VALENCIA. Han sido días extraños para mí. Distintas cuestiones familiares me han obligado a alejarme, temporalmente, de la actualidad del día. Y me ocurre con frecuencia cuando tomo distancia que, de repente, muchas de las urgencias del día a día en la redacción de ValenciaPlaza.com se convierten en asuntos menores. Los periodistas vivimos inmersos en una dinámica informativa en la que, en muchos casos, lo urgente tiene prioridad sobre lo importante. Y por mucho empeño que pongamos en tratar de atender a las noticias urgentes como a las importantes, creo que no llegamos a conseguirlo. Pero así es este oficio.
No ha sido este un paréntesis laboral de ocio. Sin embargo los pocos ratos en los que he podido disfrutar de cierta calma me han permitido, aprovechando esa distancia de la que les hablaba, pensar un poco sobre qué nos pasa a los valencianos. No pretendo hacer una disección de una sociedad compleja que atraviesa uno de los momentos más complicados de su historia reciente. Pero me gustaría que me acompañaran en una reflexión, el origen de la cual es un tanto rebuscado. Y es que así funciona mi cerebro, viajando entre hechos inconexos hasta que encuentra una relación entre ellos.
Esta idea que les quiero plantear unas semanas después del final de las Fallas empieza, precisamente, en las fiestas que estos días han abusado de la ciudad. El martes pasado acabé viendo la ofrenda de flores a través de Mediterráneo TV. Allí estaba el incombustible Julio Tormo narrando el evento, demostrando sus conocimientos sobre el árbol genealógico de cualquier fallera mayor, tópico tras tópico, "que guapa eres", "que ojos tienes"... En fin, intrascendencias mezcladas con toneladas de caspa.
Mientras veía a un Tormo rancio, me vino a la cabeza la historia de la mítica Falla King Kong. Tormo, cuando era Juli Tormo, presidió a finales de los años 70 una comisión en el ensanche valenciano, que rompió tanto los moldes que acabó expulsada de la Junta Central Fallera y rechazada por una sociedad valenciana dominada por el plis de abuela -pregunten a sus abuelas- y los abrigos de visón impregnados de naftalina.
Evidentemente yo no viví aquel momento. Tenía 10 años. Pero conozco la historia. Tal vez mitificada. Pero con ese aura que le rodea voy a tratar de explicar porqué, en esa tarde de lunes, añoré a la Falla King Kong.
La historia de aquella comisión fallera puede servir de ejemplo de una Valencia irreverente, atrevida, desafiante o petarda. Una ciudad que, pese a la clase dominante, generó una 'movida' (odio esta palabra) extraordinaria: grandes diseñadores, ilustradores, escritores, ensayistas, pintores, modistas, músicos o, simplemente, agitadores sociales.
La Falla King Kong se instaló en el pleno Ensanche. Y retó a la sociedad biempensante de la época. Muchos de los que ya apuntaban, y luego se consolidaron, como nombres relevantes de sus disciplinas crearon la falla, el llibret... en definitiva, el espíritu de una propuesta que buscaba romper con un pasado gris cuando no negro.
Como sucede en esta ciudad -y por extensión en este país- la sociedad consolidada en sus rancios valores acabó expulsándolos a todos. Muchos de aquellos talentos emigraron para poder crecer: valga como ejemplo suficientemente conocido el del diseñador Javier Mariscal. Otros optaron por acoplarse a la mediocridad dominante, como Julio Tormo.
Lo que ocurrió con la falla King Kong no deja de ser una anécdota en la historia reciente de Valencia. Pero permítanme que la eleve a la categoría de ejemplo de cómo los valencianos hemos (han) boicoteado cualquier intento de cambiar el paso, llegando hasta el punto de tachar de traidores a los discrepantes. Ejemplos de esto último los vivimos con demasiada frecuencia durante la nefasta era de Francisco Camps al frente de la Generalitat.
Los valencianos no somos ni mejores ni peores que otros. Como cualquier otro pueblo o cualquier otra cultura, tenemos grandes creadores y otros mediocres. Pero lo que sorprende de nuestro carácter es nuestra capacidad para elevar a los segundos e ignorar a los primeros.
Muchas veces me he preguntado si uno de los tópicos que se nos adjudica es o no cierto. El meninfotisme -pasotismo- casa poco con tantos ejemplos como tenemos de nuestra capacidad de emprender. Si me centro en el aspecto empresarial, que es el que más conozco, solo tengo que remontarme unas décadas para comprobar cómo en una economía autárquica los valencianos hacían negocios por toda Europa a pesar de la dictadura.
Sin embargo, cuando a esta sociedad se le han planteado retos de envergadura, no ha sido capaz de romper con alguna clase de derrotismo que parece instalado en el adn del todo un pueblo. Asumimos nuestro papel secundario en una historia que se escribe a más de 300 kilómetros al oeste o al norte y nos dejamos llevar.
Lo peor es que esa dejadez, posiblemente condicionada por cierto hartazgo de las derrotas acumuladas, no solo alcanza a los que en un momento determinado deciden ponerse manos a la obra y tomar la iniciativa. Lo realmente preocupantes es que hay una parte de la sociedad valenciana que parece sentirse cómoda en ese rol de comparsa. Lo camuflan con palabras grandilocuentes y discursos vacíos de patrioterismo barato pero en el fondo ya les va bien.
King Kong trató de revolucionar un mundo tan anquilosado como el de las fallas. Pero vencieron los que, con el discurso de la sacrosantidad de nuestras señas de identidad, prefieren mantenernos en la indigencia como pueblo antes que verse relegados al fondo de los armarios donde guardan el traje de los domingos rodeado de ingentes cantidades de antipolillas.