VALENCIA. Hay un viejo axioma en la política española que, como tal axioma, tiende a cumplirse siempre: en España las elecciones no suele ganarlas la oposición: las pierde el Gobierno. Es el desgaste de los gobernantes, sus errores y problemas, lo que provoca la desafección de los ciudadanos, que acaban echándose en brazos de la oposición.
Ocurrió en 1982, en 1996 y en 2004, y volvió a ocurrir en 2011. Cada vez que ha habido un cambio de signo político en España, la gente ha votado con más o menos ilusión al partido que llega, pero normalmente esa ilusión se convierte en verdadero fervor si se trata de votar contra los que están gobernando en ese momento (la única excepción a la regla de "votar contra" podría ser 1982, dado que en esa ocasión el partido en el gobierno, la UCD, ya llegaba a la cita en un proceso de descomposición, como evidenciaron los resultados).
Parecía difícil que el axioma de que las elecciones Generales las pierde el gobierno pudiera mejorarse, tras la exhibición que dio al respecto el gobierno de Zapatero, pero la andadura actual de Mariano Rajoy hace pensar que tal vez pueda superar el récord de Zapatero con un hundimiento, si cabe, más pronunciado. A las razones ya conocidas (la crisis, la arrogancia, el autoritarismo, los desastres de gestión) se une una razón vieja, casi se diría que añeja, cuando hablamos de política española: la corrupción. Un fenómeno antiguo, pero cuyos efectos electorales, para el PP, hasta hace muy poco tiempo se antojaban minúsculos. Ahora, quién sabe.
Los conservadores iniciaron en 1995 su periodo de hegemonía electoral (continuada, durante más de dos décadas, en comunidades autónomas como la nuestra) recitando continuamente dos eslóganes que hicieron fortuna: por un lado, el "váyase, señor González" que Aznar le espetaba en el Congreso de los Diputados al entonces presidente del gobierno. Y por otro, el eslogan que motivaba tantas prisas del PP por ocupar el gobierno: acabar con el "paro, despilfarro y corrupción" que les achacaban a los socialistas. Paro, despilfarro y corrupción que ahora pueden acabar con ellos.
ANTES, NADA IMPORTABA: AHORA, TODO IMPORTA
Durante años, uno de los principales misterios de la política española fue la aparente inmunidad de los conservadores a los escándalos de corrupción. La corrupción castigaba sólo a la izquierda (y relativamente), mientras que los políticos del PP y otras formaciones conservadoras lograban salir airosos de las revelaciones periodísticas o las resoluciones judiciales en torno a diversos tipos de prácticas corruptas.
El efecto electoral de la corrupción era en todo caso pequeño, quizás incluso asumible. La tradicional renuencia de la clase política española, muy particularmente el PP, para asumir responsabilidades encontraba aquí un terreno abonado: el político afectado por algún escándalo de corrupción no rendía cuentas a la ciudadanía, ni se planteaba dimitir... Y, finalmente, las urnas le ofrecían un buen resultado que mostraba, en apariencia, que no sólo los políticos españoles, sino también los votantes, eran inmunes a la corrupción: unos, porque no asumían sus consecuencias en una sociedad democrática y civilizada (abandonar voluntariamente el cargo público y, en su caso, también la actividad política); y otros, porque tampoco votaban como si la corrupción fuese un factor crucial en su toma de decisiones.
La inmunidad de los políticos españoles, sobre todo conservadores, y de sus votantes, respecto de la corrupción, tuvo siempre una parte de mitología: sí que había ciudadanos que, como es lógico, se alejaban de las opciones electorales en las que detectaban prácticas corruptas. Pero también había una parte de verdad, puesto que muchos votantes del PP (¿quizás la mayoría de los votantes?) asignaban sus preferencias según criterios ajenos a la limpieza en la gestión, y que tenían más que ver con la ideología, la pretendida eficacia del gestor corrupto, el descenso de los impuestos, o lo bonita que había quedado la ciudad gestionada por el político acusado de diversos delitos. O, sencillamente, con cómo le iban las cosas al votante en cuestión.
