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Angelotes

  • FOTO: EFE
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Los angelitos de la independencia, mártires que las fuerzas opresivas echan a bastonazos de cualquier sitio por una papanduja —como expresar su mala educación o pisotear los derechos de los demás—, no presentan batalla cuando llueve o hace frío. Los querubines del tsunami democràtic, los héroes de la rebelión, los conquistadores de las avenidas y de las autopistas no son fornidos, ni aguerridos, ni leales. Aunque parecen salvajes, organizan trifulcas y siembran el caos, en el fondo son angelotes, hijos de papá, infantes ñoños a los que arredra un copo de nieve y un escalofrío. 

Son criaturas delicadas que buscan aventura con la excusa del combate patriótico; paladines del catalanismo que llevan provisiones y abrigazos, y que sólo defienden la causa por encima de los veinte grados. Los gamberros del referéndum, los galloferos de la independencia, los vándalos del pasamontañas y el adoquín usan, en realidad, zapatillas de punta y tutús de muselina. Son revolucionarios de alcurnia, individuos de buen tono que practican el alzamiento y la secesión con el único propósito de combatir la galbana que los devora. 

Mucho grito y mucha pedrada, muchas hogueras y destrozos, pero poca implicación. Si no hace bueno, se quedan en casa. Juegan, como los chalecos amarillos, a la revuelta de las masas, a la dictadura de las mayorías, al poder del número y la barbaridad. Los dirigentes oficiales del independentismo azuzan, para el cuerpo a cuerpo, a sus hordas de angelotes, a sus mesnadas bienestantes y biencomientes, que se lanzan a la calle, mano a mano con el turismo anarquista, en pos de la piromanía y el delirio, del paroxismo y el descontrol. Cataluña está llena de angelotes de la desobediencia, de malcriados inflamables, de rapagones que tomarán el arroyo siempre que no hiele y lo brindarán, con una leve mueca de pitorreo, a la curia política. No cuela el tapujo de Vendetta, ni el afeite a lo Joker, ni la carátula de It, ni la indumentaria perrofláutica: son los angelotes habituales, los vástagos de la burguesía, la burguesía misma, enardecida y carroza, echando canas al fuego de las barricadas. 

Carreras y asaltos, aullidos y fogonazos, histerias y consignas, desahogos y parrandas; los angelotes del separatismo se lo pasan pipa, sobre todo porque son conscientes de que no pagarán los gastos de sus animaladas, y porque alternan con los plebeyos, con los retoños del proletariado, a quienes tampoco importa un comino la independencia pero han venido, como todos, a olvidar un poco la frustración, la mediocridad y la televidencia que llevan dentro.

Si miramos el asunto desde cierta perspectiva descubriremos que Torra y Puigdemont, burladores burlados, rebeldes desbordados, que miran el presente con las claves del ayer, no hacen más que dar pie a las multitudes para que redacten sus flores del mal callejeras, para que compongan sus rimas de incendio y sus leyendas de tirachinas. Los angelotes del nacionalismo no acatan de verdad las negras consignas del tsunami; fingen acatarlas para divertirse, las utilizan para evadirse un rato de la insulsez de su vidorra y de su interminable oposición a notaría. 

Estos angelotes de las barricadas, biombos del saqueo y el pillaje, mastuerzos de algarada y resopón, que chillan enloquecidos y carcajean hasta el sofoco, muestran a las claras y a las turbias el escaso apego que tienen a ninguna causa, y ponen de manifiesto los pies de barro de un movimiento que, a pesar de los alaridos y las manotadas actuales, comenzó su declive a finales de los ochenta. Son pipiolos acomodados que practican la kale borroka en sus horas de asueto; nihilistas audiovisuales que no temen a los policías —transformados por las leyes en espantajos de piñata—; rentistas que huyen, sencillamente, de coger frío. 

Estos almogávares de alcorza, suscritos al CDR del barrio y a la web de Waterloo, no buscan libertad, sino juerga; ni sienten patriotismo, sino comezón despachurratoria. Quieren despanzurrar coches, reventar escaparates, quemar contenedores y machacar, en lo primero que agarren, el descomunal absurdo en que la frivolidad ha convertido su existencia. Como bases del «proceso» resultan, pues, harto endebles; pero como pronósticos del futuro inmediato no tienen precio.

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