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OPINIÓN / 'PASABA POR AQUÍ'

#OpiniónVP 'Condiciones para el éxito de la gestión pública', por Andrés García Reche

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VALENCIA. Existen tres condiciones básicas, que deben cumplirse de manera simultánea en toda Administración pública, para que una determinada política, de carácter económico, o no, pueda alcanzar el éxito. La primera se refiere al correcto diagnóstico del problema a resolver; la segunda, a la idoneidad de los programas y medidas orientadas a su solución; y la tercera, a la suficiencia del presupuesto disponible para instrumentar estas últimas. Lo que significa que un diagnóstico equivocado puede transformar en irrelevantes las otras dos condiciones; de igual manera que unos programas mal diseñados, o un presupuesto insuficiente, acaban por hacer totalmente inútiles las soluciones derivadas de un buen diagnóstico.

En realidad, los diagnósticos equivocados, a lo largo de la historia económica, no han sido tan infrecuentes como se piensa. Por ejemplo, hasta la irrupción del keynesianismo en la década de los años 30, era una verdad generalmente aceptada por la economía ortodoxa que la oferta siempre creaba su propia demanda (Ley de Say), y que por tanto las crisis de sobreproducción, o si se prefiere, de insuficiencia de demanda efectiva, eran imposibles. Y sin embargo, aquellas existían y estaban a la vista de todo el mundo. El problema es que como el diagnóstico estaba radicalmente equivocado, las soluciones, simplemente, no aparecían por ningún lado.

Salvando las distancias, es también lo que ha ocurrido en esta última crisis con la Unión Europea, al tardar ésta seis largos años en modificar, aunque sólo sea parcialmente, su diagnóstico inicial, hasta el punto de que las únicas medidas que están dando algún resultado son las que se han derivado de estas últimas modificaciones.

Existen más ejemplos de diagnósticos erróneos extraídos de nuestra experiencia económica reciente, y cuyo resultado final no es otro que una extensión generalizada de la confusión en numerosos campos de la acción política. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando se afirma que los mercados son siempre eficientes, o que la competitividad depende exclusivamente de los costes salariales, de los precios, o del tipo de cambio; o cuando se fija el éxito turístico en función únicamente del número de los visitantes que acuden a un destino; o cuando se sostiene que el nivel de empleo y de los salarios se relaciona sólo con el funcionamiento del mercado de trabajo; o cuando se da por hecho que la desigualdad no es un problema económico, sino social; o, en fin, cuando se dice que existe desempleo entre los jóvenes porque éstos no están suficientemente cualificados.

En todos estos casos, y en muchos otros también, las políticas están equivocadas porque los diagnósticos también lo están, y, en consecuencia, es lógico que la desorientación general se extienda entre los agentes económicos, destinatarios últimos de aquellas.

Pero no se trata solo de eso. Aún aceptando que las comparecencia de las tres condiciones aludidas resultan imprescindibles para alcanzar el éxito en la gestión pública, no son, en modo alguno, suficientes. Porque, en realidad, el elemento definitivo para garantizar dicho objetivo, se encuentra siempre en el escalón operativo; es decir, en la forma concreta en que se gestionan y ejecutan tales medidas, una vez el diagnóstico está hecho, los programas diseñados y el presupuesto conseguido. Por muchas vueltas que queramos darle, la clave del éxito en la gestión pública está en el cómo; no en el qué ni en el cuánto.

Por ejemplo, la privatización, o, si se prefiere, la externalización de ciertos servicios públicos, que tanta fama ha alcanzado en estos últimos años entre los gobiernos del PP, parte del supuesto "indiscutible" de que siempre es más eficiente la gestión privada que la pública. No se dice, sin embargo, que ésta última no suele serlo más que aquélla fundamentalmente a causa del desinterés secular de los dirigentes políticos por introducir reformas y modelos de gobernanza que propicien su mejora.

O sea, que se gestionan mal los asuntos públicos debido a la negligencia, la incompetencia, o, sencillamente, a los intereses ideológicos del grupo político dirigente, como ocurre ahora, y luego se justifica su privatización con la excusa de que el sector público es "estructuralmente ineficiente", obviando que quien es estructuralmente ineficiente es aquél que es incapaz de gobernar diligentemente los asuntos que le son propios.

Naturalmente, también se oculta que la privatización de la gestión de ciertos servicios públicos es, en cierto modo, contra natura, puesto que no incorpora ninguna de las virtudes que se le suelen asignar a la empresa en su lucha permanente por competir en los mercados. Para empezar, cuando un servicio público se externaliza, el precio viene garantizado por el Estado, al igual que los clientes; y, por si esto fuera poco, la competencia, para la empresa adjudicataria, sencillamente desaparece. La diferencia sustancial entre una u otra forma de gestión está en que los costes operativos (léase, los salarios) suelen ser más bajos que los de los funcionarios que hacían previamente su misma labor, permitiendo así la obtención de un beneficio para el gestor privado. O sea, que, a la postre, la externalización, no pasaría de ser otra cosa que una mera redistribución de la renta entre un sector y otro.

En la Comunidad Valenciana, por ejemplo, la empresa pública Sepiva, que nació a finales de los años 80 para crear y gestionar el nuevo sistema de Inspección Técnica de Vehículos (ITV), fue una empresa extraordinariamente rentable para el sector público gracias a su gestión altamente profesionalizada y rigurosa; hasta que se privatizó, diez años más tarde, por razones imposibles de explicar desde el punto de vista de la eficiencia en el servicio. Lo que ocurrió fue, simplemente, que el dinero cambió de manos de la noche a la mañana, desde el sector público al sector privado, sin que, sin embargo, el cliente final notara cambio sustancial alguno.

Pero el máximo nivel de relevancia que el escalón operativo tiene en el éxito de las políticas públicas, se constata de manera muy evidente en todas aquellas instituciones y programas de estímulo dirigidos a las empresas y sectores económicos. Hasta la segunda mitad de los años 90, el Impiva cumplió la práctica totalidad de sus objetivos modernizadores para el tejido productivo valenciano, debido, fundamentalmente, a la implantación de un modelo de gestión altamente profesionalizado, cercano a las empresas (que eran sus principales "clientes"), transparente en la concesión de ayudas, y no sujeto al control político partidista alguno.

El elevado nivel de confianza y de credibilidad que dichas empresas depositaron en la institución, y por tanto, en las políticas llevadas a cabo por ésta, no fueron sino el resultado natural de una determinada forma de gestión, y no tanto de la idoneidad de los programas de ayuda o del volumen de la asignación presupuestaria. Hasta el punto de que, cuando aquélla se politizó en el peor sentido del término, todo el edificio se vino abajo. Se mantenía el diagnóstico, existía presupuesto, y los programas seguían siendo los mismos; pero la gestión dejó de ser profesional y confiable, y, por tanto, se convirtió en ineficiente.

Conclusión: la mejora de la gestión pública es un territorio complejo y lleno de dificultades, que requiere de un esfuerzo persistente, a largo plazo, y, sobre todo, bien orientado, por parte de los responsables políticos. Pero es posible. Siempre, claro está, que éstos estén dispuestos a desprenderse de prejuicios ideológicos y de verdades establecidas, las cuales, en muchas ocasiones, no son sino meras leyendas urbanas. Y, sobre todo, que, siguiendo la máxima de Churchill, aquéllos estén más pendientes de las próximas generaciones que de las próximas elecciones. He dicho.

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