Pero esa situación ha desaparecido totalmente del mapa. La complacencia, o ignorancia, ciudadana respecto de las irregularidades de los políticos españoles ha sido pulverizada por la tríada maldita que en su día empleó el PP contra los socialistas, y que ahora les afecta a ellos: el paro y la crisis económica, que ha deteriorado considerablemente la calidad de vida de la mayoría de los españoles; el despilfarro de la clase dirigente, que quizás resulte anecdótico para mucha gente en época de bonanza, pero que irrita sobremanera al constatar el contraste entre el derroche frívolo de algunos dirigentes y el sufrimiento de la mayoría de los ciudadanos; y, finalmente, la corrupción.
Que no es cosa de hoy, ni de ayer, sino que se viene alimentando décadas, y ha hecho acto de presencia paulatinamente con más fuerza, conforme la crisis económica se agravaba, en un contexto en el que los ciudadanos estaban cada vez menos dispuestos a perdonarle a los poderosos su incompetencia, excesos o prácticas irregulares.
Los casos de corrupción, los abusos de toda clase, se han venido acumulando durante años, y han llegado, para muchos ciudadanos, a un punto de no retorno: a decantarse por partidos cuyo principal atractivo es su posicionamiento nítidamente enfrentado a la clase política tradicional (Podemos); y a votarles, sobre todo, como un reflejo negativo. Como la manera más rápida y eficaz de expresar su hastío con el partido gobernante, y con el que gobernó antes de él.
Una situación en la que es difícil saber qué pueden hacer PP y PSOE para enderezar las cosas y recuperar a algunos de los votantes que hoy han perdido. No sólo porque no puedan cambiar profundamente sus estructuras y su cultura política; sino porque tampoco quieren. Porque los dirigentes que deberían limpiar su partido de corrupción constituyen también una parte fundamental del entramado corrupto.

Podemos concederle el beneficio de la duda a Pedro Sánchez, recién llegado, pero no a Mariano Rajoy, que lleva en el PP desde principios de los años ochenta (cuando aún se llamaba AP), y que siempre ha reaccionado ante los escándalos de corrupción con una práctica muy gallega (hacerse el despistado) que acababa conduciendo a su resolución favorita: no hacer nada.
Muy especialmente respecto de escándalos, como el caso Bárcenas, que le afectaban directamente a él. Poca gente se va a sentir, a estas alturas, cautivada por las "excusas de mal pagador" de última hora que ha improvisado Rajoy, combinadas con propuestas de rimbombantes pactos anticorrupción que a todo el mundo le han sonado como un brindis al sol para que nada sustancial cambie.
#PRAYFOR... LAS "EXCLUSIVAS" DE ‘EL MUNDO' QUE VIENEN DE MONCLOA
Esta semana el diario El Mundo publicaba en portada una exclusiva información sobre el alcalde de Barcelona, Xavier Trias: el dirigente de Convergència tendría una cuenta en Suiza con casi 13 millones de euros. Trias negó esta información y El Mundo contraatacó con un titular particularmente efectista: "UBS nº 7651162-3445.954, " el supuesto número
de cuenta de Xavier Trias en UBS. Un número de cuenta... falso, según certificó ayer mismo el banco suizo a instancias del propio Trias.
No es, por supuesto, la primera vez que el diario El Mundo publica una exclusiva aparentemente explosiva que al final acaba diluyéndose cual azucarillo. De hecho, últimamente comienza a convertirse en una costumbre.
El periódico publica sorprendentes revelaciones, se reafirma en ellas, y el tiempo acaba dejándolas en nada. Es pronto aún para saber si este será también el caso, aunque no parece que El Mundo tenga muchos argumentos, ahora mismo, para sostener su historia.
Lo que sí tiene detrás, y este es el verdadero problema, es al gobierno español no sólo filtrándole historias, sino explicando a los medios de comunicación que dichas historias son verdaderas. Una consonancia de intereses entre gobierno y periódico que habla por sí sola. Y que también nos dice mucho sobre cuál es la estrategia del gobierno español para desactivar el movimiento independentista catalán.
Una chapuza más, pero sobre todo una chapuza infame e impresentable, como siempre que un gobierno se pone a llamar a los medios de comunicación para explicarles qué tienen que publicar. Como hizo Aznar hace diez años, cuando se dedicó a llamar a los principales directores de periódicos para asegurarles que había sido ETA, y no Al Qaeda, y así asegurar las portadas. Una gente que no tiene empacho en meterse así en el trabajo periodístico tampoco lo tiene en mentir. Ni el diario El Mundo, por lo visto, tiene ningún problema en ejecutar sus estrategias político-comunicativas. Aunque se basen, como todo indica en este caso, en mentiras.