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Publicado: 06/06/2011 ·
05:56
Actualizado: 00/00/0000 ·
00:00
VALENCIA. Innovación, crisis y cambio son palabras que giran comunmente en torno a la idea de transformación y tienen en consecuencia un significado hasta cierto punto equivalente. Con un poco de ingenuidad, asumimos que las crisis son un momento acotado y excepcional, pero en realidad la historia es un proceso continuo de cambios y de adaptaciones, y el mundo que conocemos es el resultado de convulsiones sucesivas, de mutaciones y crisis sin fin.
La diferencia entre las palabras crisis, cambio e innovación no es tanto objetiva o de contenido, sino que guarda relación con la actitud subjetiva desde la que analizamos el cambio. Mientras la crisis es como el cambio traumático y a la fuerza, la innovación es la intepretación virtuosa de un cambio al que se aspira, o que se diseña de manera más o menos consciente e ingeniosa.
En cualquier caso crisis, cambio e innovación son conceptos sobre los que no se puede reflexionar por separado. O más aún, sobre los que no se debe actuar por separado.
La crisis valenciana se encuentra en un momento estacionario, es como una dolencia crónica que no llega a matar, pero que tampoco se cura. Por eso para describir la situación, mejor que hablar de crisis es hablar de falta de innovación, porque así se recoge también el estado de pesimismo y desconfianza hacia todo lo emergente y todo lo nuevo que se respira aquí.
La política valenciana es un círculo vicioso en manos de líderes que independientemente de su situacion, se sienten, en el fondo, personalmene derrotados. Y que no parecen nada dispuestos a empezar a hacer algo diferente de lo que hasta hoy han demostrado que saben hacer.
Lo demás ya se ve. Una cultura hipersubvencionada y un estamento intelectual apalancado y dócil en general. Un territorio malherido, enajenado a precio de saldo en los años del boom. Unos medios de comunicación tan desconcertantes como desconcertados. Un modelo de grandes acontecimientos que ni rinde, ni se consolida, ni admite tampoco ser derribado. Una mentalidad financiera que es el pánico de cualquier emprendedor y una colonia de inmovilistas complacientes al frente de la mayor parte de los cuadros de mando.
Ya hace tiempo que dejamos de ser las víctimas de ninguna crisis superestructural. Ahora nos hemos convertido en nuestros propios verdugos por culpa de unos intereses estamentales que en todas partes están siempre a la defensiva, por nuestra deliberada falta de imaginación y por el desprecio de facto de que en esta tierra es objeto lo único que puede salvarnos: lo descomplaciente, lo independiente, lo incorrecto, lo emergente.
El problema no es la crisis. El problema es el conservadurismo metodológico, nuestra sospecha mortal hacia los agentes reales del cambio, nuestro escepticismo hacia el poder transformador de la innovación y nuestra falta de preparación para todo lo nuevo.
La diferencia entre las palabras crisis, cambio e innovación no es tanto objetiva o de contenido, sino que guarda relación con la actitud subjetiva desde la que analizamos el cambio. Mientras la crisis es como el cambio traumático y a la fuerza, la innovación es la intepretación virtuosa de un cambio al que se aspira, o que se diseña de manera más o menos consciente e ingeniosa.
En cualquier caso crisis, cambio e innovación son conceptos sobre los que no se puede reflexionar por separado. O más aún, sobre los que no se debe actuar por separado.
La crisis valenciana se encuentra en un momento estacionario, es como una dolencia crónica que no llega a matar, pero que tampoco se cura. Por eso para describir la situación, mejor que hablar de crisis es hablar de falta de innovación, porque así se recoge también el estado de pesimismo y desconfianza hacia todo lo emergente y todo lo nuevo que se respira aquí.
La política valenciana es un círculo vicioso en manos de líderes que independientemente de su situacion, se sienten, en el fondo, personalmene derrotados. Y que no parecen nada dispuestos a empezar a hacer algo diferente de lo que hasta hoy han demostrado que saben hacer.
Lo demás ya se ve. Una cultura hipersubvencionada y un estamento intelectual apalancado y dócil en general. Un territorio malherido, enajenado a precio de saldo en los años del boom. Unos medios de comunicación tan desconcertantes como desconcertados. Un modelo de grandes acontecimientos que ni rinde, ni se consolida, ni admite tampoco ser derribado. Una mentalidad financiera que es el pánico de cualquier emprendedor y una colonia de inmovilistas complacientes al frente de la mayor parte de los cuadros de mando.
Ya hace tiempo que dejamos de ser las víctimas de ninguna crisis superestructural. Ahora nos hemos convertido en nuestros propios verdugos por culpa de unos intereses estamentales que en todas partes están siempre a la defensiva, por nuestra deliberada falta de imaginación y por el desprecio de facto de que en esta tierra es objeto lo único que puede salvarnos: lo descomplaciente, lo independiente, lo incorrecto, lo emergente.
El problema no es la crisis. El problema es el conservadurismo metodológico, nuestra sospecha mortal hacia los agentes reales del cambio, nuestro escepticismo hacia el poder transformador de la innovación y nuestra falta de preparación para todo lo nuevo.
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