En España hablamos mucho de Pedro Sánchez. De sus contradicciones, de sus escándalos, de sus pactos, de sus silencios, de su relación con la verdad y del modo en que ha ido arrasando con todas las líneas rojas que él mismo proclamó. Pero quizás llevamos tiempo mirando en la dirección equivocada.
Porque el verdadero problema de España no es solo Sánchez. El verdadero problema es que el PSOE ha dejado de existir como partido democrático.
Durante décadas, la democracia española se sostuvo en una idea sencilla: los partidos, incluso en sus crisis, tenían dentro de sí mismos un mecanismo básico de autocorrección. Dirigentes con autoridad moral, cultura interna, disciplina ética, presión de bases. Con límites no escritos pero presentes.
Eso ya no existe. El PSOE actual no es heredero del de González, ni del de Rubalcaba. Es otra cosa. Es una estructura vaciada por dentro, que ha perdido la capacidad de decir “no”. Un partido que, ante cada mentira, cada contradicción, cada cesión y cada escándalo, no reacciona, no duda, no corrige. Todo lo contrario: calla, obedece, aplaude. Esa es la verdadera anomalía.
Sánchez mintió sobre Bildu, mintió sobre Junts, mintió sobre los indultos, mintió sobre la amnistía, mintió sobre sus socios. Mintió hasta convertir la mentira en algo natural. Y nada ha ocurrido. Ni un estremecimiento moral, ni una duda en su partido, ni un gesto de dignidad. Simplemente se acepta.
No es normal —en ningún país europeo— que un partido entero asuma sin pestañear que su líder les haga tragarse todas las palabras que pronunciaron durante años. No es normal que acepten pactar con quienes justifican a ETA, con quienes atacan al Estado, con quienes se autoproclaman enemigos de la Constitución.
No es normal que acepten una amnistía que deslegitima el trabajo de jueces y policías. No es normal que acepten reformas legales diseñadas a la medida de quienes sostienen el Gobierno. No es normal que acepten ver al presidente entregar trozos del Estado para mantenerse un día más en La Moncloa.
Pero lo han aceptado. Y lo más grave es que lo seguirán aceptando, porque ya no son un partido. Son un aparato subordinado a un caudillo que no admite crítica. Un aparato en el que nadie dimite, nadie protesta, nadie levanta la mano. Ni siquiera cuando la indignidad ya no tiene matices, como en el caso Ábalos.
Un partido sano habría expulsado a Ábalos en 24 horas. Un partido sano habría exigido perdón público. Un partido sano habría investigado, depurado, reflexionado. Pero el PSOE no lo hizo. Siguió adelante como si nada. Guardó silencio. Y ese silencio es más revelador que los audios. Porque si un partido es capaz de tolerar esa degradación moral en su propio núcleo, ¿qué no tolerará de su líder?
El caso Koldo es otro síntoma. La corrupción no es nueva en España, pero sí lo es la respuesta: ninguna. Todo continúa igual. Ninguna responsabilidad política. Ninguna dimisión relevante. Ningún debate interno. El PSOE ha perdido la mínima dignidad que históricamente lo distinguía incluso en sus peores crisis.
Lo mismo ha ocurrido con los escándalos cercanos al propio presidente, desde los casos que afectan a su esposa o a su hermano hasta el uso personal de las instituciones.
El último episodio bochornoso de esta lista interminable ha sido ver sentado en el banquillo de los acusados al fiscal general de Sánchez y, esta misma semana, verlo condenado por el Supremo. Una condena sin precedentes en Europa que es utilizada de nuevo para atacar y deslegitimar al poder judicial en una defensa ciega de quien lo nombró.
¿Dónde está el PSOE? No está. No existe. Es aquí donde se esconde la verdadera anomalía española: Sánchez no se mantiene en el poder porque sea fuerte. Se mantiene porque su partido es débil. Vacío. Incapaz de frenar nada.
Un líder sin límites es siempre el resultado de un partido sin principios. Esa es la reflexión que España necesita hacer. No qué ha hecho Sánchez —eso ya lo sabemos—, sino cómo es posible que un partido entero lo acepte.
Y si un partido que gobierna España ha perdido su función democrática interna y se ha convertido en un aparato de supervivencia personal, quien paga los platos rotos es nuestro sistema democrático, y la consecuencia es clara: crecen los populismos entre voces cada vez más críticas.
Necesitamos volver a robustecer la democracia. A proteger a España y a los españoles. A generar confianza en los ciudadanos, cuyo hartazgo ya no sabe de límites. Siempre teniendo claro que quien nos ha llevado a esta situación insostenible, no es solo el caudillo: es el partido que lo sostiene, que lo justifica. Porque la anomalía es el partido que dejó de existir.