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#OpinionVP La confusión del déficit, por Andrés García Reche

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VALENCIA. El déficit público es uno de esos conceptos que suele tener muy mala prensa entre una buena parte de analistas económicos, y el público en general. Sobre todo en periodos de crisis tan profundas, como la presente, en los cuales el estancamiento se prolonga tanto en el tiempo que los prestamistas pueden acabar por dudar de la capacidad real del país para devolver las deudas contraídas. Es entonces cuando la prima de riesgo se dispara, la carga financiera del presupuesto se eleva, y el problema se torna cada vez más difícil de resolver. Más aún cuando la capacidad de maniobra del Estado nacional en materia monetaria y de tipo de cambio es inexistente, como ocurre ahora en el seno de la Eurozona.

Este es justamente el terreno abonado para que proliferen las proclamas de políticos conservadores y expertos económicos “liberales” de toda clase y condición avisando de las múltiples catástrofes que se avecinan por la simple causa de haber sido malos, muy malos, y haberse gastado en el pasado más de lo que podíamos recaudar. Y así es como comienza a hacer fortuna entre la población la teoría de que el Estado debería comportarse siempre como un buen cabeza de familia, que solo se gasta lo que tiene, al margen de cuales sean sus circunstancias. Algo que, según parece, a todos nos resulta ahora tan evidente, que no se entiende cómo pudimos estar tan ciegos. 

Y sin embargo, lo peor de dicha teoría no es que sea falsa; lo peor es que, llevada al extremo, puede acabar incluso por ser claramente nociva para la estabilidad económica. En realidad, en las situaciones de crisis coyunturales que podríamos caracterizar como “normales”, el Estado debe comportarse (y, de hecho, se comporta), precisamente de manera contraria a como lo haría el tan idealizado y prudente cabeza de familia .

Y la explicación es muy sencilla. Cuando comienza la recesión, y cae la demanda de bienes y servicios, los ingresos de las administraciones públicas se reducen, a causa de la menor actividad económica, mientras que, al mismo tiempo, el gasto público crece (de manera automática) como consecuencia directa de las transferencias que hay que realizar a los parados bajo la forma de subsidios, provocando, sin que el gobierno mueva un solo dedo, un aumento inmediato del déficit.

Sin embargo, puesto que dichos subsidios amortiguan la caída de la renta de los desempleados, que ahora pasaría del nivel 100, al 70, pongamos por caso, el nivel de demanda, aunque más bajo que en la situación de partida, seguiría siendo positivo. Si, por el contrario, el Estado se comportara como un “buen cabeza de familia” y se negara a pagar los subsidios del paro para no aumentar el gasto público, y evitar así el crecimiento del déficit, entonces la renta de los trabajadores despedidos pasaría de 100 a 0, profundizando la caída en la demanda global, generando más dificultades en las empresas (que aumentarían, a su vez, los despidos), y provocando menos recaudación, vía impuestos, lo que volvería a impulsar el déficit al alza... y así sucesivamente.

La conclusión es que el déficit coyuntural generado por una recesión, no sólo es inevitable (porque, afortunadamente, los subsidios de paro, existen), sino que, además, es positivo porque contribuye a moderar la profundidad de la caída del PIB y a acortar el periodo de dificultades hasta la próxima recuperación. Con la particularidad de que, cuando ésta se produzca, el déficit desaparecerá, también automáticamente, al aumentarse la recaudación impositiva y reducirse el gasto público conforme los desempleados se vayan incorporando a un puesto de trabajo.

Otra cosa muy diferente es aquella parte del déficit público que es consecuencia de decisiones políticas discrecionales de gasto (déficit estructural) sin la correspondiente subida de impuestos. En estos casos, puede haber justificación económica (escasez de infraestructuras) o social (elevación de los estándares de calidad en sanidad o en educación), o puede no haber ninguna (como ha ocurrido frecuentemente en estos últimos años), pero ahora es preciso ser conscientes de que dicho déficit no desaparecerá automáticamente, exista, o no una recuperación económica. En estos casos, el Estado está obligado a generar un ahorro suficiente en los próximos ejercicios presupuestarios para hacer frente a las deudas contraídas a causa de sus decisiones. Razón por la cual, la bondad de la gestión presupuestaria de un determinado gobierno debería medirse, fundamentalmente, por el manejo que realice del déficit estructural.

El hecho de que se utilice el concepto de déficit público, así, en general, sin separar nítidamente el volumen relativo que alcanzan sus dos componentes básicos, es una de las razones por las que existe un nivel tan elevado de confusión en este asunto, incluyendo el derivado de la propia definición de los objetivos de consolidación fiscal de la UE, expresados en una cifra de déficit global, que, si bien, en la práctica, toma en consideración a ambos componentes, no lo hace de manera explícita, generando el correspondiente desconcierto entre los analistas del asunto.

Conclusión: el déficit público no es bueno o malo en sí mismo. Depende de cual sea la causa que lo haya originado, y también del grado de prudencia y sensatez con la que actúen los dirigentes políticos que lo generan. El fundamentalismo, en éste, como en otros muchos casos, puede alcanzar un elevado nivel de popularidad, pero también puede llevarnos directamente a la melancolía. Exactamente, donde ahora estamos.

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