Opinión

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EL JOVEN TURCO

ChatGPT podría ser tu alcalde. Y no deberías alegrarte

Publicado: 01/12/2025 ·06:00
Actualizado: 01/12/2025 · 06:00
  • Inteligencia artificial.
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Hace poco más de un año, casi en el centro geográfico de Estados Unidos, saltó la noticia. Una Inteligencia Artificial se presentaba a la alcaldía. Ocurría en Cheyenne, así se llama el municipio de Wyoming, que un bibliotecario local registraba la candidatura de VIC. 

VIC es el acrónimo de Virtual Integrated Citizen, aunque también es el diminutivo de Victor Miller. Su impulsor decidió dejar también su huella en un gesto paradójicamente humano, como la vocación de trascendencia. 

Su participación era imprescindible. Las normas siguen exigiendo que sea una persona quien se candidate oficialmente. Era necesario un títere de carne y hueso, como él mismo se definió.

Miller alegó (el verbo no es neutral) que se había dado cuenta de que la IA era mucho más lista que él y que, sobre todo, era mejor que muchos de los servidores públicos que conocía.

Fracasó. Perdió su carrera electoral por mucho. Pero, en forma de profecía, afirmó que esta solo era una primera experiencia de lo que está por venir. 

Creo que, en eso sí, tiene razón.

Y, ¿qué llevaría a una gran cantidad de personas a confiar en una IA para decidir su futuro? 

La desconfianza en las personas del presente. 

La denostada imagen de la clase política, la percepción de incompetencia, la falta de seguridad en las intenciones del prójimo, la asunción generalizada de que la corrupción es una condición humana, el fracaso de gobiernos electos para solucionar problemas… 

Si no confías en las personas, ¿por qué no sustituirlas por algo presentado como infalible?

Antes que un mal dirigente, una máquina. Contra el pesimismo humano surge el tecnooptimismo, la creencia de que el mundo ideal, la tierra prometida, será alcanzado por los avances tecnológicos. 

No ha aparecido de la nada. Se le ha ido construyendo un camino de baldosas argumentales. Lo han hecho algunos de forma consciente y otros que, inconscientemente, han sido como Victor Miller, títeres de carne y hueso.

Pronunciando frases que han sonado tanto que ya se consideran lugares comunes; queremos el gobierno de los mejores, la política no debe molestar, esto no es de izquierdas, ni de derechas, solo es sentido común, cuando hablan los técnicos, los políticos deben callar… 

Los políticos estorban, sobran, no saben, se equivocan, entorpecen… y algunos de ellos se presentan sí mismos como hombres y mujeres de paja. Si usted no se fía mucho de nadie, vóteme a mí que, al menos, menos no molestaré. 

Profecías autocumplidas que tras la crisis de 2008 ni siquiera conjugaron el verbo votar para aplicar programas o aceptar gobiernos tecnocráticos. Porque había una serie de recetas que había que seguir. No había elección. El enfermo debía tomar la medicina. Era ciencia, no política. Eran técnicos, no políticos.

Poco a poco le hemos ido abriendo la puerta a una nueva autarquía, que como las dictaduras del pasado se basa también en la infalibilidad. No necesitas opinar porque quien lo sabe todo, antes inspirado por Dios, ahora por la tecnología, acertará en sus decisiones. Bajo ese prisma no hay mejor técnico que el algoritmo. Neutro, con saber total, sin intereses, pero tampoco sentimientos, que le distraigan. 

Pero (y todo lo que va antes de un pero importa poco), sinceramente, yo me opongo. 

Creo que todas las cosas que han cambiado el mundo han trascendido las fronteras de la lógica. Y la promesa del algoritmo es solo eso; la lógica, por encima de emociones y deseos.

Pero no es tan sencillo. La política decide sobre las condiciones de vida. Y la vida es eso que pasa entre planes que salen medio mal, pero se orientan hacia algún lugar deseado.  

La política es una actividad social que, como cualquier relación humana, no puede reducirse a un esquema matemático. Está hecha de relaciones donde interactúan personas que tienen objetivos distintos, a las que les puede hacer felices hasta complicarse la vida, se toman decisiones que para otro podrían ser irracionales, pero cobran todo el sentido desde una subjetividad que lo impregna todo y se relaciona con las subjetividades ajenas. 

