MADRID. Desde el anuncio de la entrada de la SEPI en Telefónica, hasta el nombramiento de Marc Murtra como presidente ejecutivo, el mensaje oficial ha sido claro, “proteger un activo estratégico, garantizar la estabilidad accionarial y reforzar la soberanía tecnológica”. Sin embargo, un año después, la realidad que se percibe en el mercado es muy distinta: un plan estratégico poco ilusionante, un sustancial recorte de dividendo, un nuevo ERE masivo… y una cotización que ha pasado de rozar los 4,90 euros en agosto a moverse en torno a los 3,70, casi un 24% abajo desde máximos de 52 semanas.
La pregunta incómoda, pero inevitable, que muchos se hacen es si las grandes decisiones en el entorno de Telefónica se están tomando con criterios empresariales y financieros, o si pesan más los equilibrios políticos y las urgencias comunicativas del Gobierno… Y, sobre todo, si tiene sentido que el Estado controle un 10% de la compañía, sin asumir de forma explícita las responsabilidades que conlleva ser un accionista de referencia.
De STC a la SEPI, la política aterriza en el capital
El origen de este giro está en septiembre de 2023, cuando el grupo saudí STC anunció la compra de un 9,9% de Telefónica por unos 2.100 millones de euros, convirtiéndose de facto en su mayor accionista individual. La operación, perfectamente legítima desde el punto de vista de mercado, encendió todas las alarmas políticas en Moncloa: la teleco de referencia en España con redes críticas, presencia en defensa y ciberseguridad, podía pasar a tener un socio extranjero muy relevante.
La respuesta llegó en diciembre de 2023, cuando el Consejo de Ministros autorizó a la SEPI a comprar hasta un 10% del capital de Telefónica “en defensa del interés nacional” y para garantizar una “estabilidad accionarial compatible con la soberanía tecnológica”. La operación se completó en mayo de 2024: la SEPI anunció que había alcanzado ese 10%, con un precio medio pagado de 4,03 euros por acción.
Sobre el papel, el Estado se presentaba como un accionista de largo plazo, dispuesto a respaldar un proyecto industrial fuerte. En la práctica, el desembarco público coincidió con un momento de relativa calma en la cotización, tras el “suelo” que habían aportado STC, la propia SEPI y el refuerzo de Criteria en el capital.
La era Murtra: mucha narrativa, poca concreción
La segunda pata política llega en enero de 2025, con el nombramiento de Marc Murtra como presidente ejecutivo de Telefónica, procedente de la presidencia de Indra, otra compañía donde la influencia del sector público es notoria. El relevo de Álvarez-Pallete se acompaña de cambios en el consejo y en los primeros niveles ejecutivos, y se vende como el inicio de una nueva etapa.
Murtra marca tres grandes líneas de discurso: consolidación rentable en mercados clave, simplificación de la estructura del grupo y apuesta por negocios de mayor valor añadido, como la ciberseguridad. Pero, desde el primer momento, muchos analistas señalan lo mismo, y es que faltan números y sobra eslogan.
La estrategia de “salir de Latinoamérica salvo Brasil (y Venezuela)” se traduce en anuncios de desinversiones en Argentina, Uruguay, Perú y Colombia, presentados como un giro hacia mercados más estables y un uso más eficiente del capital para reducir deuda y reforzar Europa y Reino Unido. Sin embargo, hasta la fecha, sólo la salida de Argentina está realmente cerrada y el resto avanza de forma parcial y muy fragmentada, sin que el mercado disponga de un cuadro claro del impacto en deuda, beneficio por acción o generación de caja.
Un plan estratégico que no enamora… y un mercado que castiga
El 4 de noviembre llega la gran cita: la presentación del nuevo plan estratégico, con horizonte 2026-2030. El mensaje oficial se centra en priorizar la generación de caja libre, reducir el apalancamiento hasta unas 2,5 veces deuda neta/EBITDA en 2028, mantener el capex por debajo del 12,5% de las ventas y reservar más munición para futuras operaciones de consolidación.
