MADRID. España en 2025 es, a primera vista, la historia de un éxito macroeconómico notable. Con un dinamismo que consistentemente supera la media de la Eurozona, el Producto Interior Bruto (PIB) de España crece con vigor y el Gobierno lo presenta como la prueba irrefutable del éxito de su modelo económico, (que dicen “acertado”) y de una gestión planificada eficaz.
Sin embargo, para cualquier analista con visión estructural, el optimismo oficial debe ser matizado con una dosis de escepticismo crítico. El crecimiento, como la felicidad, no se mide únicamente por la magnitud de un solo indicador.
Si examinamos las métricas fundamentales de la calidad económica –el PIB per cápita, la productividad, la composición del empleo y la sostenibilidad fiscal–, emerge un panorama mucho más complejo y preocupante. El modelo de crecimiento español corre el riesgo de ser un mero ciclo favorable temporal, más que una transformación estructural duradera. La política económica debe abandonar la complacencia de la cantidad y centrarse, de manera urgente, en la calidad, porque hay varias realidades que el Gobierno no “airea tanto”: el PIB crece, sí, pero aupado por el sector servicios, la fortaleza del turismo y el impacto gradual de los fondos Next Generation de la Unión Europea.
El PIB per cápita: La cruel realidad de la riqueza distribuida
La crítica más incisiva al "milagro" del crecimiento español se encuentra en la distinción entre el PIB total y el PIB per cápita. El crecimiento agregado, ese titular que tanto celebra el Ejecutivo, es una cifra nominal que puede estar distorsionada por factores demográficos y los flujos de inversión, y no siempre se traduce en una mejora tangible del nivel de vida del ciudadano medio.
Mientras que el PIB total se ha recuperado con notable rapidez post-pandemia, el PIB per cápita real de España sigue anclado en posiciones rezagadas, especialmente en comparación con sus pares europeos. ¿Por qué ocurre esto?
El fenómeno se explica, en gran medida, por el crecimiento demográfico impulsado por la inmigración neta. La llegada de población activa contribuye directamente al aumento de la producción total (el PIB) y al aumento de la ocupación, alimentando las estadísticas de crecimiento. Si bien este fenómeno es positivo para paliar el envejecimiento y aumentar la mano de obra, diluye el crecimiento de la riqueza total entre un mayor número de habitantes. En esencia, si el PIB crece un 2% y la población también lo hace un 2%, el PIB per cápita se estanca.
El verdadero problema no es la inmigración, sino que el ritmo de crecimiento de la productividad y de la inversión de capital por trabajador no es lo suficientemente potente como para absorber a esta nueva población activa en empleos de alto valor añadido. Si el nuevo empleo se concentra en sectores de baja productividad (como gran parte del sector servicios), el PIB per cápita se estanca o crece muy lentamente, dejando a España lejos de alcanzar la convergencia con el núcleo de la Eurozona, un objetivo largamente aplazado.
El freno de la productividad: El 'talón de Aquiles' histórico
La productividad por hora trabajada –el motor real de la riqueza sostenible– es el verdadero talón de Aquiles de la economía española. Pese a las reformas laborales y a la inversión prevista en digitalización, la productividad española sigue siendo estructuralmente baja y, lo que es peor, ha mostrado un comportamiento errático y decepcionante.
Este estancamiento de la productividad se retroalimenta de varios factores endémicos:
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Atomización Empresarial y Baja Capitalización.
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Especialización de Bajo Valor Añadido: La economía mantiene una excesiva dependencia de sectores con márgenes reducidos y escasa complejidad tecnológica, como el turismo, la hostelería y el comercio minorista. Estos sectores, si bien generan empleo masivo, ofrecen pocas oportunidades para la innovación que impulsa la productividad a nivel nacional.
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Burocracia y Regulación: Barrera significativa para la inversión, la eficiencia y la expansión de las empresas más dinámicas.
Si el crecimiento se basa principalmente en la extensión de horas trabajadas (más personas, más empleo de baja cualificación) en lugar de la intensificación del capital y la tecnología (mejores herramientas, procesos más eficientes), la convergencia con Europa se vuelve una quimera. El dinamismo actual se fundamenta en un modelo de crecimiento extensivo, no intensivo, condenando al país a una posición de eterna periferia.
