Si alguien pasea temprano por la esquina de la avenida del Oeste con el Mercado Central un día entre semana, se encuentra a una señora que vende romero, ajos y limones sobre un cajón de fruta puesto del revés. Enfrente de ella, otro señor vende regaliz sobre otra caja, esta de cartón, en la que apoya unas viejas tijeras de podar para cortarlo. Visiblemente para los dos ha pasado más rápido el tiempo que los años. Y si congeláramos la imagen y solo enfocáramos esa pequeña porción de ciudad, podríamos estar en cualquier día de hace décadas.
Si sigues caminando por la acera rompes esa burbuja. Te das cuenta que has pasado por una capsula y que, esa esquina, más que un lugar es un momento. O que, para la ciudad, realmente están pasando más rápido los años que el tiempo. No se posan en ella los surcos.
Víctima de un empacho, de digestiones urbanas difíciles. Algunas te sacan una sonrisa. Como escuchar a un taxista discutir con la inteligencia artificial, al grito de qué vas a saber tú más que yo.
Otras difícilmente. El ruido de las ruedas de maleta frenando en la puerta de un bajo para comprobar en el chat de la aplicación que, efectivamente, es ahí. El precio de un café, que ya alcanzó hace tiempo las anécdotas apocalípticas sobre lo que a alguno le cobraron en una plaza de capital europea. La sucesión de escaparates que no están hechos para que tú los mires, salvo que hayas desarrollado una curiosidad inexplicable por las almohadas con forma de jamón serrano o camisetas de futbol, que a lo bruto han intentado parecerse a las originales y que, pese a todo, deben venderse bien. Vaya metáfora.

- Foto: ROBER SOLSONA/EP
Son fragmentos de lo que algunos autores del exilio interior han llamado ajenidad. Una a la que parece que, salvo en los márgenes, es casi imposible escapar. Que te persigue al ritmo al que se abre otro Carrefour express.
Y justo a unos metros de la Lonja, en cuya esquina se ha anunciado la próxima apertura del enésimo supermercado para turistas, se produjo un incidente hace unas semanas. Uno que, a diferencia de la resistencia, indeseada, romantizable, pero no romántica, de esos dos vendedores, apunta a síntoma.
Un altercado entre un grupo de turistas holandeses que trató de atravesar en bicicleta una protesta contra el desalojo de Ca La Caixeta, un espacio cultural okupado del barrio. Entre quienes reivindicaban seguir usando el término barrio, por la vía de los hechos, y quienes no iban a cambiar su velocidad, ni su itinerario por esas molestias y molestos locales.
Entre go home y fuck you el video se hizo viral. Algunos trataron de demonizar la actitud de los jóvenes, alertando del peligro que supondría para la postal de València. Otros concluyeron que la cosa solo se había producido por la mala educación de un grupo de turistas, que se ganaron a pulso el apelativo de guiri. Algo que, por cierto, todos somos alguna vez.
Yo creo que ni lo uno, ni lo otro. Que son dos mundos friccionando. Defiendo la idea de que esa escena es síntoma. Y de que esta es ya una ciudad enferma de ajenidad. Un lugar donde se ha invertido el orden de los productos. Ya no es lo local recibiendo visitas. Es la sustitución de lo local, no progresiva (ya quisiéramos), que provoca una lacerante extrañeza cotidiana.
Una que a diferencia de otras consideraciones políticas está en casi todos. No por la nostalgia, a la que todo el mundo intenta resistirse y cuando lo consigue es, como mucho, a duras penas. Sino porque es difícil no sentir ajenidad si todo es ajeno. Que no nuevo.
Porque podría haber una ciudad nueva, que incluso solapara a la ciudad vieja y lo hiciera de una forma tan poco delicada, como cuando surgió la plaza de la Reina y desapareció la calle Zaragoza. O cuando se abrió la plaza Viriato, donde se cruzan los alumnos de la escuela de diseño, el conservatorio o los niños de escolapios. Pero no. Lo que surge es una ciudad otra.

- Foto: ROBER SOLSONA/EP
Una que a diferencia de las ciudades nuevas no está hecha para albergar ninguna historia propia. Una que solo puede establecerse si quienes la habitan no tienen derecho a opinar o son distraídos de hacerlo.
Caminamos en la necesidad de levantarnos contra la ajenidad, que no contra lo ajeno. Porque lo ajeno es la ciudad. Es sentirte en casa en medio de otros distintos, paseando por escenas de las que no necesariamente participas, pero de las que eres parte. Lo ajeno no te expulsa, te envuelve. Sin embargo, la ajenidad es la sensación de quedar fuera, de no reconocer lo que era propio. Es el desarraigo en la casa. Una a la que, a base de convertirse en lugar de paso, dejas de pertenecer.
En las postales de València no sale la ciudad ajena, pero se fabrica ajenidad. No salen los vendedores que se sientan esas mañanas en la puerta del mercado, ni ninguna cotidianeidad. Sí aparecen otros, como esos holandeses en bicicleta. Y en este país, donde tenemos la mala costumbre de darle el apellido de interés turístico a aquello que nos parece valioso, cada vez parece tener más valor lo que no recibe ese interés.

- Foto: MERCADO CENTRAL
La ciudad propia que está en peligro de extinción, porque no es producto.
De hecho, todos lo estamos un poco, si se impone la ciudad otra.
Si aceptamos, como figurantes del decorado, la ajenidad.
Si dejamos de ser vecinos.
No hay que dejarse.