VALÈNCIA. El deseo de miles de personas por tener una vida mejor les lleva a subirse a un barco sin un destino prefijado. Huyen de persecuciones religiosas, de la pobreza extrema o porque temen por su vida. Los motivos son muchos para un mismo sueño: llegar a Europa y comenzar de cero. Un viaje repleto de obstáculos que son capaces de sortear pese a ser testigos de asesinatos, muertes por agotamiento, secuestros o incluso ser víctimas de la esclavitud. Una travesía que en el caso de los 629 migrantes que llegaron a bordo del Aquarius a España siguen viviendo, pero en otras circunstancias y condiciones. “La travesía del Aquarius aún no ha finalizado”, comenta Moses Von Kallon sabiéndose afortunado por empezar a hacer su vida en València.
Al igual que su mirada se ilumina al recordar su embarque al Aquarius —“fui el último en subir y pensaban que estaba muerto”— se apaga al recordar todo el periplo que sufrió hasta ese 17 de junio de 2018 en el que el buque fletado por Médicos Sin Fronteras (MSF) y SOS Méditerranée llegó a ese puerto de València atestado de periodistas y curiosos deseando presenciar ese momento. “Fue un momento histórico pero el desembarco en València resultó ser un fallo de la Unión Europea porque lo más sencillo es que hubiese atracado en Malta o Italia y haber ahorrado esos seis días de más repletos de incertidumbre y dolor”, comenta Mila Font, delegada Comunidad Valenciana, Catalunya, Balears y Región de Murcia en Médicos Sin Fronteras (MSF). De ahí que considere que “el Aquarius es el espejismo de lo que podría haber sido una política migratoria buena y de acogida respetuosa con el derecho internacional y, además, más humana”.