Y, ¿qué subjetividad guiaría al algoritmo? ¿cómo se ponderarían entre ellas? ¿es ilógico todo lo que los números descartan?

Se podría defender que Inteligencia Artificial puede ser mejor que las personas buscando respuestas, entre otras que ya han sido dadas con anterioridad o incluso generándolas basándose en éstas. No lo creo. Pero defiendo con toda mi vehemencia que la política trata más de hacerse preguntas. 

El mundo desde lo cotidiano a lo universal se cambia haciéndose preguntas. Y el poder, lo tiene quien es capaz de establecer esas preguntas. 

Porque no son las mismas preguntas las que se hace un rentista que un joven que paga un alquiler. Ni las que se hace un gran empresario, que un trabajador. Ni las que tiene el vecino del primero, respecto al del quinto, cuando se debate poner un ascensor. La sociedad no se fragmenta por capricho o en una búsqueda absurda del conflicto, sino por la realidad de que existencias diferentes, nos hacen reclamar cosas distintas. 

Por eso la renuncia a hacer estas preguntas y reclamaciones, también a que sean respondidas por alguien que nos represente, a cambio de una solución técnica es la aceptación de una nueva condición de esclavo. Es aceptar convertirnos en aquellos a los que no se les permite soñar.

Y sueños los hay grandes y pequeños. Como decisiones las hay trascendentes o mundanas y tomarlas con información es mejor que sin ella. En todas siempre es mejor saber que no saber. 

Pero una cosa es que podamos utilizar la tecnología para distribuir mejor el tráfico y otra que decidir si priorizamos el coche o el aire limpio no es una cuestión neutra. 

Podemos preguntarle a la IA como mejorar la eficiencia del gasto, pero decidir si reducimos los impuestos o mejoramos los servicios sociales tiene ganadores y perdedores. 

¿Cuántas luces de navidad debe tener València? Pues habrá a quien le brillen los ojos cuando las visita y a quien no le despierten la más mínima ilusión. Podemos estimar que los primeros tienen más suerte que los segundos o están pasando por un momento de más ilusión, pero, ¿cómo transformamos en datos esa emoción para fijar el número óptimo de bombillas?

Si me preguntan es preferible poderse equivocar al tomar una decisión que aceptar que las tome algo que nunca se equivoca. Entre otras cosas porque lo segundo es imposible. Acertar o errar depende también de algo tan humano como la opinión que a cada uno nos merece. Pero, sobre todo, porque podemos ponernos de acuerdo, pero también tenemos derecho a no hacerlo y a hacer del camino algo estimulante. Tenemos derecho incluso a cambiar de opinión, incorporando la óptica del otro. E incluso tenemos el derecho de soñar con cosas que no han ocurrido. A las que ni todos los motores de búsqueda del mundo pueden llegar, porque no existen hasta la fecha.

No creo que debamos perdernos la oportunidad de crear mundos nuevos. Y menos porque desconfiemos o tengamos miedo. No creo que debiéramos aceptar con resignación que las emociones sobran o que mejor ChatGPT que alguien, que probablemente nos defraudará. Hasta para defraudarse hay que haber creído primero y por el camino, algo habrá valido la pena. 

Y quién sabe, puedes no defraudarte. Porque a veces a lo largo de la historia, el riesgo de avanzar por los caminos por los que nunca nos habría llevado el algoritmo, ha valido la pena. De hecho, casi siempre.

Ninguna IA habría soñado para València el Jardín del Turia. Porque las Inteligencias Artificiales no sueñan. Yo este domingo habría corrido por una carretera. O ni habría corrido, porque hacer una maratón la semana que viene no es algo muy racional (dorsal 19089, por si alguien quiere animar).

Seamos más optimistas con nosotros mismos que con la tecnología. Confiemos en un mundo que mejora entre imperfectos, porque las máquinas no son capaces de ver aproximarse días de abril a finales de noviembre. Eso solo lo puede cantar alguien tan de carne y hueso como Silvio Rodríguez. Y a la ciudad también le aplican las letras de cantautor. 

Solo falta que a presentes grises no seamos capaces de verles primaveras mejores. 

Habríamos renunciado a lo que nos hace humanos.

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