‘La primera pérdida que sufrieron los fuera de la ley fue la pérdida de sus hogares, y esto significaba la pérdida de todo el entramado social en el que habían nacido y en el que habían establecido para sí mismos un lugar diferenciado en el mundo’.
Que Arendt esté tan vigente es una triste buena noticia. Estoy seguro de que, si más gente la leyera, este mundo daría menos razones para leerla de urgencia. Acudimos a ella como el que ha roto el cristal de emergencia. Es bueno tenerla, pero es malo necesitarla.
La sociedad se compone de significados. Son palabras, es rito. Y, entre todos, la Navidad tiene un papel determinante en cómo se estructuran nuestras vidas. Esta fecha es la familia, las cenas con allegados y hasta con aquellos que toca aguantar. Es la alegría y la resignación. Pero en ambas existe el reconocimiento del otro. El que se sienta a nuestra mesa en Navidad forma parte de los nuestros.
Por eso, elegir esta fecha para cualquier acción no es casual. Y quienes practican el lenguaje del odio también lo saben.
Lo sabe Xavier García Albiol. Un alcalde que ha hecho del racismo una razón de ser. Desde hace mucho y mientras le funcione.
Forzó el desalojo de 400 personas sin hogar del antiguo instituto B9 de Barcelona, condenado por expertos de Naciones Unidas, en la antesala de las fiestas navideñas. La mayoría de ellos migrantes, entre ellos personas mayores o con necesidades médicas.
El hecho retrata el momento.
El alcalde de Badalona fijó como objetivo político desahuciar este centro como un símbolo. Instó el desalojo y desatendió el mandamiento judicial de darle una alternativa habitacional desde los servicios sociales a quienes allí pasaban la noche, porque el objetivo nunca fue recuperar ese edificio ocupado, sino expulsar a quienes lo ocupaban.
El debate no trata sobre cosas, sino sobre cosificar personas. ‘Recuperar la normalidad’ o afirmar que existe ‘un riesgo para la seguridad’ son dos expresiones que sitúan directamente a la persona sin hogar como un elemento de anormalidad, que estorba o molesta y le otorgan una presunción de peligrosidad. El otro como diferente. El otro como peligroso.
Ni cuando se les manda a la calle existe una mínima noción de responsabilidad o fracaso colectivo. Acaban allí porque ‘no les ha gustado’ la alternativa que se les ofrece, pese a destacar las ONG que no era adecuada o ni siquiera se encontraba en el municipio. Se quedan sin nada porque ‘esa es la realidad de estas personas’. La realidad de estas personas es poder ser tratadas como si no lo fueran, dice a todas luces García Albiol. Piensan que deberían haber aceptado cualquier refugio los mismos que creen que deberían aceptar cualquier trabajo, sin condiciones. Los que creen que los migrantes deben ser útiles y no personas. No hay humanidad mínima para quienes consideran que no debería haber salario mínimo ni techo garantizado.
El debate es siempre el mismo. El de si los derechos mínimos son una condición humana o una remuneración por los servicios prestados. Y por si acaso quienes creen que ese debate podrían perderlo, optan por distraer la categoría de persona.
Con la deshumanización. Con el lenguaje se eliminan nombres e historias. Se vuelve moralmente aceptable lo que no podríamos soportar si leyéramos la biografía de cada uno o conociéramos su situación. Los okupas, como los MENAS, no tienen cara, son términos que previenen contra la conciencia.
Todo eso es el desahucio del B9 y su éxito no es expulsar a centenares de personas de un viejo instituto. Es conseguir que haya vecinos que se manifiesten para evitar que Cáritas o Cruz Roja ayuden a los afectados en una parroquia. A ellos se acercó para ‘mediar’ el alcalde de Badalona, en el justo medio entre quienes piensan que esas personas deberían recibir una manta y algo caliente para cenar y quienes quieren que no coman y pasen frío.
Les tranquilizó, incluso se permitió condenar algunas de las peores expresiones, consciente de que, en el fondo, era él quien hablaba por boca de las personas más radicalizadas. Su éxito es que parezca un clamor popular necesitar a alguien que ponga orden. Conseguir que se banalice el mal requiere de una minoría violenta que lo jalee. Para convencer a una mayoría de la indiferencia ante el sufrimiento hay que arrebatar la condición de persona a quien sufre.
Por eso, están educando en la indiferencia. Donde el orden tiene más peso que el cuidado. En la deshumanización que consigue que las vidas de los afectados no se consideren vidas, sino que su presencia se considere un problema. Porque las vidas hay que cuidarlas, pero los problemas hay que resolverlos.
‘Llévatelos tú a tu casa’, gritaba uno de esos exaltados que decidieron, a pocos días de felicitarse con sus familiares y amigos, utilizar su tiempo para impedir el trabajo de las entidades solidarias. En 1961 Luis García Berlanga utilizaba el lema franquista ‘siente a un pobre a su mesa’ para denunciar la hipocresía de una burguesía que lavaba sus conciencias a través de la caridad. Hoy gente que está más cerca de verse en la calle que de ser burguesa lo grita como una amenaza.
Así habrá quien crea que ya no es necesario ni siquiera guardar la cara. Porque a los de debajo del puente no se les felicita la Navidad. Debajo de un puente de Badalona y en tantos otros se dirime la humanidad de un país. El mundo se quiebra en los márgenes. En los bordes de la sociedad. En el límite de un año nuevo.