Empleo: Más cantidad… cuestionable calidad
El mercado laboral es otro ámbito donde la estadística agregada maquilla la realidad estructural. El aumento del número de afiliados a la Seguridad Social y la caída de la tasa de paro son logros incuestionables. Sin embargo, este crecimiento del empleo plantea serias dudas sobre su calidad y sostenibilidad:
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El nuevo empleo tiende a concentrarse en los extremos: un pequeño nicho de alta cualificación y una amplia base de empleos de baja remuneración y menor estabilidad. Esto exacerba la desigualdad de ingresos.
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Aunque la inflación se ha moderado, el crecimiento nominal de los salarios, especialmente en los sectores de baja productividad, a menudo no compensa la pérdida de poder adquisitivo acumulada, lo que impacta negativamente en la capacidad de ahorro de los hogares y su bienestar real.
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A pesar de la reducción de la temporalidad provocada por la reforma laboral, el modelo de empleo todavía se ve afectado por altos niveles de subempleo y por una escasa adecuación entre la formación y el puesto de trabajo, lo que desaprovecha el capital humano.
La creación de empleo es esencial, pero si este no va acompañado de un incremento sostenido de la productividad marginal del trabajador, el ciclo virtuoso se quiebra, y el aumento del coste laboral, sin la correspondiente ganancia de eficiencia, amenaza la competitividad de las empresas.
El desafío de la sostenibilidad fiscal y la deuda
Ningún análisis sobre la calidad del crecimiento español puede omitir la fragilidad fiscal del Estado. El actual dinamismo del PIB se produce en un contexto de un elevado déficit estructural y una deuda pública que se mantiene en niveles históricamente altos… Y todo ello coincidiendo en el tiempo con las mayores tasas de recaudación impositiva conocidas en el tiempo.
El aumento del gasto público ha sido, en gran parte, el motor de la demanda interna y del crecimiento post-pandemia. Sin embargo, gran parte de este gasto ha sido de naturaleza no productiva (transferencias, gasto corriente), y el aumento de la recaudación asociado al crecimiento agregado no ha sido suficiente para reequilibrar de forma sólida las cuentas públicas.
La reintroducción de las reglas fiscales europeas y el elevado coste de la financiación asociado a las tasas de interés, aunque éstas se moderen, suponen una amenaza directa al crecimiento futuro. Si el Gobierno se ve obligado a realizar un ajuste fiscal abrupto –ya sea por la vía del recorte del gasto o del aumento de impuestos–, la demanda interna se resentirá, y el ciclo de crecimiento actual podría truncarse.
La calidad del crecimiento exige un compromiso creíble con la consolidación fiscal a medio plazo. El gasto debe reorientarse prioritariamente hacia la inversión productiva (infraestructura, I+D, educación y formación) que eleve el capital humano y físico del país, en lugar de sostener un déficit que hipoteca el futuro.
Conclusión: De la cantidad al esfuerzo cualitativo
El crecimiento agregado de la economía española en 2025 es, sin duda, un dato positivo. Pero la complacencia ante las cifras globales es el mayor enemigo de la prosperidad a largo plazo.
El modelo actual de crecimiento extensivo, impulsado por el turismo, la inmigración y el gasto público, es inherentemente inestable y reproduce los mismos desequilibrios estructurales que han condenado a España a la volatilidad cíclica: baja productividad, estancamiento del PIB per cápita, alta deuda y polarización del mercado laboral.
Para transformar este ciclo favorable en una transformación estructural duradera, la política económica debe realizar un cambio de foco radical:
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Mejorar la productividad, impulsando la inversión en I+D privada, promoviendo la dimensión empresarial mediante incentivos a la fusión y el crecimiento, y reduciendo la burocracia.
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Mejorar la calidad del empleo, vinculando el crecimiento salarial a los incrementos de productividad y focalizando las políticas activas de empleo en la recualificación hacia las nuevas demandas de la economía digital.
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Conseguir la sostenibilidad fiscal, estableciendo una senda de consolidación fiscal creíble, priorizando el gasto en inversiones que aumenten el capital productivo del país, en lugar de mantener el déficit estructural.
Mientras el PIB per cápita no muestre una convergencia sostenida con la EuroZona y la productividad no despegue, el "modelo de dinamismo" que pregona el Gobierno español no es más que un espejismo.
El verdadero éxito económico para España no es crecer más, sino crecer mejor. La tarea pendiente es la más difícil: ejecutar las reformas audaces y coherentes que transformen el vigor agregado en riqueza distribuida y sostenible.
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