Hubo una época en la que la publicidad no solo nos hablaba de productos. Nos hablaba de nosotros. De nuestras casas, nuestras familias, nuestras rutinas y nuestros sueños. Era un espejo que sabía reflejar con inteligencia y sensibilidad lo que éramos, lo que queríamos ser, o al menos lo que queríamos sentir. Era cercana, reconocible, y sobre todo: memorable.
Porque hubo un tiempo en el que la publicidad no se conformaba con vender. Aspiraba a quedarse. Y algunas marcas lo consiguieron de forma tan rotunda que terminaron haciendo algo casi mágico: darle su nombre al producto.
Decimos "Danone" para referirnos a cualquier yogur. Pedimos un "Kleenex" aunque nos den otro tipo de pañuelo. Lavamos los platos con "Fairy", aunque el envase sea de marca blanca. Desayunamos "ColaCao", aunque sea cacao de otro fabricante. Guardamos la comida en un "tupper", anotamos cosas en "post-its", nos tomamos una "aspirina" para el dolor de cabeza o pegamos con "celofán" cualquier tipo de cinta adhesiva.
Esa es la huella indeleble de la buena publicidad: cuando la marca pasa de ser un nombre comercial para convertirse en una categoría. Y eso, que parece imposible en el mundo de hoy, era hasta no hace tanto un objetivo real, ambicioso, que se podía alcanzar con constancia, coherencia y creatividad.
Las grandes campañas sabían narrar, emocionar, posicionar.
No solo se trataba de enseñar un producto. Se trataba de crear un universo. Las mejores marcas desarrollaban un tono, una personalidad, una música, una estética. Desde las campañas familiares de Danone hasta los spots navideños que todos esperábamos, la publicidad era un ritual, un punto de encuentro.
¿Quién no recuerda el primer anuncio del año tras las campanadas? ¿La canción de Coca-Cola de cada verano? ¿Los jingles que se nos quedaban en la cabeza durante días, a veces años? Eran tiempos en los que la creatividad tenía espacio, la narrativa era clave, y el objetivo no era solo "vender más", sino permanecer más.
Hoy el panorama ha cambiado. Las marcas viven en la urgencia del clic. El rendimiento inmediato ha sustituido al recuerdo duradero. Todo parece diseñado para captar atención rápida, pero no para dejar huella. Y en ese contexto, pocas marcas se atreven a construir a fuego lento.
Según el estudio Meaningful Brands de Havas (2024), el 75 % de las marcas podrían desaparecer mañana y a la mayoría de los consumidores no les importaría. No porque no sean buenas, sino porque no han conseguido importar. No han conectado. No han emocionado.
La buena publicidad necesita tiempo. Repetición. Perspectiva. Necesita mirar más allá del trimestre. Y sobre todo, necesita recuperar el valor de contar algo que merezca ser contado. Que nos toque. Que se nos quede.
Si marcas como Danone, Kleenex, ColaCao o Fairy consiguieron ese milagro de meterse en el lenguaje, es porque supieron acompañarnos. Supieron construir un relato en el que creímos, con el que crecimos.
Hoy el reto es mayor. Hay más ruido, más competencia, más tecnología. Pero también hay más oportunidades para contar historias potentes. Para volver a crear campañas que trasciendan. Que no solo aparezcan en nuestra pantalla, sino que se cuelen en nuestras conversaciones, en nuestra cultura, en nuestro vocabulario.
¿Dónde están esas grandes campañas que recordaremos dentro de veinte años? Tal vez estén por venir. Pero para que lleguen, necesitamos recuperar algo esencial:
Creer de nuevo en la publicidad que deja marca.
En todos los sentidos.