Julio Jiménez dice que lleva 14 años con ese aspecto. Julio es un tipo peculiar que luce una calva sin un pelo y una barba frondosa con un bigote que termina con un caracolillo encerado. El resto es todo mucho más corriente. Hasta que entra en su restaurante, La Fondue, y se convierte en un señor con camisa blanca y pajarita negra. Un caballero que atiende las mesas con el oficio de quien lleva casi cuarenta años en el oficio. Porque tiene 47, pero a los ocho ya empezó a familiarizarse con las tareas de la hostelería. “A esa edad era el encargado de las tostadas”, cuenta Julio para explicar la tarea que le encargaban sus padres: cortar una rebanada de pan de molde en cuatro trozos, tostarla y quitarle la corteza. Luego, ya de adolescente, se puso a trabajar como camarero y, hace unos años, con su madre en retirada, cogió el volante de negocio y hasta hoy. “Aunque ya estoy deseando jubilarme. En 2030 lo dejo”.
El dueño del restaurante ha servido unas copas de fondillón Laudum Gran Reserva de 1988 para lubricar la tertulia. A Julio le gusta hablar, contar historias, recordar anécdotas y a veces, como a una oveja descarriada, hay que reconducirlo porque se va por las ramas. Antes de eso, en la entrada de la calle Serrano Morales, se ha fumado un cigarrillo. Un vicio que ha retomado después de 14 años para desespero de su mujer, que ha superado un cáncer de pulmón.