Las malas lenguas, que son muchas y afiladas en esta España que se va al garete, sostienen, con enorme desvergüenza y desparpajo, que hay problemas en la relación entre Mario Vargas Llosa e Isabel Preysler. Esta mentira nos obliga a abandonar nuestra torre de marfil y aparcar la lectura del cachondo de Gógol, a volver a mancharnos las manos para salir en defensa del último Nobel de Literatura en español.
Hace un par de semanas, una revista publicó unas fotos en las que se veía a don Mario entrando en su piso de soltero, en el centro de Madrid. Las imágenes levantaron sospechas en mentes calenturientas que quieren ver lo que no hay, poniendo palos en la rueda de un noviazgo ejemplar, sin importarles mancillar el honor (qué bonita y desfasada expresión) de dos personas dignas de todo respeto.
“En el invierno de la vida, a un escritor célebre sólo le quedan los libros para ser libre”
Ya sabía, por mi amigo y compañero Imanol, que don Mario vivía en la calle Arenal o alrededores. Mi amigo lo vio paseando con su exmujer, Patricia Llosa, en los últimos años de un matrimonio longevo: duró hasta medio siglo. En 2018 se divorciaron. Antiguas malas lenguas, tan afiladas y mendaces como las actuales, sostuvieron entonces que Patricia, prima de él, lo desplumó en pago a lo que ella consideraba una traición después de una larguísima convivencia. Sólo don Mario sabrá cuánto patrimonio sacrificó por estar con Isabel.
Se dijo que la sentencia de divorcio abría la puerta al casamiento del intelectual con la famosa, pero no hubo nada, lo que da que pensar después de siete años de noviazgo. Isabel se ha definido siempre como “una mujer de maridos, no de romances”. Ahí está la historia de su agitado corazón para atestiguarlo: a nuestro admirado Julio le sustituyó el pobre marqués de Griñón, y el aristócrata cedió cama y almohada al exministro Boyer. Sólo queda uno vivo de los tres.
El último representante del ‘boom’
En esta situación tan delicada para el escritor hispano-peruano, en que las cañas se vuelven lanzas, es obligado salir en su apoyo porque a don Mario le debemos muchas horas de lectura placentera e inteligente: de La ciudad y los perros a Conversación en La Catedral, de La casa verde a La fiesta del chivo. Su obra narrativa y ensayística es la de un grande del siglo XX; no lo olvidemos, es el último representante del boom iberoamericano. Por tanto, si lo defendemos es por gratitud a la prosa privilegiada del autor de La tía Julia y el escribidor, novela en la que recuerda a su tía Julia Urquidi, su primera mujer. Disculpemos su liberalismo atlantista con olor a azufre. ¿Qué intelectual puede estar libre del pecado de la soberbia? Si así fuera, nadie leería a Alberti y Neruda por estalinistas. Si leemos a don Mario es a pesar de su gran amor al Gran Dinero, a esa libertad de mercado que llevamos años buscando, acaso lustros, sin dar con ella. Tal vez estemos demasiado ciegos para verla.