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OPINIÓN / 'LAS DOS CARAS DE LA MONEDA'

Objetivo: reducir la desigualdad

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A estas alturas de la crisis, con un paro superior al 25%, los salarios en caída libre y un endeudamiento descomunal respaldado por activos cuyo valor continúa depreciándose, resulta obsceno cuestionar la relevancia social del debate sobre la desigualdad de la distribución de la riqueza 

VALENCIA. La crisis económica ha situado a las desigualdades sociales en el epicentro del debate político. El incremento del desempleo y la exclusión social y, de forma más general, el deterioro del consumo de buena parte de la población aparecen a los ojos de la ciudadanía como los límites evidentes de nuestro modelo de desarrollo. Prosperan visiones de la crisis que responsabilizan a un grupo de oligarcas -financieros y políticos- de parasitar el bienestar del conjunto de la sociedad. Y de hecho, el electorado tiende rápidamente a fragmentarse en la búsqueda de opciones políticas nuevas al margen de los partidos tradicionales.

En estas condiciones, no es extraño que un libro que documenta ampliamente el fenómeno de la desigualdad, acumulando datos históricos sobre distintos países y proporcionando explicaciones convincentes al respecto, se haya convertido en un acontecimiento global, recibido con mucho interés por el gran público y expertos académicos a ambos lados del Atlántico: "El Capital en el Siglo XXI", de Thomas Piketty (Paris School of Economics) da respuesta a una demanda creciente de análisis sobre el origen de las desigualdades y plantea medidas de política económica para mitigarlas.

A pesar de todo, muchos analistas todavía se preguntan por qué debería importarnos la desigualdad. Disculpen de antemano el tono, pero a estas alturas de la crisis, con un paro que supera el 25%, con los salarios en caída libre, y un endeudamiento descomunal respaldado por activos cuyo valor continúa depreciándose, resulta obsceno cuestionar la relevancia social del debate sobre la inequidad en la distribución de la riqueza.

Efectivamente, nuestro sistema precisa situar a los individuos ante los incentivos adecuados para maximizar la producción y el bienestar social. Y desde esta perspectiva, es totalmente lógico que las diferencias salariales reflejen diferencias en la productividad marginal del trabajo. Pero buena parte de las desigualdades que observamos poco tienen que ver con los "incentivos adecuados".

El sueldo de los ejecutivos y la acumulación de capital

Tomen como ejemplo el caso de los sueldos de los ejecutivos. Distintos autores sostienen que, debido al incremento en el tamaño de las organizaciones, la liberalización y el aumento de la competencia, la productividad de los buenos ejecutivos es mayor que en las décadas precedentes, lo cual justificaría el incremento registrado en la retribución gerencial (hoy un CEO en los Estados Unidos cobra 273 veces el sueldo de un empleado medio frente a 20 veces en 1965). Pero otros muchos autores sugieren que el sueldo de los ejecutivos es fruto de una negociación desigual con los accionistas, que habitualmente se salda con la expropiación de renta en favor de los primeros.

Un artículo reciente elaborado por Shue y Townsend (2014) muestra que el incremento de la retribución de los directivos observada durante la década anterior es atribuible a la concesión de opciones sobre acciones, otorgadas de acuerdo a esquemas rígidos basados en el número de opciones y no tanto en su valor fundamental. Se trataría de una forma de ilusión monetaria, y no de un esquema de incentivos centrado en la productividad gerencial.

Más allá de la justicia o no de este tipo esquemas retributivos, el problema de la acumulación del capital en torno a un porcentaje mínimo de la población es la generación de un modelo de sociedad que acabe socavando el desarrollo y la innovación, una sociedad de rentistas donde el trabajo quede reservado a las clases medias, y en la cual la ascensión social se convierta en un objetivo quimérico. El problema no es solo económico. Se trata de un problema fundamentalmente social, que afecta a la esencia misma de nuestro modelo de convivencia. Al fin y al cabo, la igualdad de oportunidades (ex ante) es un valor central de las sociedades democráticas.

Piketty documenta que, tras un periodo excepcional entre la Segunda Guerra Mundial y la primera crisis del petróleo, el peso del capital sobre la renta nacional ha venido aumentando de forma sostenida. Con la globalización, la innovación financiera y la caída del sistema socialista, el rendimiento del capital (r) se habría situado por encima del crecimiento tendencial de la economía (g), generando una dinámica que permite a los más ricos continuar enriqueciéndose a partir de sus dotaciones iniciales de capital, y hacerlo a un ritmo superior al de las rentas del trabajo. Puesto que el factor capital está más concentrado que el factor trabajo, el resultado de este proceso es un incremento imparable de la desigualdad que sería consustancial a nuestro modelo de sociedad capitalista.

La alternativa: los impuestos sobre el capital

Distintos economistas critican el análisis de Piketty cuestionando la idea de que a largo plazo la tasa de rendimiento del capital pueda situarse por encima de la tasa de crecimiento de la economía. En general, la productividad de los trabajadores y por tanto los salarios tienden a aumentar con la acumulación de capital. Y además, el capital -al igual que el trabajo- está sometido a la ley de rendimientos marginales decrecientes. En cualquier caso, y asumiendo que efectivamente r>g, Piketty propone un impuesto global sobre el capital para revertir la situación.

La opción más obvia es indudablemente gravar las herencias, reforzando de este modo la idea de que el nuestro es un sistema meritocrático. El propio Piketty, junto con Emmanuel Saez, ha publicado recientemente un artículo en Econometrica sobre la imposición óptima de las herencias, explicitando el inevitable trade-off entre eficiencia y solidaridad. De hecho, más allá de los problemas de gravar el capital en un mundo globalizado, circunstancia que por sí sola obligaría a reconsiderar la propuesta, la cuestión de la eficiencia del impuesto sobre sucesiones constituye en mi opinión una cuestión central.

En economías como la nuestra, con una presencia muy significativa de empresas familiares, aumentar el impuesto sobre sucesiones no es en modo alguno una cuestión neutra desde el punto de vista de la inversión. Un artículo publicado en AER (2010) por Ellul, Pagano y Panuzzi, muestra que la normativa sobre sucesiones afecta significativamente a la inversión y, por tanto, a la capacidad de crecimiento de la empresa familiar.

En países que obligan a los empresarios a legar un paquete significativo de acciones a herederos que no ostentan el control de la compañía, el acceso a la financiación disminuye cuando se produce el relevo generacional. La empresa puede otorgar menos garantías a los bancos, y ello impediría financiar proyectos de inversión rentables.

El modelo presentado por los autores equipara la concesión de derechos económicos a los herederos "minoritarios" con un impuesto sucesorio, en el sentido de reducir las garantías potenciales para los proveedores de financiación, por lo que la evidencia empírica presentada en el artículo sería de aplicación directa a la discusión sobre la eficiencia del impuesto sobre sucesiones como herramienta contra la desigualdad.

Se trataría en definitiva de calibrar los efectos del impuesto no únicamente sobre r sino también sobre g, no solo sobre el rendimiento del capital, sino sobre la capacidad de nuestras economías para generar un crecimiento sostenido. A fin de cuentas, como señala el propio Piketty, el crecimiento económico sigue siendo la mejor herramienta para reducir la desigualdad.

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