VALENCIA. En su momento, Zapatero nos sorprendió con su declaración de que "bajar los impuestos es de izquierdas". Inicialmente, pareció una mera frivolidad, propia de un político cada vez más cautivado (y cautivo) de las políticas de imagen. A la luz de la posterior crisis económica, las declaraciones de Zapatero, como tantas otras, se volvieron en su contra.
Las primeras medidas del nuevo Gobierno del PP se han centrado en una importante subida de impuestos, en una línea radicalmente contraria a la que definió Rajoy durante la campaña electoral y a lo largo de estos años de oposición. Una subida de impuestos, además, centrada en el IRPF, y que afecta tanto a las rentas del trabajo como a las del capital. El Gobierno busca ingresos a través de impuestos progresivos, en lugar de cargar las tintas en los indirectos (como el IVA). La socialdemocracia sueca no lo habría hecho mejor. Tal vez Rajoy busque con ello alejarse lo máximo posible del legado izquierdista de Zapatero.
El Gobierno ha justificado su medida en un argumento que formará parte, como un mantra, de todas sus declaraciones justificativas de los sucesivos recortes que vaya aplicando, de los malos datos económicos y de cualquier problema que se les cruce en el camino: la culpa es de la herencia recibida. Es decir: del PSOE.
La herencia de Zapatero en el PSOE
Evidentemente, el argumento de la herencia no podrá justificarlo todo, y no durará para siempre. Pero haría mal, muy mal, el PSOE en escuchar los cantos de sirena, que llevan desplegándose meses, que hablan de una situación insostenible, de que la crisis se llevará por delante al PP como lo ha hecho con el PSOE, de intervención desde Bruselas (es decir: desde Berlín) para colocar un Gobierno tecnócrata (maticemos de nuevo: más tecnócrata aún que el actual).
En primer lugar porque, incluso aunque esto se hiciera realidad, y la crisis se llevase por delante también al PP, está por ver que los ciudadanos decidiesen volver a votar al PSOE. Es decir: una cosa es que el PP tampoco logre solucionar la crisis, y otra muy distinta que los ciudadanos piensen que el PSOE, que no pudo en su momento, ahora sí podrá. La experiencia británica, un país donde el Gobierno laborista de Gordon Brown también fue arrollado por la crisis, demuestra que, casi dos años después de la llegada al poder de los conservadores, la mayor parte del público sigue culpando a los laboristas.
En segundo lugar, porque el dominio electoral que ostenta el PP es comparable al de la histórica victoria de Felipe González en 1982: menor en porcentaje de voto y en escaños, pero mayor en número de circunscripciones: el PP venció en 45 de las 52 circunscripciones; el PSOE lo hizo en 42.
Además, si el PP vence en las próximas elecciones autonómicas en Andalucía, su poder institucional global llegará a ser incluso mayor que el que tuvo el PSOE en 1982. Puede que las bases de la victoria del PP sean menos sólidas, y desde luego su liderazgo mucho menos fuerte que el de González en 1982, pero para recuperar el poder no bastará con que el PSOE intente "hacer un Rajoy". Esto es: sentarse a esperar a que la crisis ponga el Gobierno de nuevo en sus manos.
Sin embargo, eso es, exactamente, lo que parece que el PSOE se dispone a hacer: los dos candidatos que por ahora se han postulado (es improbable que aparezca alguien más) para ocupar la Secretaría General del PSOE, Alfredo Rubalcaba y Carmen Chacón, son los mismos que ya lo hicieron antes de las Elecciones Autonómicas de 2011. Un año de descalabros electorales, que además, en las Elecciones Generales, protagonizaron muy directamente ambos, no parece haber tenido ninguna consecuencia práctica: nadie dimite, nadie se va.
Por otra parte, tampoco está muy claro cómo alejarse de la herencia del Gobierno de Zapatero, objetivamente tóxico a efectos electorales, si los que quieren protagonizar la huida son, por un lado, el todopoderoso exvicepresidente Rubalcaba y, por otro, Carme Chacón, exministra de Defensa y reconocida candidata de Zapatero para su sucesión hasta poco antes de ver la luz y denunciar, en un notable manifiesto, las medidas adoptadas por el Gobierno al que ella pertenecía.
La impotencia valenciana en Madrid
Si no fuera porque sabemos que fue Rajoy quien propició la dimisión del expresident Francisco Camps, uno estaría tentado de pensar que la nula presencia valenciana en el Gobierno, hasta niveles casi insultantes, es una especie de castigo de Rajoy a los valencianos por no impedir la dimisión de Camps, en quien Rajoy en su momento manifestó tener toda la confianza del mundo (y no era para menos, dado que Camps fue el factótum de la continuidad de Rajoy al frente del PP): desde que Camps dimitió, el PP valenciano no pinta nada en Madrid. Menos que nada: el PP valenciano es tóxico, como lo es Zapatero en el PSOE.
No es para menos: como bien explicaba Cruz Sierra hace unos días, el balance de la gestión del PP en la Comunidad Valenciana haría las envidias del mismísimo Zapatero. No se trata sólo de Camps y sus trajes, sino de la lamentable, arbitraria y despilfarradora gestión autonómica (y local). Y no puede ser excusa para todo el argumento del déficit fiscal valenciano, tan caro al PP valenciano (y a una parte de la izquierda y el nacionalismo) todos estos años: aunque sea cierto, que lo es, toda la culpa del desastre (ni siquiera la mayor parte) no es de Madrid.
El problema no es sólo de déficit; es de cómo se ha gestionado el dinero disponible. Que en la Comunidad Valenciana se ha gestionado, por explicarlo claramente, como lo haría un drogadicto con su vida: gastándose el dinero que no tiene en drogas. Aunque le demos más dinero, previsiblemente, su gestión no mejorará. En todo caso, se comprará más drogas, y mejores. Trasladado a la Generalitat Valenciana, el problema puede resumirse en la frase "darme argo, que tengo que comprar gasofa para llenar el depósito del Ferrari". En gastar alocadamente en delirios de grandeza y nuevorriquismo cuando las cosas estaban mejor, e incluso ahora, cuando están fatal.
Rajoy no quiere -ni por asomo- verse mezclado con la imagen pública que, por desgracia, tiene la Comunidad Valenciana. Y por eso no hay ministros valencianos, y ni siquiera parece haber secretarios de Estado valencianos. O quizás Rajoy esté aplicando de nuevo el revolucionario criterio de inversión de expectativas, a la vista de que bajar los impuestos es de izquierdas, y subirlos de derechas. Dado que Zapatero, como nos repitió el PP durante años, no quería a Valencia, a pesar de que se pasó sus dos mandatos nombrando más y más ministros valencianos (entre ellos, sus dos primeros vicepresidentes), Rajoy demuestra lo mucho que nos quiere por la vía de no nombrar absolutamente a ninguno.
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Guillermo López es profesor titular de Periodismo en la Universitat de València