Opinión

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LA ENCRUCIJADA

El final del verano

Publicado: 23/09/2025 ·06:00
Actualizado: 23/09/2025 · 06:00
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Allá por 1963, el Dúo Dinámico presentaba una canción que invocaba la cercanía del otoño y el final de un disfrute veraniego que abarcaba de lunes a domingo y permitía largas noches de paseos, bailes y pasiones. “El final del verano/llegó,/y tu partirás,/Yo no sé/hasta cuándo,/este amor/recordarás”. Así comenzaba aquel relato musical cuajado de melancolía, de besos finales, de lágrimas de despedida en los jóvenes que habían saboreado los rituales de un amor recién estrenado y de dificultosa continuidad cuando la distancia se alzaba como barrera inamovible.

Los niños no entendíamos el Tratado del amor juvenil. En mi caso, la mirada estaba puesta en Biar, aquel pueblo que formaba parte del Valle del Juguete, cercano, como aprenderíamos después, a la antigua frontera entre el Reino de València y la Corona de Castilla, establecida tras el Tratado de Alzmira de 1244 y todavía actualmente conmemorado en el municipio de Campo de Mirra.

Para ser exactos, era mi mirada la que aspiraba a contemplar de nuevo Biar en aquellos veranos en los que mis padres trabajaban de normal, acumulando algunas pesetas que ayudarían a pasar el resto del año. Con mi tía María como escolta, tomábamos aquel tren de vía estrecha que conducía desde Gandia a Muro d’Alcoi, en cuya estación transbordábamos el que se dirigía a Villena con previa parada en la estación de Biar. Eran cerca de cuatro horas las necesarias para recorrer en torno a 80 kilómetros, buena parte de los cuales abrazaban el rumbo caprichoso del río Serpis que, nacido en las inmediaciones de Alcoi, regaba buena parte de los cultivos de La Safor. 

En la estación de Biar, alejada del pueblo y con un tráfico modesto de pasajeros, esperaba la tía Amparo, hermana de María y usufructuaria de una casona que, habiendo conocido tiempos mejores, todavía conservaba el sabor de los hogares burgueses, con amplias y numerosas habitaciones dotadas de sus respectivas palanganas y aguamaniles, un salón para recepciones y bailes ahora clausurados, despensas que olían a azúcar glaseado y alacenas en las que dormían vinos alicantinos, entre los que destacaba el Fondillón. Una colección de estancias y mobiliario antiguo abrigada por un polvo rancio que contrastaba con la cocina de la tía, limpia y dotada de los primeros electrodomésticos, entre los que destacaba un horno eléctrico de forma redondeada con el que mostraba su pericia cocinera.

Hogar de antiguas familias con posibles ya cancelados, la tía Amparo permanecía como guardiana única de un edificio que, a sus espaldas, mantenía un pedazo de jardín todavía brioso y un agostado huerto capturado por las malas hierbas. Un espacio que, con su tramo de acequia transportando agua para riegos ajenos, se convertía, en la imaginación del niño, en un caudaloso torrente por el que navegaba cualquier objeto de madera que la fantasía transfigurara en nave corsaria. A la sombra del tilo y del gigantesco pino que sombreaba una mesa con bancos de piedra, el crío podía esperar la llegada del Capitán Trueno, del Jabato o de Roberto Alcázar para iniciar colosales luchas en favor del bien.

Excepto en la calle Mayor y algunos tramos más, era fácil encontrar suelo sin asfaltar que, además de polvo, aportaba una tierra trasegada que también podía ser objeto de juego. Lo mismo ocurría en el que, entonces, y aun ahora, era el corazón social de Biar: la plaza del Plátano, así llamada por el gran árbol de dicha especie que, junto a otros de sus hermanos, apaciguaban el sol de las tardes en aquel lugar cuya mayor alegría procedía de la fuente, siempre de chorro vivo, y la algarabía de quienes, con la bula de la niñez, empleábamos el generoso surtidor para lanzarnos a batallas incansables de salpicaduras, manoteando aquella agua fría que nos sobrevolaba antes de empaparnos de arriba abajo. Un tiempo de gritos y correrías que se interrumpía cuando la tía María me reclamaba con voz firme para que mordisqueara el bocadillo de la cena. Su respuesta siempre era la misma cuando cuestionaba el contenido del pan: “tortilla de cerebro de ruiseñor”. Una extravagancia que yo admitía a pie juntillas, ansioso de continuar con mis juegos.

Junto a los paseos por la calle Mayor y la parada en El Plátano, Biar presumía de una iglesia de estilo plateresco, situada en la misma Plaza que acogía el Ayuntamiento, algunos bares y, en una esquina, la Caja de Ahorros de Alicante. Las fuerzas vivas, como en otros lugares, buscaban vecindad y mutuo reconocimiento. El domingo, a las 9, se celebraba la misa principal y allá que me conducían mis tías, con los velos obligatorios sujetos por horquillas. En aquel tiempo, pese a los primeros pasos del Concilio Vaticano II, la liturgia aplicada en Biar seguía las obligaciones de Trento y añadía una que yo nunca había conocido: las mujeres se situaban en los bancos a la izquierda del altar y los hombres en los de la derecha. Si algún matrimonio o pareja pretendía desafiar la norma y mantenerse juntos, recibía el castigo de seguir la misa de pie, al final de la iglesia.  

Era evidente que el rector de la parroquia velaba escrupulosamente por la evitación de los pecados de la carne si bien, con el paso de los años, -recuerdo mi verano adolescente de 1972-, ya no pudo evitar que algún baile se organizara en la Plaza, ante la fachada de la iglesia, ni tampoco que, con anterioridad, el ayuntamiento inaugurara una potencialmente pecaminosa piscina municipal como atractivo local e incentivo para  los  veraneantes. Aun así, los bailes que se organizaban en la piscina algunas noches contaban con una vigilante guardia integrada por mujeres de edad provecta que, sentadas en sus catrecillos, encendían sus miradas inquisitoriales cada vez que una pareja ahogaba, con su aproximación, el aire que les separaba.

Batallas imaginarias y agua de la fuente, de la acequia, de la piscina años después… Así transcurría aquella temporada veraniega. Sin grandes emociones, pero sí con vivas ensoñaciones. Y, aunque no se escuchara siempre la canción del Dúo Dinámico, llegaba el día del adiós. De nuevo, la tartana que se empleaba como taxi ocasional tomaba el rumbo de la estación, mientras pasaba por las calles que descendían la colina sobre la que se alzaba el pueblo y su orgulloso castillo. La subida al tren y las despedidas cerraban un nuevo tiempo y abrían el del curso siguiente. Por eso convenía asomarse a la ventanilla del vagón y apurar aquel viento salpicado de carbonilla que ensuciaba cara y manos y adoptaba un ruido peculiar al atravesar los numerosos túneles existentes en su ruta a Gandia. El niño notaba algo que después asociaría a la nostalgia pero, al mismo tiempo, le resultaba gozoso observar que, a medida que se atravesaba el túnel, la oscuridad empequeñecía mientras la luz ocupaba su espacio, en lo que, aunque no lo supiera, podía ser un trasunto de la niñez asomada a la pubertad.

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