fui a casa, me duché, cogí el coche y me marché a Madrid para correr el maratón al día siguiente. Así muchas veces. Hice dieciséis maratones en València. Ocho en Barcelona, otros ocho en Madrid, ocho en Benidorm, ocho en Sevilla… Y muchas más medias maratones y otras carreras. Lo echo mucho de menos. Tanto que recordarlo me da mucha tristeza y no lo puedo soportar”.

Había gente que se burlaba

Él no hacía una preparación específica. Sólo salía a correr por Formentera y muchas veces se tiraba dos o tres horas por ahí. Le ayudaba su físico, un cuerpo pequeño y liviano que jamás alcanzó los sesenta kilos. Su último maratón fue en 2001 -él cree que fue en 2000-, un evento que se organizó en Madrid para despedir a dos leyendas de la distancia en España: Abel Antón y Martín Fiz. “En el 2000 corrí, pero no acabé, mi último maratón, que se denominó Millennium Marathon Madrid-. Luego intenté correr en Torrevieja y Santa Pola y no pude por la enfermedad”. Su problema tiene nombre, se llama síndrome de Leriche y, según la Wikipedia, es una “oclusión ateroesclerótica” que provoca dolor en las extremidades inferiores.

Aquella enfermedad misteriosa acabó con las carreras con dorsal pero también con sus correrías por los acantilados, con aquellas dos o tres horas trotando por la playa, con esa sensación de libertad corriendo descalzo por Formentera. “Siempre he hecho mucho deporte. Ahora, desgraciadamente, ya no puedo correr, pero hago yoga y gimnasia, y eso me permite estar fuerte y tener el cuerpo muy flexible. Intento correr, pero tengo una enfermedad crónica que me lo impide”.

De repente llegan una mujer y una niña. La primera es la hija de Joan, Aurora, que tiene 36 años. La pequeña es Aran, su nieta. Ellas viven en el valle de Arán y en verano van a visitar al abuelo, que monta el tenderete el 1 de mayo y lo desmonta a finales de octubre. Ahí, durante ese medio año, se curte al sol hasta que la piel, después de pelarse, se le queda, según explica, como “una serpiente”. Luego, cuando llega el invierno, se va tres meses a Algemesí, pero dice que, desde que ha dejado de correr, no le gusta València. Y eso que en su época de corredor había gente que le insultaba y se burlaba simplemente por correr con el pelo largo y sin zapatillas. “Bueno, hay gente para todo”, se limita a decir.

Joan cuenta que siempre fue deportista y que nunca le gustó la juerga ni la mala vida. Hay algún asunto, como el motivo por el que su hija no tiene madre, en el que se niega a entrar. Cierra alguna otra puerta, pero luego se explaya contando su vida. Esta entrevista ha costado seis años. Los cinco primeros se encontraron un no rotundo por respuesta. Al sexto, quizá por la insistencia, quizá porque su hija se lo ha pedido, dijo que sí. Se despide en valenciano, estrecha la mano con fuerza y luego se sienta detrás del tenderete amarillo, coge un hilo que parece de pescar y empieza a pasar la bolitas para hacer una pulsera. Esa es ahora su vida. Si se aburre, sólo tiene que darse la vuelta, contemplar las aguas cristalinas y dejarse acunar por la bruja Formentera.

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