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El euro digital: ¿avance inevitable o experimento con riesgos ocultos?

  • Imagen de archivo de monedas de euro.
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MADRID. En los últimos meses, el anuncio del Banco Central Europeo (BCE) de seguir adelante en su proyecto hacia la creación de un euro digital ha vuelto a ocupar titulares en los medios de comunicación, tanto especializados como generalistas. Para muchos ciudadanos sigue siendo un concepto abstracto, envuelto en interrogantes: ¿se trata de una especie de “bitcoin oficial”? ¿acabará con los billetes y monedas? ¿será solo otra aplicación de pago más? La realidad es más compleja, porque el euro digital no es una criptomoneda, ni un simple sistema de pagos, sino un proyecto político, económico y tecnológico que puede redefinir la relación de los europeos con su dinero.

La narrativa oficial habla de modernización, soberanía y seguridad. Sin embargo, más allá de los discursos, es legítimo preguntarse si los beneficios superarán realmente a los riesgos, y si Europa no está entrando en un terreno experimental con consecuencias difíciles de prever.

Qué es y qué pretende el euro digital

El BCE describe el euro digital como una forma electrónica de dinero, emitida directamente por la autoridad monetaria, con el mismo respaldo legal que los billetes y monedas. No busca sustituir al efectivo —al menos en teoría—, sino complementarlo. Cada ciudadano o empresa podría disponer de un “monedero digital” gestionado por bancos u otros intermediarios autorizados, desde el cual realizar pagos instantáneos en toda la Eurozona.

La motivación oficial es doble. Por un lado, reforzar la autonomía estratégica de Europa en un mundo dominado por gigantes tecnológicos y financieros extranjeros: Visa, Mastercard, PayPal o Apple Pay canalizan gran parte de las transacciones electrónicas actuales. Por otro, ofrecer a los ciudadanos un medio de pago seguro, accesible y resistente incluso en situaciones de crisis tecnológica o geopolítica.

En la práctica, el BCE promete un sistema universal, con posibilidad de pagos offline y sin necesidad de tener una cuenta corriente en un banco. Sobre el papel, suena a modernización financiera. Pero al analizarlo con más detalle, surgen dudas de calado.

Un calendario que genera expectativas… y recelos

El proyecto comenzó en 2021 con una fase de investigación, y desde 2023 se encuentra en fase de preparación. El BCE está definiendo cuestiones técnicas —límites de saldo, sistemas de seguridad, funcionamiento offline— mientras la Comisión Europea trabaja en el marco legislativo.

La fecha que se maneja para un posible despliegue masivo es 2029, aunque antes habrá programas piloto. Es decir, estamos ante un proceso largo, que requiere no solo ajustes tecnológicos, sino también pedagógicos: la mayor parte de los europeos aún desconoce qué es exactamente el euro digital, y la aceptación social está lejos de estar asegurada.

Las ventajas que suelen esgrimirse para su implantación son conocidas:

  • 1) Soberanía financiera europea: disponer de una infraestructura de pagos propia, que reduzca la dependencia de multinacionales y, potencialmente, de presiones geopolíticas. 

  • 2) Seguridad y confianza: al ser dinero emitido por el BCE, desaparece el riesgo de quiebra bancaria asociado a los depósitos en entidades privadas.

  • 3) Pagos más rápidos y eficientes: transferencias inmediatas, interoperabilidad plena en toda la Eurozona y menores comisiones.

  • 4) Innovación: posibilidad de integrar pagos programables, identidades digitales o aplicaciones en comercio internacional. 

  • 5) Inclusión: acceso al dinero digital para quienes no tienen cuenta bancaria, siempre que se diseñen aplicaciones simples y accesibles.

Todos ellos son argumentos poderosos, pero tienen un sesgo evidente: se presentan como si la alternativa fuese la parálisis. En realidad, muchas de estas ventajas podrían alcanzarse reforzando los sistemas de pago existentes, sin necesidad de alterar la naturaleza del dinero en la Eurozona.