La letra pequeña, sin embargo, deja frío al mercado: crecimiento orgánico muy modesto, entre el 3% y el 5% anual en flujo de caja, reducción progresiva de deuda pero sin grandes golpes de efecto y, sobre todo, un recorte del dividendo del 50% a partir de 2026, pasando a 0,15 euros por acción y condicionando su evolución futura a la generación de caja (payout del 40-60% del cash flow libre en 2027-2028).
El resultado es inmediato. En apenas dos días tras el anuncio, Telefónica cae más de un 15% en Bolsa y acumula un desplome cercano al 20% desde finales de octubre, mientras varias casas de análisis rebajan sus previsiones y critican la falta de ambición del plan. Hoy la acción cotiza en torno a 3,7 euros, lejos de los 4,89 alcanzados el 20 de agosto, máximo de 52 semanas.
Paradójicamente, el consenso de analistas sigue situando el precio objetivo medio alrededor de 4,2-4,3 euros, con una mayoría de recomendaciones de comprar o mantener, lo que sugiere que el mercado ve valor en la compañía, pero no termina de creerse la historia que se le está contando.
El ERE masivo: cuando el discurso social choca con la práctica empresarial
En este contexto llega el nuevo ERE anunciado. Primero se habla de 5.319 salidas en las tres grandes filiales (Telefónica de España, Móviles, Soluciones) y Movistar+, y en cuestión de horas la cifra total se eleva hasta 6.088 trabajadores, un 35% de la plantilla de siete empresas del grupo en nuestro país.
La justificación oficial combina los argumentos habituales: presión competitiva, negocio maduro, necesidad de ganar eficiencia, digitalización acelerada. Nada que no hayamos escuchado en otros procesos.
Desde una óptica puramente empresarial y financiera, el movimiento encaja con el plan de ahorro de costes y de mejora de la generación de caja –se habla de hasta 3.000 millones de euros de ahorro acumulado a 2030– y replica el patrón del ERE de 2024: fuertes incentivos a las prejubilaciones “voluntarias” para empleados de mayor edad y salario, con el objetivo de “rejuvenecer la plantilla y evitar despidos traumáticos”.
El problema aparece cuando recordamos dos cosas:
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Telefónica es una empresa que presume de beneficios recurrentes.
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El Estado, a través de la SEPI, posee un 10% del capital y ha presentado precisamente esa presencia pública como una “garantía social y estratégica”.
Que una compañía con este perfil lidere uno de los mayores recortes de plantilla de los últimos años, pone al Gobierno en una posición extremadamente incómoda.
El doble rasero: duro con la banca, discreto con “su” teleco
La comparación con la OPA de BBVA sobre Sabadell es inevitable. En ese caso, el Gobierno desplegó un discurso muy contundente en defensa del empleo. Se llegó a plantear la prohibición total de despidos y cierres de oficinas como condición para autorizar la operación, y se amenazó abiertamente con vetar la fusión si se consideraba “lesiva” para el territorio o el tejido productivo.
En Telefónica, en cambio, el papel es distinto, el Ejecutivo no es regulador, sino accionista relevante. Y ahí, más allá de declaraciones calificando el ERE de “indecente” o pidiendo que se acuerde con los sindicatos, no se han escuchado líneas rojas claras sobre el volumen de salidas, el uso intensivo de prejubilaciones o las obligaciones de recolocación y reciclaje profesional.
Es decir, el Gobierno se muestra muy intervencionista cuando puede impedir una operación entre dos bancos privados en nombre del empleo, pero adopta un perfil mucho más discreto, cuando el ajuste se produce en una empresa donde él mismo se ha sentado en el consejo como accionista de referencia. El mensaje que recibe el ciudadano y el inversor, es de doble rasero evidente.
