VALENCIA. Siempre resbala una lágrima por mi mejilla cada vez que saco el álbum familiar y veo mi foto de recién nacido, vestido con "saragüells", en brazos de mi padre, haciendo cola en la puerta del casal para apuntarme a la falla.
El segundo acto social de mi vida se produjo días después, en las taquillas del Mestalla: fui socio del Valencia C.F. antes de cumplir un mes. También me pasaron por el manto de la Virgen de los Desamparados, días más tarde, haciéndome "Seguidor de la Virgen" (todo tiene un orden).
Creo que no hace falta más pedigrí para demostrar la valencianía de mi familia y de mí mismo. Aunque estudié una carrera, por supuesto en la Universidad de Valencia, que podía tener fácil salida en el extranjero, mis progenitores me inculcaron la ilusión de trabajar de lo que fuera pero en alguna empresa con raíces profundas en la tierra que me vio nacer; y con ese espíritu entré en lo que entonces se llamaba Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Valencia, Alicante y Castellón de la Plana.
No me importó que no valoraran mis licenciaturas y masters y que mi puesto laboral no tuviese correspondencia con mis aptitudes y saberes: lo acepté convencido de que perteneciendo a esa entidad, con el carnet de socio valencianista, adscrito a la congregación mariana y siendo fallero, mi vida estaba completa y mi felicidad asegurada.
Y así fue en parte.
En la Caja no progresé demasiado, a pesar de mi completa dedicación y tras muchos años de trabajo continuaba siendo auxiliar administrativo, en el fútbol no pasé jamás de ser un sufridor más del equipo merengue, pero en la falla triunfé. Obtuve, con el paso de los años, reconocimientos y ascensos pertinentes acordes a mi labor continuada al servicio de la tradición y de la fiesta.
Empecé como simple fallero de a pie, luego fui encargado de los fuegos, más tarde tesorero, al cabo de los años secretario y por fin presidente de la falla. Qué bien lo pasé organizando pasacalles, ofrendas, concursos de paellas, desfiles de moros y cristianos, exaltaciones de falleras mayores, reportajes de televisión...
¡Cómo disfruté de los chocolates con churros, de las despertás, de las cenas de sobaquillo en el casal y de tantas y tantas otras cosas! Era inmensamente feliz; unas fiestas llevé el estandarte de la falla en la Ofrenda, en otras pronuncié el pregón de la fallera mayor (mi hija) y un año después prendí fuego al monumento de cartón con mis propias manos.
Pero cuando descubrí la verdadera importancia de la fiesta, el sentido último del valencianismo; cuando realmente vi mi trayectoria a través del tiempo reflejada en un espejo que recordaba toda mi vida; cuando comprendí el alma de mi comunidad, de mi familia, de mi equipo, de mi ciudad, de mi falla y de mí mismo, fue el día que, animado por un impulso interior imprevisto, uniformado con el pañuelo en la cabeza y el blusón de labrador, sin ningún arma, ni pito, ni brazalete de autoridad... corté mi calle.
En un cruce, por los cuatro costados, con vallas de publicidad de un arroz, por supuesto, valenciano. Se montó la de dios, porque me adelanté al día previsto y no avisé a nadie. Intentaron pasar sin éxito la policía, la guardia civil, los bomberos, las ambulancias, todo el mundo... pero el acceso estaba vetado.
El número de coches atascados aumentaba en varias manzanas alrededor y ya impedían el tránsito en vías importantes. Apareció un helicóptero con su infernal ruido. ¡Qué satisfacción! ¡Cómo me subió la adrenalina! ¡Qué momento de placer!
Valencia, una ciudad de más de 800.000 habitantes, con un casco histórico de los más grandes de España, con monumentos tan representativos como el Miguelete, la Catedral, las Torres de Serrano y de Quart, la Lonja de la Seda... Con la ya mundialmente conocida Ciudad de las Artes y las Ciencias, el Museo de Bellas Artes, IVAM... Sede de la Copa América de Vela, del Gran Premio de Europa de Fórmula 1, del Open 500 de Tenis, y del Global Champions Tour de Hípica, estaba siendo paralizada por mí.
El vecindario empezó a asomarse a los balcones y terrazas a contemplar el follón que había organizado yo, yo sólo. Los vehículos hacían sonar sus claxons, la gente iba formando grupos que me insultaban, y yo en pleno éxtasis continuaba en medio de la calzada con los brazos abiertos impidiendo la circulación, y la calle seguía cortada.
Cortada por mí, por un auténtico valenciano fallero, de los de toda la vida.