Pero un análisis crítico obliga a mirar más allá de las promesas. Los riesgos y dudas en torno al euro digital son significativos:

  • 1) Privacidad y control ciudadano: Aunque el BCE asegura que protegerá la confidencialidad, la tentación política de usar el euro digital como herramienta de vigilancia es evidente. ¿Quién garantiza que, en un contexto de crisis, no se impongan restricciones sobre en qué gastar, o se monitoricen masivamente las transacciones? La digitalización absoluta del dinero convierte a cada ciudadano en completamente rastreable.

  • 2) Impacto en la banca privada: Si los ciudadanos optan por guardar parte de sus ahorros en euros digitales, los bancos perderán depósitos, su principal fuente para conceder créditos. El BCE ya estudia imponer límites a los saldos, pero eso no elimina la amenaza: un euro digital atractivo podría debilitar el papel de la banca comercial, con efectos sistémicos difíciles de calibrar.

  • 3) Brecha digital y exclusión: El BCE promete accesibilidad, pero la realidad es que millones de europeos —especialmente mayores o residentes en zonas rurales— siguen dependiendo del efectivo. Obligar a todos a manejar “monederos digitales” puede ampliar desigualdades en lugar de reducirlas.

  • 4) Costes de implantación: Comercios, bancos y administraciones deberán invertir en nuevas infraestructuras, formación y adaptación. No está claro quién asumirá esos costes ni si los beneficios económicos justifican el esfuerzo.

  • 5) Aceptación social incierta: Encuestas muestran que la mayoría de europeos ni entiende el proyecto ni siente la necesidad de un euro digital. ¿Qué pasará si se lanza una herramienta sofisticada que los ciudadanos perciben como impuesta?

El espejismo del control monetario

Uno de los argumentos menos visibles, pero más relevantes, es el interés del BCE en ganar nuevas herramientas de política monetaria. Con un euro digital, podría —al menos en teoría— aplicar estímulos o restricciones de forma más directa: distribuir dinero a ciudadanos en tiempos de crisis, imponer tipos de interés negativos sobre saldos digitales o incluso condicionar el uso del dinero a ciertos fines.

Desde un punto de vista técnico, esto es una ventaja. Desde un punto de vista democrático, plantea serias preguntas: ¿queremos un banco central con capacidad de intervenir tan directamente en nuestras finanzas personales? El riesgo de politización es evidente, especialmente en contextos de crisis.

 

Un debate aún incompleto

El euro digital se presenta como una respuesta casi inevitable a la digitalización de los pagos y al auge de monedas digitales en otros países. Pero la verdadera cuestión es si responde a necesidades reales de los ciudadanos europeos o más bien a un deseo institucional de no quedarse rezagados.

China ya ha avanzado con su yuan digital, que se utiliza de forma experimental en algunas ciudades. Allí el control estatal es explícito y la privacidad, mínima. Estados Unidos estudia un dólar digital, aunque con un debate mucho más polarizado y con fuerte oposición política.

Europa, en cambio, se mueve en una posición intermedia: no quiere quedarse atrás, pero tampoco tiene un consenso social claro. El peligro es terminar copiando modelos autoritarios de control financiero bajo la etiqueta de “modernización”.

Algunos expertos apuntan que el proyecto está sobredimensionado: Europa ya cuenta con sistemas de pago instantáneo y con una moneda fuerte. ¿No sería más prudente reforzar la infraestructura existente en lugar de crear un instrumento nuevo con riesgos impredecibles?

Conclusión: entre la promesa y la desconfianza

El euro digital es, sin duda, un proyecto ambicioso que podría transformar la manera en que circula el dinero en Europa. Pero esa ambición no debe confundirse con necesidad.

A día de hoy, los beneficios reales parecen difusos y condicionados a la aceptación masiva, mientras que los riesgos —sobre la privacidad, la banca, la inclusión social o la libertad individual— son tangibles y preocupantes.

El reto no es únicamente técnico, sino profundamente político y social: se trata de decidir qué tipo de relación queremos mantener con nuestro dinero y con las instituciones que lo controlan.

La pregunta que queda en el aire es clara: ¿será el euro digital un instrumento de progreso y soberanía, o acabará siendo un experimento de control con más costes que beneficios? El tiempo —y sobre todo los ciudadanos europeos— tendrán la última palabra.

 

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