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VALENCIA. "El ritmo latino no es un baile cochino". Insistía una y otra vez una amiga economista que con el tiempo ha hecho de su hobby, la salsa, su profesión y mayor devoción. Su academia de baile (SalsayPunto), o mejor dicho, su segundo hogar, ha organizado un congreso de salsa para el próximo mes de julio. Yo estoy apuntada por segundo año consecutivo.

En mi opinión, los eventos relacionados con la música segregan endorfinas y liberan la mente en tiempos indecentes. Además, apoyar iniciativas culturales promovidas desde una pequeña pero virtuosa escuela de danza demuestra una lucha para que la crisis detenga en los presupuestos y "ajustes" en cultura su matanza. Sin olvidar efectivamente, el cachondeo de lo erótico que conlleva su práctica como aliciente.

En el anterior congreso, la salsa en línea, la kizomba o bachata fueron las protagonistas. En aquel entonces, para los primerizos como yo, todos los géneros se reducían a lo mismo: juntar pecho con pecho, mover caderas como rameras y contorsionar el cuerpo hasta caer muerto. "Se trata de una disciplina exigente, no de poner caliente el ambiente", relataba mi amiga. "La salsa trabaja la confianza. Es una oportunidad para dejarse llevar y sublevar a través de la piel nuestro ser más racial" argumentaba.

Y de ello fui consciente tras asistir a mi primera clase magistral en la llamada rueda cubana. El estilo de baile consiste en establecer un círculo (chico-chica-chico-chica) y a la señal del profesor, las chicas deben cambiar de pareja, rotando así por cada bailarín hasta llegar a la posición inicial. "Coca-cola por detrás", "Enchufla" o el "Yoghurt" son algunos de los divertidos nombres de los pasos.

"¡Nos vamos a poner las botas!" exclamaba frotándose las manos una amiga inexperta como yo. Sin embargo, nuestra sorpresa fue otra. Cada varón al que mis manos agarraron, lejos de pretender un movimiento genital e invadir el espacio personal, ponía en práctica lo dictado, buscando la armonía de la figura a realizar con su cuerpo y el mío con cuidado. Nada opresiva. Con la única intención de procurar una suerte de liberadora desinhibición.

"¡Siéntelo mami!" animaba el instructor con una ejecución perfecta en los movimientos. La intensidad de los pasos iba in crescendo, la energía emergía prodigiosa de unos torsos disciplinados, unas pelvis desencajadas, imparables. Conectadas, más allá del deseo sexual, a una cultura latina cuyos géneros musicales se prestan reparadores en tiempos con tantas preocupaciones. Auténtica medicina mental. Chorros y chorros de urgente descarga de adrenalina.

Avergonzada por mi robótico balanceo me doy cuenta, que aunque lejos de rozar la perfección, quiero encajar en esa reveladora orgía expansiva. Quiero despojarme de prejuicios nocivos que dificultan la salida de un yo pasivo, cautivo en esta crisis, al borde de un estado depresivo pero dispuesto a exhibir su lado más irreflexivo. "Cuánto cuesta cambiar el chip" me angustio. Observo enlazados al dúo de profesores. Empapados y absolutamente coordinados, sus físicos entonan un concierto corporal acompasado. Una sinfonía redentora envidiable. Estrictamente adoctrinados, el resto de bailarines a mi alrededor gozan en cuerpo y alma los movimientos en su terapéutica lección más avanzada.

No hay duda que somos la generación más preparada. Sin embargo, nadie nos advirtió cómo aleccionar nuestra mente cuando, a pesar de almacenar un mar de conocimientos, no sirven de nada en momentos de tormento. Programados para el éxito no es de extrañar entrar en estado de colapso en un panorama donde la tónica habitual es la del fracaso. Saber encajar hoy en día un "no" requiere práctica, templanza y dosis de confianza.

Atendiendo pues a la máxima darwiniana de la supervivencia del más apto, se torna vital la obligatoria instrucción de la complicada asignatura de la evasión. La música, en cualquiera de sus versiones, para mí es la opción. Y es que, cuando el esqueleto alcanza el flow, las extremidades flotan y la piel entera por la pista se desliza, un único canto se iza: ¡Viva el son sabrosón del buen rollo zumbón!

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