Pensiones y prejubilaciones: la incoherencia de fondo
Hay otra contradicción más profunda. Desde hace años, el discurso oficial sobre pensiones gira en torno a la necesidad de retrasar la edad efectiva de jubilación, endurecer las salidas anticipadas y “trabajar más años” para sostener el sistema. Al mismo tiempo, en las grandes empresas del Ibex –y Telefónica es un ejemplo paradigmático– el ajuste de plantilla se articula sistemáticamente vía prejubilaciones generosas a partir de los 55-58 años, que garantizan rentas muy cercanas al último salario hasta la edad ordinaria de retiro, con cobertura de cotizaciones a la Seguridad Social.
Desde el punto de vista de la empresa, la lógica es impecable ya que se reduce coste laboral, se minimiza el conflicto social y se rejuvenece la organización. Pero desde el punto de vista de equidad y sostenibilidad del sistema, la señal es difícil de defender. Al trabajador medio se le pide que prolongue su vida laboral, mientras empleados de grandes corporaciones –algunas con capital público– salen del mercado laboral de forma muy temprana y en condiciones privilegiadas.
Que esto ocurra precisamente en una Telefónica “con sello SEPI” hace aún más difícil sostener el relato gubernamental sobre pensiones, envejecimiento activo y “empleo de calidad”.
Entonces, ¿para qué quiere el Estado un 10% de Telefónica?
La cuestión de fondo es ésta: ¿qué pretende exactamente el Estado con su 10% en Telefónica? Si el objetivo era solo bloquear a STC y evitar que un accionista saudí controlara de facto la compañía, se podría haber dicho abiertamente. Pero si el propósito declarado es construir una gran teleco europea con vocación industrial, capacidad de inversión y compromiso con el empleo de calidad en España, entonces falta casi todo por concretar.
Un accionista público coherente debería hacer, al menos, tres cosas:
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Definir principios claros para empresas con participación estatal relevante: límites razonables a los ERE, prioridad a la recolocación y al reskilling, transparencia total en el coste y diseño de las prejubilaciones.
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Exigir un proyecto industrial creíble y cuantificado en España con objetivos de inversión en redes, I+D, ciberseguridad, desarrollo de talento y nuevos negocios digitales, con métricas verificables.
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Alinear su discurso social con su práctica empresarial. Si se defiende retrasar la jubilación efectiva, no se puede normalizar que miles de empleados salgan del mercado a los 55-58 años, con rentas equiparables a su último salario.
Nada de esto supone asfixiar la lógica de mercado. Se trata simplemente de asumir que ser un accionista público relevante, implica ir más allá de hacerse fotos el día que se anuncia la compra y de emitir comunicados vagos cuando se presenta un plan estratégico o un ERE.
Un problema de credibilidad, no sólo de valoración
El drama humano del ERE de Telefónica es evidente, como lo es la presión competitiva del sector y la necesidad de adaptar estructuras en un negocio maduro y de márgenes comprimidos. Eso forma parte de la realidad económica y sería ingenuo negarlo.
Pero, en paralelo, este episodio se ha convertido en un test de coherencia para el Gobierno y en un recordatorio para los inversores. Cuando el relato político y las decisiones empresariales se separan demasiado, la factura se paga siempre en el mismo sitio, la credibilidad.
Hoy, la sensación en el mercado es que Telefónica está atrapada entre un plan estratégico poco ambicioso, un accionariado crecientemente politizado y un Gobierno que combina un discurso muy social, en unas operaciones y sorprendente discreción cuando el ajuste se produce en “su” propia participada. Mientras no se despeje esa ambigüedad y no se vea un proyecto industrial nítido, la compañía seguirá cotizando con descuento. Y el Estado, lejos de reforzar la confianza, se arriesga a convertirse en una fuente más de incertidumbre.
Opinión emitida por Antonio Castelo, analista de iBroker Global Markets SV SA, entidad regulada por la Comisión Nacional del Mercado de Valores en el día 26 de noviembre de 2025 a las 11:30 horas.
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